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El triple campeón revela sus secretos

Con motivo del inicio hoy de la Vuelta a Colombia, El Espectador reproduce las 14 entregas de la historia del ciclista Ramón Hoyos Vallejo, escrita por el Nobel Gabriel García Márquez en este diario en 1955.

Gabriel García Márquez
11 de junio de 2011 - 09:59 p. m.

Mi primera rueda

El 9 de febrero de 1939 llegó a la escuela rural de Chorro Hondo —a 10 kilómetros de Marinilla, Antioquia— un niño de siete años, tímido, montuno, completamente embarrado y chorreando agua sucia por todos los lados. Ese niño era yo, Ramón Hoyos Vallejo, y este es mi recuerdo más antiguo: mi primer día en una escuela pintada de blanco entre frescos naranjos, a donde me llevaron mis dos hermanos mayores, Juan de Dios —que ahora es propietario de un café— y José, que ahora es chofer de taxi. Me llevaron porque yo me empeciné con la idea de que ya estaba en edad de aprender a leer y escribir, cuando a duras penas había aprendido a caminar. Y fue precisamente esa mañana cuando sentí el incontrolable impulso de batir mi primer récord: cuando me llevaban a la escuela traté de saltar una quebrada —habiendo podido pasar por el puentecillo— y caí despatarrado dentro del agua.

Mis primeros pecados

Aquella caída —que considero como mi primer accidente— fue ocasionada por mi natural, irreprimible y afortunada vocación de andar siempre demasiado aprisa. Desde mi nacimiento he andado tan aprisa que no me explico cómo no soy el mayor de mi familia. Pues el día en que fui por primera vez a la escuela sin tener edad y traté de saltar una quebrada sin tener fuerza ni estatura, apenas tenía siete años y ya era un cristiano con tres sacramentos: el bautismo, que recibí a los dos días de nacido; la confesión y la comunión. Ahora no lo recuerdo, pero sé que fue al robusto y benévolo padre Toro, de Marinilla, a quien confesé mis primeros pecados, a los cuatro años y medio. Naturalmente, no recuerdo cuáles fueron esos pecados, ni puedo imaginármelos.

“El Padre Hoyos”

Me llamo Ramón porque así se llamaba el padre de mi padre. Nací el 26 de mayo de 1932, en la arisca fracción de La Cuchilla, municipio de Marinilla, en el rancho de mi abuela paterna. Allí vivieron mis padres, Antonio y María Jesús, hasta poco después de mi nacimiento. Luego compraron un rancho, con un huerto y un corral para los cerdos y otro para las gallinas en la fracción de Chorro Hondo, y se dedicaron a sembrar plátanos y maíz y a criar animales. No recuerdo qué hice antes de ir a la escuela por primera vez. Pero lo que ocurrió después lo recuerdo perfectamente: la maestra, doña Ana Arbeláez, que vivía en la escuela con sus padres y cuidaba al mismo tiempo de los niños y los naranjos, me regaló una caja de lápices de colores “para que aprendiera a ser pintor”. Pero ya yo iba más lejos: quería ser cura, como el padre Toro.

“La importancia de saber aritmética”

Dos años estuve en la escuela rural. Dos años que son uno, pues los varones sólo teníamos clases por la mañana. Costó trabajo para que me entrara en la cabeza la escritura, y especialmente la ortografía, que sigue siendo mi mayor preocupación. En cambio —porque quería ser cura— tenía una extraordinaria facilidad para aprender catecismo. Y, modestia aparte, era el mejor estudiante de aritmética. Ahora he perdido la primera aptitud. Pero la segunda se me ha desarrollado con la práctica y puedo hacer cálculos mentales con notable facilidad, especialmente cómputos de tiempo y velocidad y operaciones de tanto por ciento. En muy pocos minutos, andando en mi bicicleta, puedo darme cuenta de mi posición exacta en una competencia deportiva, sin necesidad de utilizar lápiz y papel.

