Nairo, único en un mundo de muchos

Anécdotas del ciclista boyacense del equipo Movistar, uno de los favoritos para quedarse con el título del Tour de Francia, competencia que comenzó el sábado 1 de julio en Alemania.

Camilo G. Amaya
01 de julio de 2017 - 04:38 a. m.
Nairo Quintana y su papá en una competencia en Boyacá, hace unos años. / Cortesía Rusbel Achagua.
Nairo Quintana y su papá en una competencia en Boyacá, hace unos años. / Cortesía Rusbel Achagua.

La infancia de Nairo Quintana fue una muestra de vida pura. Desde tener que alimentar en la madrugada a los piscos, las gallinas, las ovejas y las vacas, hasta ir al río Pómeca, a cinco minutos de Arcabuco, para recolectar grandes piedras y así ayudar a construir el camino detrás del auditorio del colegio Alejandro de Humboldt. Asumiendo responsabilidades de adulto cuando apenas era un niño, fabricó ese carácter firme y constante que hoy muestra en las carreteras del mundo. Apelando a la ley del campo, obedecer sin refutar, se volvió único en un mundo de muchos. Desde muy pequeño, cuando acompañaba a don Luis hasta Moniquirá a montar el puesto de frutas, descargar los tablones del camión y después volver 26 kilómetros para llegar a clases, mostró ser fuerte como un roble, aunque en apariencia luciera delgado, pequeño y frágil. De ahí el rigor que tiene ahora para hacer las cosas. (Tribuna Deportiva: Santiago Botero analizó las posibilidades de Nairo en el Tour)

Su manera de ser, reservada, se alternaba de vez en cuando con las risas esporádicas en clase de cerámica, cuando los susurros con los hermanos Reyes Yaquive terminaban en carcajadas que contagiaban a los demás. Incluso a la profesora Mercedes Mayuza, la misma que intentó ponerle un pare al Ciclista Futurista, una escultura hecha con el caolín extraído de las minas de la afueras del pueblo y que después de pasar por el horno a 1.200 grados para el proceso de vidriado por poco explota. Hoy, ese “mamarracho amarillo”, como lo llamaron algunos de los compañeros, espera por una vitrina como si fuera un trofeo luego de que un extranjero le ofreciera a la maestra una cifra en pesos que aún le cuesta pronunciar. Sí, Nairo también tuvo su etapa de escultor.

Nunca fue problemático, cansón o desjuiciado. Mucho menos contestón. Siempre acató lo que se le pidió. Como la noche que supo que al día siguiente tenía que competir con Juan Pistolas, el niño con el uniforme de moda, la bicicleta liviana, las zapatillas de chocles y un año mayor que él. Para Nairo fue su primera victoria. Para su papá, vencer en un duelo de honor luego de que Juan Guzmán, padre de Pistolas, lo desafiara en la plaza del pueblo de manera arrogante apostando sin pudor los $200.000 que había ganado vendiendo agua en las veredas cercanas. (Lea también: Nairo Quintana: "Hay que ser atrevidos para ganar el Tour")

Sólo renegaba cuando su hermana Leydi quedaba a cargo de la casa y lo ponía a lavar los platos, a barrer y a trapear los cuartos mientras ella atendía la pequeña tienda. “Es que, Leydi, usted era muy mandona”, le dijo una vez mientras cocinaba pizza con su hermano Dáyer antes de la Vuelta a España del año pasado. Era difícil verlo llorar, ni siquiera cuando don Luis llamaba a la disciplina a punta de golpes. El orgullo y la valentía podían más. Tampoco lo hizo cuando el mundo real lo puso a prueba y terminó debajo de un taxi, con la cabeza rajada e inconsciente por tres días. Su vocación de andar demasiado rápido en una bajada a tumba abierta por poco le cuesta la vida. “Casi le mato al chino, don Luis”, fue lo único que dijo el conductor cuando el viejo llegó corriendo con dificultad (tiene 14 cirugías de cadera) a una de las 46 curvas que hay entre su casa y Arcabuco, donde Nairo perdió el control de la bicicleta. (Vea: "Vengo al Tour con la idea de ayudar a Nairo": Alejandro Valverde)

Caer y levantarse se volvieron verbos de su diario vivir. Y así como el sol fue curtiendo su piel, cada golpe y cada herida se volvió recuerdo y forjó su personalidad. El miedo no era una opción. No lo fue el día en el que bravió a Vladimir Karpets, un ciclista ruso espigado y 23 centímetros más alto que él, quien lo llamó enano en una de las etapas de la Vuelta a Cataluña en 2011. Confundieron su modestia con cobardía sin saber que desde la cuna ya era bastante temperamental. Tampoco hubo temor cuando tomó el carro de su padre, desde Agua Varuna, y se fue manejando hasta la casa porque su hermana tenía sueño y ya la noche acosaba. No se sabe aún cómo alcanzó los pedales del Renault 4 y recorrió el tosco y empinado trayecto. Apenas tenía 10 años.

Hoy, mucho tiempo después, la sonrisa tímida en medio de un rostro que parece incrédulo sigue siendo la misma. El niño que veía una subida y salía disparado sin pensar, ahora es un maestro del arte del ataque y la defensa en el ciclismo. El pequeño que se iba al paso de las tractomulas desde Villa Amparito, el hotel a las afueras de Arcabuco, hasta el alto de Sote, a 3.113 metros sobre el nivel del mar, es una máquina de potencia absoluta que se prende cuando la carretera se inclina.

Silencioso (habla cuando le toca hablar), prudente y con una cara que invita a la confidencia, Nairo afrontará su cuarto Tour de Francia con las mismas ganas del primero. “Venimos con la misma ilusión de ganar y de dar un espectáculo para los aficionados colombianos”, dijo a un día de que comience la ronda gala un hombre que, a pesar de tener 15 títulos desde su llegada al equipo Movistar (2012), aún hace todo lo posible para mantener los pies sobre la tierra.

Por Camilo G. Amaya

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