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NAIRO QUINTANA, EN LA PIEL DE UN HÉROE

Ser subcampeón del Tour de Francia, ganar la Vuelta al País Vasco y la Vuelta a Burgos, lo convirtieron en ídolo.

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Gloria Castrillón
07 de diciembre de 2013 - 09:00 p. m.
No es fácil para Nairo Quintana posar para las cámaras, pero aún así ya tiene una campaña publicitaria a favor del consumo de la papa./  Diego Sierra Gil
No es fácil para Nairo Quintana posar para las cámaras, pero aún así ya tiene una campaña publicitaria a favor del consumo de la papa./ Diego Sierra Gil
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Nairo quiere volver a ser normal. En el fondo de su corazón late imperioso el deseo de estar en el campo, disfrutar el olor a boñiga y el frío del páramo que le entrapa los huesos. Quiere ver sus vacas, llevar la leche y pasar un largo rato con Paola, su novia de hace seis años. Anhela estar en la cocina de su casa paterna, en el alto El Moral en Cómbita, sentado ahí, en la mesa de madera, abrigado por el calor de la estufa de leña en la que doña Eloísa le ha consentido tantas veces el estómago. Pero no. Nairo tiene que ser otro; por un par de días, será otra vez el héroe, el ídolo. Rodeado de asesores, mánagers, gerentes de marca y un puñado de personas con cargos que no quiere entender, volverá a perderse entre cámaras y micrófonos, será asediado, perseguido, alabado.

Tendrá que desprenderse de su bicicleta Pinarello Dogma en la que ha recorrido, durante el último mes y medio, las mismas montañas en las que esculpió sus piernas de adolescente y en las que se preparó para su gesta en el Tour de Francia, en un ritual que empieza antes de que aclare el día y culmina en la tarde, en el gimnasio. En cambio, tendrá que enfundarse en un vestido elegante, calzarse unos zapatos de cuero, sonreír y prepararse para ser ovacionado en la ceremonia que premia a los mejores deportistas del Año de El Espectador y Movistar. No le molesta. Nairo Alexánder Quintana Rojas disfruta el reconocimiento. Es feliz haciendo feliz a la gente. Es sólo que no quiere interrumpir sus entrenamientos. Quiere ocupar su cabeza en la carretera, en la velocidad, en la potencia de su pedaleo y no en las respuestas a los periodistas.

“No tengo nada nuevo para contar”, le dijo a su mánager hace dos semanas cuando decenas de periodistas lo buscábamos para hacerle entrevistas e incluirlo en especiales que llenan páginas y horas de grabación con “lo mejor del año”. Este tunjano de 23 años hace parte de la historia de este 2013 colmado de campeones mundiales en atletismo, BMX, patinaje, natación y con la selección de fútbol clasificada al Mundial de Brasil. Nairo fue el más votado, en masculino, en la convocatoria que abrió El Espectador para que la gente eligiera al mejor.

No es que los colombianos no valoren el tesón de Caterine Ibargüen o no recuerden las otras medallas; es que Nairo encarna todo aquello que hace vibrar la colombianidad: un joven de aspecto frágil, de origen campesino, que a punta de sancocho y esfuerzo ha superado a varios de los mejores pedalistas del mundo. Este año ganó la Vuelta al País Vasco, en abril, y lo hizo en la última etapa, en una de esas temidas contrarreloj de 24 kilómetros. Luego debutó en el Tour de Francia, donde se dio el lujo de subir tres veces al podio: para recibir la camiseta de pepas rojas como el mejor escalador, la blanca que distingue al mejor novato y como subcampeón, al lado de Chris Froome. Y para cerrar la temporada, ganó la Vuelta a Burgos, en agosto.

“Todo es difícil”, dice al referirse al mundo que le tocó enfrentar para asumir el rol de estrella. Frío, calculador y medido hasta con las palabras, admite que prefiere el silencio y la tranquilidad. Se estresa con el nuevo ritmo de vida que le impone rodearse de gente que le ayude a manejar contratos, patrocinadores, agenda con los medios y otros menesteres para los cuales él no fue hecho. Ahora cambia de ruta para llegar a su casa en Tunja y esquiva admiradores por carreteras menos transitadas.

“La gente no entiende —dice él— que si no entreno, no puedo ganar las competencias y después nadie va a querer tomarse una foto conmigo”. Es un deportista al que le pagan por entrenar y ganar. “Los periodistas no comprenden que no los puedo atender a todos”, dice cansado de tener que dar explicaciones que para él son obvias.

