
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hasta dormido hablaba de fútbol, recordaba su madre, doña Raquel Afanador, casi ocho años atrás, cuando Jorge Luis Pinto acababa de ser nombrado director técnico de la selección de Colombia, un viejo anhelo que se le había roto en infinidad de ocasiones porque había gente, periodistas que no lo querían; porque los directivos no se atrevían a nombrarlo, porque los jugadores le tenían una especie de temor, pues, decían, Jorge Luis Pinto era muy exigente. A finales de 2006 Pinto fue anunciado con rimbombantes palabras como entrenador de Colombia, luego de haber obtenido el torneo nacional con el Cúcuta Deportivo. Tres años más tarde rompía en mil pedazos su contrato. La prensa, algunos jugadores y los resultados lo llevaron a renunciar. Como antes, como siempre, había sido fiel a sus principios y no iba a seguir jugándoles el juego a quienes le imponían condiciones con las que no estaba de acuerdo.
Así fue Pinto casi desde que nació. Uno de sus primeros recuerdos fue cuando cumplió cuatro años. Lo disfrazaron de José Antonio Galán para una velada de comparsas en su colegio, el San José de Guanentá de San Gil, Santander. Galán había combatido contra los españoles en la segunda mitad del siglo XVII, y fue asesinado por ellos en 1782. Su cuerpo terminó diseminado por plazas y calles para que el pueblo escarmentara. Tiempo después su ejemplo y sus palabras fueron esenciales para las insurrecciones que acabaron con la declaración de Independencia. Pinto jamás olvidó la historia. La repitió una y otra vez, como una especie de talismán que necesitaba en los momentos difíciles. La vida de Galán, sus luchas, su rebeldía, le daban fuerza. Su proceder lo dignificaba. Además, solía comentar, Galán fue uno de los heroicos antepasados de su madre. Sangre de su sangre.
A José Antonio Galán y sus ideales se aferró cuando se tuvo que ir de la selección de Colombia por la puerta de atrás y, luego, cuando lo designaron como el nuevo entrenador de Costa Rica. A Galán se aferró muchos años atrás, en los 80, cuando denunció las artimañas extradeportivas de Luis Augusto García durante los negros campeonatos de entonces, cuando las mafias manejaban los resultados, cuando decenas de jugadores, árbitros y periodistas se les vendieron por unos cuantos puñados de dólares. Pinto dirigía a Independiente Santa Fe. García, a Millonarios. Eran sol y sombra. Los viejos principios de Galán, contra las nuevas normas de los nuevos ricos. Ganó el dinero. Millonarios dejó en el camino a Santa Fe y, por supuesto, a Pinto. Los tribunales de justicia del fútbol colombiano dejaron que el caso se dilatara. Ignoraron las pruebas que Pinto les había enviado y miraron hacia otro lado.
Pinto se dedicó un tiempo a dictar charlas en distintas universidades y claustros. Hablaba de fútbol y más fútbol. Recordaba que de niño invitaba a su casa de San Gil a los compañeros de la escuela para jugar un fútbol de mesa que él se había inventado. Ellos pedían ser delanteros, o arqueros, o defensas. Incluso, se aventuraban a dar nombres. “Soy Rivelino”, “soy Bobby Charlton”, “soy Teófilo Cubillas”, decían. “Soy Pelé”, se peleaban. Él no decía nada. No elegía ni posición ni ídolo. Cuando finalizaban las discusiones anunciaba que sería el técnico del equipo. En aquellas charlas universitarias ofrecía su versión sobre el fútbol moderno, en el que todos los jugadores tenían que estar comprometidos con la consecución del balón y con la óptima distribución del juego. Sin esfuerzo y entrega no hay posibilidad de triunfo, aclaraba, y entre lección y lección, evocaba que se había dejado el bigote para que los futbolistas, sus dirigidos, lo creyeran mayor.
Ayer nada más, el pasado 10 de septiembre, apareció en las primeras planas de los principales diarios deportivos, y en los noticieros y en las páginas web, sin aquel característico bigote. Celebraba como un niño la clasificación de Costa Rica a la Copa del Mundo de Brasil. A los 60 años, y después de tantas y tantas derrotas, declaraba que haber llevado a una selección a un mundial era el sueño de toda su vida, mientras veía la enloquecida celebración de sus jugadores. Sin bigote, tal vez para que ahora lo vieran más joven, sentenciaba que el triunfo era una consecuencia del trabajo, y anunciaba que estaría en Brasil. Había ganado con sus armas, con sus viejas y queridas armas. Con el legado de Galán, con el temperamento de los convencidos, con la fe de la disciplina.