A medias y sin zapatos

Estoy recorriendo distancias desde los nueve años. A esa edad me matricularon en la escuela de Marinilla, porque ya estaba muy adelantado para la escuela rural. Ese fue el primer período de entrenamiento, mucho antes de conocer una bicicleta e incluso mucho antes de saber que un ser humano podía andar sobre dos ruedas. Tenía que recorrer tres kilómetros de a pie, a las seis de la mañana, por un camino helado, escabroso y solitario. Al principio demoraba más de una hora para llegar desde mi casa hasta la enorme escuela de Marinilla, que ocupaba una manzana entera. En las actuales circunstancias, y con el camino en iguales condiciones, podría recorrer esa distancia en treinta y un minutos sobre una bicicleta, si es que no sufro cuatro pinchazos y me rompo la crisma contra las piedras.

Mi primera rueda

Con el cambio no variaron mis aficiones: seguí entendiendo el catecismo y la aritmética y teniendo problemas con la escritura y la ortografía. Pero ahora tenía otro problema: la historia. Tenía dificultades para distinguir a Bolívar de Santander, cuyos retratos pendían de las paredes, al lado de una fotografía monumental de doña Simona Duque, la famosa educadora de Marinilla. El maestro, don Miguel Rivera, un hombre delgado, paciente y cordial, evocó aquella época hace pocos años, cuando obtuve mis primeros triunfos deportivos y con un discurso me ofreció un banquete en Marinilla.

Los seis kilómetros de ida y vuelta no duraron mucho. Mis padres cambiaron el rancho de Chorro Hondo por una casa en Marinilla. Pero cuando eso ocurrió, ya podía yo recorrer tres kilómetros en casi media hora, no sobre dos ruedas, como podría hacerlo ahora, sino detrás de una sola: había comprado un aro y lo llevaba rodando todos los días a la escuela. Ese fue mi primer contacto con las ruedas.

En principio fue la verdad

Fue el primero. Pero el segundo no tardó mucho tiempo. En el camino de mi casa de Marinilla a la escuela había una calle angosta, pedregosa y muy inclinada. Allí no podía dominar el aro. Entonces pensé que aquella calle era ideal para descender por ella en uno de esos carros de madera, con cuatro ruedas, en que los mensajeros de Marinilla transportaban mercancía. Se me incrustó esa idea en la cabeza, sacrifiqué los centavos que me daban para las onces en la escuela; ahorré metódicamente, y por último conseguí que mi madre me ayudara hasta completar dos pesos. Un carpintero, cuyo nombre no recuerdo, me fabricó el carro.

En los periódicos se dice que soy un buen trepador. Se admite como cierto que pierdo tiempo y terreno en las bajadas. Sin embargo, mis primeros contactos con la velocidad comenzaron de arriba hacia abajo, cuando descendía hacia la escuela en aquel destartalado y rudimentario carro de madera. Hoy, sobre una bicicleta, no soy capaz de desarrollar la velocidad a que bajaba todas las mañanas, hasta la escuela de Marinilla, donde el maestro Rivera me decía: “Ramón, acuérdate que la mucha carrera trae cansancio”.

Los golpes enseñan

Durante los años en que estuve corriendo, descolgándome en aquel vehículo que por primera vez me proporcionó el placer de la velocidad, no sufrí ningún accidente. En cambio, mi carrera ciclística ha tenido muchos más accidentes que victorias. Prácticamente en el único vehículo en que no he sufrido accidentes es en un triciclo: nunca tuve uno durante la infancia. Y cuando pude tenerlo ya no estaba para andar sobre tres ruedas.

