La nostalgia del hincha

En el silencio de la casa terminan retumbando los golpes de un bombo. Incluso en la tranquilidad terminan añorándose los instantes de una rabia provocada por lo mezquino o lo injusto de un resultado adverso.

Andrés Osorio Guillott
05 de abril de 2020 - 08:02 p. m.
EFE
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Nada pasa en los asientos que muchos pisan, porque resulta una especie de sacrilegio vivir un partido sentado con todas las emociones que nos gobiernan, a menos que sea de esos no tan extraños letargos de 90 minutos en los que los 22 jugadores terminan excusando la falta de hidalguía en la táctica de los pizarrones y los entrenamientos.

Seguramente acercarse a un estadio que se queda sin su gente y sin sus carnavales es tan escalofriante como rondar las calles del cementerio de la ciudad. El silencio, solo por esa vez, se hace insoportable. Una especie de escozor termina por sugerir que nosotros los hinchas no estamos y no estaremos preparados para bordear el lugar que guarda los gritos de los dos puntos de las pasiones: las altas y las bajas.

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Y del momento más inesperado surgen los ecos más estrepitosos del gol. De las añoranzas que están en la superficie aparecen miles de voces que a lo lejos gritan “mamá yo quiero, mamá yo quiero, que hoy ganemos…” y así como llega un cántico, así mismo se va. Sin saber por qué empezó y por qué terminó.

En la memoria batallan los recuerdos como alguna vez batallaron los ídolos del pasado, cuando el fútbol parecía estar más cercano al honor y no tan cerca al negocio. Entonces ya no son las voces que se ubican detrás de los arcos. Ahora son las narraciones en la radio que nos indicaban los titulares del partido más importante, o del que no era importante, pero que guarda un símbolo en particular por ser el de la sed de revancha, el del clásico, el del regreso de un jugador que fue querido, el del primer partido del campeonato.

Lo más nocivo es la costumbre. Y por estar seguros de que la normalidad sería siempre así y no de otra manera pensamos automáticamente en las horas que siempre están destinadas para ver fútbol. Entonces nos lamentamos por olvidar que el próximo domingo en la mañana no habrá fútbol en la parrilla de televisión. Y nos lamentamos aún más porque ya no vamos a tener ansias de pegarnos un baño y vestir la camiseta de nuestro club y prepararnos para asistir al estadio, o para tener todo listo para unas horas más adelante y que lo único que haya que hacer a la hora del juego sea sintonizar el canal y disponerse a otros 90 minutos de golpes al sofá, de putazos al televisor, de gritos desaforados de gol y del abrazo familiar, si es que tenemos la suerte de que toda la familia se siente a compartir y vivir la misma pasión.

 En esa nostalgia juegan los tres tiempos: se extraña el pasado, nos inquietamos por el presente y añoramos el futuro. En ese mismo sentimiento que se impregna en la piel nos cuesta reconocer que hace falta llegar a la casa de mal genio porque el equipo jugó mal, porque el árbitro que se cree un dios fue más humano que justiciero y cometió errores que no debió. Hasta esas noches de decepción terminan haciendo falta. Al final aceptamos que aun en los momentos de profunda rabia estamos hallando una terapia que ni los más grandes psicólogos habían postulado desde los principios de su oficio. Como hinchas y como jugadores aficionados extrañamos el fútbol como deporte, como pasión, como refugio, como zona de escape, porque la pelea con la pareja, el mal día en el trabajo, las deudas o los problemas que no se han hablado terminan drenándose en los minutos en que los puños se alzan al cielo en un estallido de euforia, en los abrazos que se fundan en un gol que no importa cómo haya sido, que lo importante es que ese gol nos reinvente la definición de una victoria, y que por tanto nos recuerde que en medio de nuestra aterradora tradición de ser cíclicos terminamos redefiniendo la vida y sus laberintos

Por Andrés Osorio Guillott

 

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