Los días azules
Millonarios juega hoy la final del fútbol colombiano contra Tolima. Una estrella es una gran posibilidad de celebrar también los 75 años del equipo.
María Paula Lizarazo
Tú sonreías con una ternura inquebrantable. Siempre fuiste un hombre con un corazón prestado del cielo. Corría 2006, 2007 o 2008, y sonriendo me preguntabas ‘¿Sabes cómo le decían a Millonarios? El ballet azul… Porque jugaban como un ballet’. Y yo no le hallaba sentido ese símil, me acuerdo, pero con los años, supongo, y con más fútbol, fui entendiendo eso y más.
Comprendí que el único enojo válido en la vida podía ser por Millonarios. Que ninguna meditación ni ningún control emocional evitarían que los lunes fueran los más tristes o los más felices. Que la lealtad es algo que se lucha y que dejar las piernas en la cancha es una hazaña que hay que merecer.
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Me hablabas de El Dorado y dejabas que Don Noé, el abuelo, te quitara la palabra para decir contra todo y todos que Millonarios fue el mejor equipo del mundo. Y yo les creía y a la vez dudaba de tanta magia y tanta mística. Que Di Stéfano, que Rossi, que Pedernera, que Cozzi, que Carrizo, que Ochoa Uribe, que la Maravilla Gamboa, que el Caimán Sánchez, que Willington Ortiz, que Brand, que el Pájaro Juárez, que Pimentel...
Crecí aprendiéndome esos nombres y sin saber para qué, me los fui tatuando en la memoria. Me hablabas de El Campin de otros tiempos, de tus recuerdos en el Azteca en México 86, del Maracaná, del Vila Belmiro y el Santos de tus amores, de tus idas a La Bombonera. Y me mostrabas videos y me contabas que Carrizo fue el primer arquero en usar guantes. Y me fuiste entregando, de a pocos, las portadas de El Espectador y de El Tiempo dedicadas a Millonarios. Y de paso, si se colaba algún ejemplar de la revista Mito me contabas de este texto o aquel otro, de lo que narraban, de las ideas, las anécdotas, de todo podías hablarme y ante todo tenías la palabra precisa.
Yo era una niña. Me preguntabas que si los goles de penal son azar o destreza. Que si yo jugaría a atacar o a esperar. Y no sé cuándo empecé a ser yo quien te informaba de Millonarios. Te contaba la posición en la tabla, las contrataciones del otro semestre, el cambio de técnico, los lesionados, las amarillas y las rojas, todo. Pero no entendía por qué Millonarios no ganaba. Entonces empezaste a contarme del 87 y el 88, del Chiqui García, de las quiebras, de que Delgado nos salvó del descenso. Y el 17 de diciembre de 2017, con un estadio rojo a reventar, aplaudiste al uruguayo cuando dijo que este escudo merecía limpiarse del pasado, de las personas que mancharon la institución y acto seguido pidió perdón en nombre del equipo por todo eso del pasado.
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La única vez que yo te vi llorar fue en 2012, cuando Hernán Torres desempolvó la chapa del cuarto de trofeos. Tal vez fue uno de los abrazos más felices que nos dimos. Hoy, te cuento, otra vez está Torres, pero del otro lado.
Por un gol saltabas más que nadie y sin importar el resultado, desde la 57 hasta la casa, nos íbamos escuchando a los comentaristas de la radio decir y repetir lo mismo que habíamos visto. Cada tarde o cada noche de fútbol era un ritual que se preparaba durante toda la semana. Las cábalas, la comida, el sonido, la boleta, el abono, los debates familiares por uno u otro jugador, los abrazos y los goles, nada nunca nos faltó.
En todo este tiempo te habría dicho que ningún gol ha sido tan feliz como el último que celebramos en El Campín, hace casi dos años. Que muchos no le tenían fe a Gamero, pero que yo sigo siendo tan joven que nunca dejé de creer. Que estos muchachos se han hecho a punta de sueños y disciplina. Que hay un Vega que ordena en el medio y en el área. Un amuleto que se apellida Valencia. Te diría que sí, que tenías razón, que los equipos con diez se envalentonan. Que estos pelados venidos de las inferiores han aprendido de sacrificio. Que tenemos un capitán que grita cuando ya no le queda voz y un arquero que se ganó la titular. Que fue la tragedia del Chicho Arango lo que le dio el empate a Millonarios en Ibagué. Que casi no entramos a los ocho y que, mira tú, ahora estamos en la pelea. Te diría que aprendí que los equipos son tradiciones y que las formas de juego se respetan y te respondería, por fin, que yo saldría a atacar en cualquier cancha, y que los penales son azar y destreza, y que el azar, como la destreza, se cultivan. Te diría que Gamero lleva sus vírgenes a todas partes, con la misma fe con que aprieto mi mano, acariciándote, antes de cada partido. Y tal vez, lo último que podría decirte es que debo dejarte ir para comprender que nunca te irás.