Dos días antes de concentrarme para viajar a París, a participar en La route de France, estuve a punto de matarme en la carretera de Envigado, cuando una camioneta quedó destrozada al estrellarse contra un camión. Dos días antes de viajar a Cali, el año pasado, para participar en los Juegos Atléticos Nacionales, en el equipo de las fuerzas armadas, me rompí la cabeza y me fracturé las dos manos, en una motocicleta. Cuando viajábamos en avión, de Pasto a Popayán, en la última Vuelta a Colombia, uno de los motores dejó de funcionar en el aire y tuvimos que hacer un aterrizaje de emergencia. De estos accidentes hablaré detenidamente en el curso de este relato. Por ahora, me interesa demostrar que mi vida ha sido una larga cadena de accidentes. Ahora mismo tengo un automóvil convertible, color verde, con placas 2993, de Medellín, y lo conduzco con mucha prudencia, a velocidades normales, porque sé que tengo mala sangre par los accidentes. Sin embargo, mis amigos aseguran que manejo el automóvil como si fuera en una bicicleta: embalado.

La culpa no era mía

A nada quiero más en este mundo que a mis bicicletas. Y cuando estaba en Marinilla, a los 11 años, a nada quería tanto como a mi carro de madera. Lo pintaba. Le ponía toda clase de adornos y lo mantenía en perfectas condiciones, como si hubiera sido un carro para competencias. Y empezó a serlo en pocos meses: varios compañeros de escuela compraron vehículos semejantes, de manera que todas las mañanas, al mediodía y por las tardes bajábamos por las calles de Marinilla en medio del tremendo traqueteo de las ruedas talladas a cuchillo. Nunca fui campeón en esas competencias, por lo mismo que pasó mucho tiempo antes de que pudiera serlo en las competencias ciclísticas: porque no me ayudaba el vehículo. En realidad, no tuve una bicicleta buena y bien acondicionada hasta cuando participé en la III Vuelta a Colombia.

Adiós, Marinilla

Mi prisa por llegar a alguna parte me hacía pensar, en 1942, en abandonar la escuela para trasladarme a Medellín. Allá estaban mis dos hermanos mayores, trabajando en la heladería San Ignacio —que todavía existe, en Abejorral con Bomboná— y que en esa época era de propiedad de don Pedro Nel Restrepo. Me parecía que mis hermanos habían ganado una notable ventaja y que yo no tenía más que abandonar la escuela, subirme en cualquier cosa que pudiera moverse sobre dos ruedas y alcanzar a mis hermanos en la heladería de Medellín. Si la carretera de Marinilla hubiera sido un largo plano inclinado, seguramente me habría largado en mi carro de madera. Era lo único que quería entonces, pero desgraciadamente en esa época no disponía de ningún vehículo que sirviera para trepar.

En menos de dos años —y ahora no sé por qué— se me había olvidado que cuando estaba en la escuela de Chorro Hondo quería ser mayor rápidamente, para hacerme cura.

Así empezaron las cosas

Marinilla es una población grande y próspera, con 16.000 habitantes y numerosas bicicletas. Pero en 1942, cuando yo tenía diez años, tenía dos de vivir allí y no recuerdo haber visto jamás una bicicleta. Pero en ese año llegó a la ciudad un extranjero gordo y rubio, a quien se conoció con el nombre de Juan de la Cruz, sin apellidos. Ese hombre instaló un negocio insólito: alquiler de bicicletas, a diez centavos el cuarto de hora. Tenía cuatro bicicletas de turismo, viejas, remendadas con alambre. Recuerdo haber pasado varias veces por su taller y haber visto los misteriosos vehículos de dos ruedas, pero recuerdo haber creído que eran piezas de otros vehículos: carros desarmados. No se me ocurrió nunca que pudiera avanzarse sobre dos ruedas.

¿Qué es eso tan raro?

A las cinco y media de la tarde, un día que, como siempre, regresaba de la escuela en mi carro de cuatro ruedas, me quedé perplejo, sin dar crédito a mis ojos: un muchacho bajaba la calle, muy campante, sin hacer el menor esfuerzo, avanzando y cómodamente sentado sobre uno de aquellos vehículos de dos ruedas. Aquello parecía imposible.

Estupefacto, detuve mi carrito, me quedé contemplando por un momento el vehículo que daba vueltas, que giraba en torno a un centro varias veces sin perder el equilibrio. Al cabo de un momento me atreví a preguntarle a su conductor:

—¿Cómo haces para no caerte?

