El Míster Barriga y el fútbol de los olvidados

No hay un registro de este jugador. La historia le pertenece a Rossi, a Pedernera, al “Cobo” Zuluaga, a Di Stéfano. El mito del Ballet Azul se quedó en once jugadores. Para cualquiera, los suplentes, esos que sostuvieron los campeonatos de Millonarios, no existieron.

Juan Francisco Vargas - Especial para El Espectador
21 de agosto de 2018 - 07:54 p. m.
Míster Barriga, exjugador de Millonarios.
Míster Barriga, exjugador de Millonarios.

Llueve a cántaros en el barrio Cedritos, en el norte de Bogotá. Son casi las tres de la tarde y la familia Barriga Salamanca está saliendo de su casa en un Chevrolet gris. Fanny, quien maneja el vehículo, lanza la pregunta que se hace casi toda familia bogotana en un domingo de paseo.

-¿A dónde vamos a almorzar?

-A donde sea, pero que sea planito -responde su padre, el Míster Barriga, después de ver que Berta, su esposa, y Laura, su nieta, murmuran en el asiento de atrás del carro.

El Míster la tiene clara. Los médicos le recomendaron no subir ni bajar escaleras para cuidarse la rodilla, la misma que lo obligó a retirarse del fútbol hace unos 60 años, cuando los grandes jugadores sudamericanos pululaban por las canchas colombianas, como ahora lo hacen por los estadios europeos. Lo más seguro es que nadie se acuerde de él, pero Míster Barriga hizo parte de esa mítica plantilla de Millonarios que llegó a ser conocida como el mejor equipo del mundo. Ese hombre de 84 años, que va quieto en la silla del copiloto, entrenó y jugó hace más de medio siglo con Alfredo Di Stéfano, Adolfo Pedernera y Néstor Rossi.

José Jaime –el verdadero nombre del Míster- no empezó jugando al fútbol en el equipo más ganador de Bogotá. De hecho, arrancó en el patio del frente, en las huestes juveniles del eterno rival, Independiente Santa Fe, en 1949. De ahí viene su apodo. Se lo puso Ángel Perucca, estelar jugador argentino que en 1969 dirigió al América de Cali. El Míster nunca supo el porqué de su sobrenombre, pero lo menciona con orgullo.

Hizo todo el recorrido futbolístico que todavía hacen los jóvenes para llegar a ser profesionales: pasó por infantil hasta llegar a la categoría cuarta especial. Ese equipo, de adolescentes acuerpados, fue conocido popularmente como Monaguillos, y según el Míster, fue histórico. “Si Santa Fe jugaba en el Campín, Monaguillos jugaba el preliminar. A donde jugaba Santa Fe, Monaguillos también iba”, cuenta el Míster.

Tuvo la fortuna, refiere, de quedar campeón apenas llegó a la categoría. Un torneo que Monaguillos ya se había llevado durante tres años seguidos. Los ojeadores ya estaban encima del equipo y del Míster, quien pronto fue contactado por Jaime Arroyave, técnico de divisiones menores de Millonarios. Le compraron la ficha a Santa Fe y el Míster se fue en 1951. No para Europa, como los cracks de ahora, sino simplemente fue a parar al equipo del frente. Pero ese equipo ya llevaba dos títulos de liga profesional en tres años y ya daba muestras de ser una máquina impresionante.

“Cuando llegué yo ahí, Vírgen santísima, ví una nómina de jugadores tremenda”, dice el Míster. Julio Cozzi en el arco, Raúl Pini y Francisco Zuluaga en la defensa, Alfredo Di Stéfano y Adolfo Pedernera en la delantera, y en el mediocampo Ismael Soria y Néstor Raúl Rossi, entre otros. El Míster menciona a la nómina titular con una gran precisión. Baja la cabeza antes de decir el nombre de algún jugador, mientras mantiene las manos en su regazo. La memoria le empieza a fallar con la gran cantidad de suplentes que tenía el equipo, entre los cuales estaba él, pero alcanza a nombrar varios. Entre ellos un defensor japonés de apellido Doku.

En una habitación extremadamente limpia y de paredes blancas, en la cual no hay sino dos camas semidobles pegadas y tendidas con el mismo juego de cama, dos mesas de noche y un televisor no muy grande, el Míster ve fútbol. Siempre que lo visito, la escena se repite. En el lado derecho de la cama, con la cabeza junto a la pared, su espalda ligeramente inclinada y sus brazos cruzados, está el Míster. Mira con atención el partido. Laura, su nieta, cuenta que se la pasa todo el día viendo fútbol. Pero no mira fútbol como la mayoría. No suelta arengas ni le grita al televisor. No se desespera, ni tampoco expulsa su sufrimiento o su júbilo frente al gol.

Es la antítesis del Tano Pasman, el argentino que se hizo viral en internet con su reacción frente al descenso de River Plate. El Míster mira el partido callado, como si estuviera haciendo un análisis detallado del juego. Ve el fútbol como lo ven los viejos: con paciencia y calma. Con una mirada sabia. Observa el partido como quien sabe mucho del deporte. Si el Míster se la pasa viendo fútbol es porque de verdad lo entiende. O simplemente lo extraña.

Llegó a Millonarios para ser suplente de Néstor Raúl Rossi. En ese tiempo, cada jugador titular tenía dos o más suplentes fijos. El Míster Barriga era el segundo jugador detrás de Rossi, y para poder jugar tenía que presentarse una de dos situaciones: que a Rossi lo echaran o se lesionara, o que le pasara lo mismo al primer suplente.