Nairo sólo quiere cumplir. Cumplirle al equipo Movistar que lo fichó en 2012 por dos temporadas y ya le extendió contrato hasta 2016. Cumplirle a Vicente Belda, el técnico español que lo llevó a España y Portugal con el equipo Boyacá es para Vivirla, en 2009, y que lo llevó luego a Colombia es Pasión y le aconsejó después firmar con Movistar. Cumplirle a su papá, el único que creyó en él desde el primer día y le compró su primera bicicleta de $80.000. Pero sobre todo cumplirles a sus compatriotas, que están confiados en que será el primer colombiano en ganar un Tour de Francia. “La gente no perdona que uno esté fuera del podio, tengo que mantenerme, ganar carreras”.

* * *

Nairo está agotado. Es casi la medianoche del lunes y apenas está llegando a Tunja después de tres días de compromisos en los que sólo pudo hacer una hora de gimnasio. Eso lo atormenta. Este fin de semana viajó a España a programar el calendario de competencias que correrá el año entrante y que comienza el 20 de enero con el Tour de San Luis, en Argentina. Aún no sabe si correrá el Tour de Francia, dependerá de las decisiones del equipo.

Si por él fuera, lo correría. Sabe que todo el país está esperando que participe, pero como siempre, pone por delante su prudencia. “Vamos con paciencia; tengo 23 años, quedan 10 años, 10 Tour de Francia, 10 Giros de Italia”. Asombra escucharlo tranquilo y seguro. Pero así ha sido siempre. Lo fue cuando con apenas 15 años le dijo a su papá que sus recorridos en bicicleta desde la casa —a 3.050 metros de altura— hasta el colegio en Arcabuco —a poco más de 2.000— le habían despertado gusto por el ciclismo.

Por esa increíble seguridad tan suya fue que la familia se volcó a apoyarlo. Don Luis, a pesar de sus limitaciones físicas, lo acompañaba, así fuera en flota, a inscribirlo en carreras, a buscar un patrocinio, un repuesto. Doña Eloísa, entre el trabajo del campo y de la tienda La Villita, lo cuidó, lo alimentó. Sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ayudaron a comprar una segunda bicicleta de marco de hierro que llevaba más de 20 años de mano en mano y que les costó $300.000.

“Todo me lo he ganado yo”, dice. Está ofuscado al saber de personas que se ufanan de haberlo descubierto o de haberlo apoyado en sus inicios. Y le duele que ahora, en plena campaña electoral, haya políticos que quieran aprovecharse de la decencia y la ingenuidad de sus viejos y los inviten a cenas y homenajes. “Nunca me dieron nada y ahora se la quieren ganar de gratis”.

Y recuerda que el día que recibió su primera bicicleta profesional de carbono, una Orbea, fue porque se la dio el equipo de su departamento, después de descrestar a Vicente Belda con unas pruebas de potencia que el español repitió pensando que la máquina se había equivocado. Pero no, el niñito menudito, el que acababa de graduarse del colegio a los 18 años, había roto sus pronósticos.

* * *

Nairo, envuelto en su traje, saluda al público que lo ovaciona de pie por ser el Deportista del Año masculino, atiende a los periodistas. Se ve feliz. Es amable, responde pausado y parco, como siempre. Pero no ve la hora de salir de allí. En un rincón, muy discreta, ha estado todo el tiempo su novia Paola Hernández, una estudiante de contaduría que se ha convertido en su sombra. Está embarazada: será niña y nacerá en febrero, como el papá.

Cuando por fin puede huir de las luces y los flashes, Nairo se refugia en un almuerzo familiar. Sus papás y su mujer. No necesita más. “Es muy bonito, ya quería ser papá. Dios y mi novia me han dado la oportunidad. Yo iré y vendré, y cuando esté mucho tiempo allá, ella irá”. Ya tiene listo un piso en Pamplona que compartirá con su hermano Dáyer Uberney, quien correrá también con Movistar.

Y seguirá en esa lucha incesante para que el brillo rutilante del éxito no le opaque su esencia, para seguir con los pies sobre la tierra y no perder la cabeza. Encontrará la forma de ser él, un hombre normal, aunque a veces le toque ponerse en los zapatos y la ropa del héroe, del ídolo.

Por Gloria Castrillón

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