Y él me respondió:

—Es con secreto.

Esa noche, cuando todavía no me había repuesto de mi perplejidad, me explicaron que aquel extraño vehículo era una bicicleta.

NOTA DEL REDACTOR
Cinco días de reportaje continuo

La primera impresión que produce Ramón Hoyos es la de ser un muchacho de cuerpo débil y espíritu rudo. Pero a las pocas horas de estar conversando con él, cuando se ha roto el hielo y uno se ha ganado su confianza, se descubre que es exactamente todo lo contrario: tiene un cuerpo delgado, pero sólido, con extrañas y pedregosas protuberancias en los bíceps, y el carácter suave, cordial y hospitalario de los campesinos antioqueños. “En ocasiones se muestra tan seco, que es casi agresivo”, se ha escrito recientemente sobre Ramón Hoyos. Y se ha agregado: “No es ni mucho menos un hombre simpático”. Ese es uno de los pocos comentarios de prensa que le han disgustado. Y explica: “Cuando me hicieron ese reportaje, tenía mi primer día de descanso en Medellín, en la V Vuelta a Colombia. Estaba cansado y todo mi día de reposo se me fue en esa entrevista”.

Razones para el mal humor

En realidad, Hoyos es un hombre dócil con los periodistas y extraordinariamente cordial con sus amigos y sus fanáticos. “Ahora soy más amable con ellos —dice— para que no me molesten diciendo que se me han subido los triunfos a la cabeza”. Y, sin embargo, durante los cinco días consecutivos que duró la entrevista que hoy empieza a publicarse, fue preciso encerrarlo en la oficina de la maternal y simpática visitadora social de Coltejer, doña Gabriela Arboleda, para poder sustraerlo a la atención de los fanáticos. En su casa es imposible: allí no hay vida privada. Durante todo el día, pequeños aprendices de ciclistas merodean en torno a ella, para que Ramón Hoyos les haga indicaciones. Hay una permanente romería de admiradores, que quieren conocer los trofeos. Al menor descuido, en medio de aquel desorden de gente desconocida que circula por la casa, se pierde una medalla o una copa. Es una situación de doce horas todos los días, que Ramón Hoyos sólo puede controlar echando llave a todos los cuartos de su casa y cargando las llaves en el bolsillo. Por eso, cuando él no está en la casa, todos los cuartos están con llave, y la pequeña sala con una pared cubierta por la bandera colombiana,
se encuentra totalmente llena de admiradores, en espera de que llegue Ramón y les muestre los trofeos. En el curso de esa entrevista, una anciana que había llegado a Medellín desde Sonsón, esperó durante ocho horas para conocer al campeón.

¿Quién puede vivir así?

En las calles de Medellín, donde todo el mundo lo conoce, pero especialmente los niños y las mujeres, no puede detener su automóvil en las calles centrales, porque los admiradores impiden que prosiga la marcha. Cuando se detiene a causa de las señales de tránsito, muchachos en bicicleta lo rodean y tratan de conversar con él. En cualquier momento en donde se encuentre, ocurre exactamente lo mismo. Sin embargo, Ramón Hoyos no pierde la paciencia y tiene que atender a las numerosas diligencias abriéndose paso a través de los admiradores. Para que pueda comer, es preciso despejar la casa. Durante las horas de la noche, interrumpen su sueño con serenatas. Desde cuando empezó a convertirse en la primera figura del ciclismo nacional, Ramón Hoyos no recuerda haber tenido un momento de verdadero descanso y soledad, salvo cuando se encuentra concentrado para las pruebas. Su cordialidad de ahora no es por tanto natural. Tiene motivos para estar de mal humor, pero no se recuerda que haya tenido una salida de tono con sus admiradores, a pesar de que le fastidiaban terriblemente. Esto puede considerarse como una prueba de su carácter bien controlado y de su buena educación natural.