Fue en Barranquilla donde al Míster se le dieron las cosas. Mueve su cabeza con energía y se sujeta al borde de la cama en la que está sentado, mientras relata el día en el que debutó con su equipo. “Jugué como 50 minutos porque a Rossi lo expulsaron y el siguiente suplente estaba lesionado. Lo hice bien. Para estar en Millonarios, lo hice bien”, dice el Míster con una sonrisa en la cara.

Ese partido le dio para seguir como titular en unos cuantos encuetros más. Jugó en Cúcuta, en Medellín y en otras ciudades de Colombia. Mientras la plantilla titular, conocida en ese tiempo como el mejor equipo del mundo, iba a España a jugar contra el Real Madrid, o disputaba la Pequeña Copa del Mundo de Clubes, el Míster y el resto de los suplentes se quedaban a sostener el campeonato local. Ese fue su momento de gloria.

“Yo era un crack. Mis compañeros me admiraban. Pero me daban mucha pata”, cuenta el Míster. Y cómo no. En los años 50, el fútbol era una cosa distinta. No existía el codazo ni la mala intención, según dice. Los arbitrajes eran más estrictos y las tarjetas no existían. Pero era un deporte que dependía mucho de la talla física del jugador. Rossi medía casi dos metros. Di Stéfano rozaba el metro con noventa de estatura. Lo normal, según cuenta el Míster, era que los jugadores midieran de 1,80 para arriba. Y él tenía apenas un metro y 61 centímetros.

En ese tiempo no se entrenaba a diario, como se hace ahora en los equipos profesionales. Los jugadores practicaban solo los martes y los viernes, de manera casi rudimentaria y sin las ayudas que tienen los jugadores de hoy. Era muy difícil que el Míster pudiera ganar fortaleza física para jugar en esas condiciones. Aguantó las patadas que pudo, hasta que la rodilla le falló. Tuvo que dejar las canchas. El sueño se acabó.

Pidió consejo a sus compañeros argentinos, esos que solían admirarlo por su juego. Le dijeron que se retirara y que empezara a dar sus pasos como técnico porque la rodilla no le iba a aguantar más. Le pidió ayuda a Jaime Arroyave, el que lo trajo a Millonarios unos años antes. Pero el Míster fue claro: necesitaba trabajo. Él vivía del sueldo del equipo.

Arroyave le consiguió trabajo en el Ministerio de Obras Públicas. Tuvo que ser cartero antes de poder trabajar en otro de sus gustos: la mecánica automotriz. Entró a trabajar a un taller. Decidió estudiar en el SENA, y al tiempo dirigía los equipos del Ministerio. Más adelante, hizo familia con Berta, su esposa. Trabajó en una compañía petrolera. El Míster se volvió un todero. Mientras Di Stéfano se alzaba  cinco Copas de Europa con el Real Madrid, y Gabriel Ochoa Uribe, otro de sus excompañeros, empezaba a dar los pasos que lo convertirían en el técnico más exitoso en la historia del fútbol colombiano, el Míster se la jugó por otro lado.…

Es temprano en la mañana. El Míster camina por su casa. Tiene un andar pesado y lento: se desplaza casi arrastrando las piernas. Las escaleras le cuestan mucho –los médicos le prohibieron subir y bajar escalones-, pero no le importa. Cruza la cocina hasta llegar al patio de atrás. Allí, frente a la lavadora de la casa, hay una máquina para hacer ejercicio. De esas que venden en televisión y prometen bajar la barriga en una semana, o desarrollar todos los músculos del cuerpo con tan solo un movimiento. Se asemeja a una bicicleta estática, pero sin ruedas. Tiene unas agarraderas que parecen sacadas de una motocicleta chopper, dos plataformas para poner los pies, y una silla que no está sujeta directamente al piso.

El Míster, vestido con un pantalón de paño, un saco de hilo grueso de color aguamarina y unos zapatos cafés, se sienta en la silla de la máquina, y se agarra a los manubrios con fuerza. Pone sus pies en las plataformas. Suelta los brazos hasta que quedan estirados. Sus rodillas se doblan. Acto seguido, el Míster contrae sus brazos hasta que el manubrio está cerca de su pecho. Sus rodillas se flexionan hasta que sus piernas quedan casi estiradas y forman un ángulo de 45 grados con el piso. El movimiento se repite 600 veces, durante dos horas, seis días a la semana. Los médicos le aconsejaron hacer apenas 100 repeticiones diarias. Pero él todavía aguanta. Aguanta a pesar de las diez cirugías que lleva encima. Resiste a pesar de tener un trasplante de cadera. Hace ejercicio como si lo hubiera hecho durante toda su vida. Y no demuestra ni una gota de esfuerzo o sufrimiento.

No hay registro alguno del Míster Barriga. Iván Mejía, al responder mi pregunta por él en El Pulso del Fútbol, su programa radial, incluso pensó que le estaba tomando del pelo. Y tiene la razón en haberlo pensado: la historia es de los vencedores. La historia le pertenece a Rossi, a Pedernera, al “Cobo” Zuluaga, a Di Stéfano. El mito del Ballet Azul se quedó en once jugadores. Para cualquiera, los suplentes, esos que sostuvieron los campeonatos de Millonarios cuando el equipo estaba de gira o jugando en el exterior, no existieron.

Puede que el Míster haya jugado en una época en la que el fútbol era totalmente distinto. Puede que el Míster haya pertenecido a ese fútbol de dos defensas, tres mediocampistas y cinco delanteros. Puede que su talla hubiera servido perfectamente en el fútbol de ahora. Lo único que no ha cambiado desde esa época hasta hoy es que el fútbol se juega de a once, con una pelota. Y que es el deporte más desagradecido que hay.

 

Por Juan Francisco Vargas - Especial para El Espectador

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