Felices setenta y cinco años, Millonarios del alma.
Tú sonreías con una ternura inquebrantable. Siempre fuiste un hombre con un corazón prestado del cielo. Corría 2006, 2007 o 2008, y sonriendo me preguntabas ‘¿Sabes cómo le decían a Millonarios? El ballet azul… Porque jugaban como un ballet’. Y yo no le hallaba sentido ese símil, me acuerdo, pero con los años, supongo, y con más fútbol, fui entendiendo eso y más.
Comprendí que el único enojo válido en la vida podía ser por Millonarios. Que ninguna meditación ni ningún control emocional evitarían que los lunes fueran los más tristes o los más felices. Que la lealtad es algo que se lucha y que dejar las piernas en la cancha es una hazaña que hay que merecer.
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Me hablabas de El Dorado y dejabas que Don Noé, el abuelo, te quitara la palabra para decir contra todo y todos que Millonarios fue el mejor equipo del mundo. Y yo les creía y a la vez dudaba de tanta magia y tanta mística. Que Di Stéfano, que Rossi, que Pedernera, que Cozzi, que Carrizo, que Ochoa Uribe, que la Maravilla Gamboa, que el Caimán Sánchez, que Willington Ortiz, que Brand, que el Pájaro Juárez, que Pimentel...
Crecí aprendiéndome esos nombres y sin saber para qué, me los fui tatuando en la memoria. Me hablabas de El Campin de otros tiempos, de tus recuerdos en el Azteca en México 86, del Maracaná, del Vila Belmiro y el Santos de tus amores, de tus idas a La Bombonera. Y me mostrabas videos y me contabas que Carrizo fue el primer arquero en usar guantes. Y me fuiste entregando, de a pocos, las portadas de El Espectador y de El Tiempo dedicadas a Millonarios. Y de paso, si se colaba algún ejemplar de la revista Mito me contabas de este texto o aquel otro, de lo que narraban, de las ideas, las anécdotas, de todo podías hablarme y ante todo tenías la palabra precisa.
Yo era una niña. Me preguntabas que si los goles de penal son azar o destreza. Que si yo jugaría a atacar o a esperar. Y no sé cuándo empecé a ser yo quien te informaba de Millonarios. Te contaba la posición en la tabla, las contrataciones del otro semestre, el cambio de técnico, los lesionados, las amarillas y las rojas, todo. Pero no entendía por qué Millonarios no ganaba. Entonces empezaste a contarme del 87 y el 88, del Chiqui García, de las quiebras, de que Delgado nos salvó del descenso. Y el 17 de diciembre de 2017, con un estadio rojo a reventar, aplaudiste al uruguayo cuando dijo que este escudo merecía limpiarse del pasado, de las personas que mancharon la institución y acto seguido pidió perdón en nombre del equipo por todo eso del pasado.
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La única vez que yo te vi llorar fue en 2012, cuando Hernán Torres desempolvó la chapa del cuarto de trofeos. Tal vez fue uno de los abrazos más felices que nos dimos. Hoy, te cuento, otra vez está Torres, pero del otro lado.
Por un gol saltabas más que nadie y sin importar el resultado, desde la 57 hasta la casa, nos íbamos escuchando a los comentaristas de la radio decir y repetir lo mismo que habíamos visto. Cada tarde o cada noche de fútbol era un ritual que se preparaba durante toda la semana. Las cábalas, la comida, el sonido, la boleta, el abono, los debates familiares por uno u otro jugador, los abrazos y los goles, nada nunca nos faltó.
En todo este tiempo te habría dicho que ningún gol ha sido tan feliz como el último que celebramos en El Campín, hace casi dos años. Que muchos no le tenían fe a Gamero, pero que yo sigo siendo tan joven que nunca dejé de creer. Que estos muchachos se han hecho a punta de sueños y disciplina. Que hay un Vega que ordena en el medio y en el área. Un amuleto que se apellida Valencia. Te diría que sí, que tenías razón, que los equipos con diez se envalentonan. Que estos pelados venidos de las inferiores han aprendido de sacrificio. Que tenemos un capitán que grita cuando ya no le queda voz y un arquero que se ganó la titular. Que fue la tragedia del Chicho Arango lo que le dio el empate a Millonarios en Ibagué. Que casi no entramos a los ocho y que, mira tú, ahora estamos en la pelea. Te diría que aprendí que los equipos son tradiciones y que las formas de juego se respetan y te respondería, por fin, que yo saldría a atacar en cualquier cancha, y que los penales son azar y destreza, y que el azar, como la destreza, se cultivan. Te diría que Gamero lleva sus vírgenes a todas partes, con la misma fe con que aprieto mi mano, acariciándote, antes de cada partido. Y tal vez, lo último que podría decirte es que debo dejarte ir para comprender que nunca te irás.
Felices setenta y cinco años, Millonarios del alma.