Una memoria extraordinaria

Se expresa fluidamente, aunque de manera elemental. Pero tiene una memoria asombrosa, desconcertante, en especial para los acontecimientos estrechamente vinculados a su carrera deportiva. No hay un favor o un daño que alguien haya tratado de hacerle, que no lo recuerde con exactitud. Para los primeros es agradecido, e insiste en que se les destaque en este relato. Para los segundos, no parece rencoroso, pero es implacable en la manera de recordarlos.
Durante las primeras horas de estas entrevistas, Hoyos fue reservado y difícil. Más tarde se volvió entusiasta y manifestó su interés de que no se perdiera un solo detalle. Resultó ser franco, directo y sincero. Se tiene la impresión de que no ocultó ningún dato. Cuando se tropezó con un detalle esencial de su vida privada que, sin embargo, no quería ver publicado, rogó se guardara la reserva, pero explicó cuál era ese detalle. Esa circunstancia facilitó notablemente ese trabajo y permite afirmar que la biografía de Ramón Hoyos —tal como él la ha contado y ahora reconstruida periodísticamente— es lo más completo que en ese sentido podía hacerse.

Para contar con nombre propio

Ramón Hoyos no ha pedido reserva en relación con nombres propios y muy conocidos. La mayoría de esos nombres ha favorecido su carrera. Otros, especialmente de colegas suyos, han tratado de obstaculizarla y frustrarla. El triple campeón ha considerado que esos nombres y sus actuaciones deben figurar en su biografía, para hacerla más completa y válida. Y así se hará en el curso de estos relatos.
La biografía del campeón aparece escrita en primera persona, y en ella se ha conservado, hasta donde es posible en una reconstrucción de esta índole, el sabor y los términos en que la relató al redactor. Las conversaciones se prolongaron durante cinco días, en etapas de cinco horas diarias, interrumpidas. El campeón hablaba. El redactor orientaba su monólogo, pidiéndole ser más explícito o más sintético, de acuerdo con el interés del momento relatado. Se tomaron cincuenta y dos cuartillas de notas a en total, y veintinueve tazas de tinto, de las cuales el redactor no tomó ninguna. Se perdió la cuenta de los cigarrillos, porque el redactor encendía un cigarrillo con la colilla del anterior, y en este período de descanso Ramón Hoyos está fumando un promedio de 18 cigarrillos cada dos días.

Explicación para todos los días

En los momentos de descanso, Ramón Hoyos se dedicó a hacer diligencias, en su automóvil convertible. El redactor lo acompañó en esas diligencias, que aproximadamente se prolongaron durante tres horas diarias, en los cinco días. En esos momentos se conversó exclusivamente sobre la vida de Ramón Hoyos, pero no se tomaron notas, pues esas conversaciones no formarán parte de la biografía, sino de las impresiones personales del redactor, que se publicarán en crónica aparte. Esta es la primera de esas crónicas.
También en estas crónicas marginales se enfrentarán los conceptos de algunos otros ciclistas, con los que Hoyos ha expuesto en su biografía. Se publicarán asimismo conceptos del público y, especialmente, del simpático y locuaz entrenador argentino, Julio Arrastía, que llevó a Hoyos al campeonato. Por ejemplo: Hoyos aseguró al redactor —y así figura en la biografía— que conduce su automóvil con prudencia y a velocidad normal. El redactor tiene otra opinión: Hoyos no puede controlar en ningún caso su afán de velocidad, conduce a velocidades peligrosas, y el jueves de la semana pasada, a las tres de la tarde, su automóvil estuvo a punto de ser destrozado por un camión. Se respetarán, en todo caso, los detalles de la vida privada de Hoyos cuya reserva él ha exigido. El redactor se permite, sencillamente, asegurar que esos detalles no son esenciales para el interés y la eficacia de la biografía.
Al concluir las entrevistas Ramón Hoyos siguió mostrándose cordial, pero visiblemente fatigado. Cuando se despidió del redactor, se frotó los ojos, estiró las piernas y dijo:
—Esto cansa más que la Vuelta a Colombia.
 

Por Gabriel García Márquez

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