“Hacer un pase alegra el corazón”: Dragoslav Sekularac

El ex jugador yugoslavo demostró que en el fútbol también se puede ser feliz sin anotar goles. Esta es la historia del hombre que fue declarado como el mejor futbolista del Mundial de Chile en 1962 y que falleció el pasado sábado.

Camilo Amaya
07 de enero de 2019 - 03:00 a. m.
Archivo El Espectador
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Ya había llamado la atención en el Mundial de Suecia 58, en el que jugó tres partidos con Yugoslavia, pero fue cuatro años después, en Chile 62, cuando despertó el interés de la prensa, de los aficionados y de los demás jugadores. La cabeza levantada, el torso erguido y la mirada al horizonte. Esa era su posición natural cuando llevaba la pelota, una postura rígida para otros, pero habitual para él. Y así era veloz, fuerte, eficaz, sobre todo. Dragoslav Sekularac, sus pies pequeños, sus piernas cortas, sus movimientos acelerados, su temperamento en la cancha y su hidalguía, también su soberbia. Por eso fue catalogado como el mejor de esa Copa del Mundo, por encima de otro incomprendido, de otro con locura cuerda que levantó la copa Jules Rimet: Garrincha.

Se ganó la vida pateando la pelota, hablando de fútbol, emborrachándose mientras discutía cuál había sido su mejor gol, su mejor partido, el mejor rival que había enfrentado. Porque en eso terminó todo: en jugar y brillar para después tertuliar con la bebida al lado. Era la manera de sobrellevar la soledad aunque siempre estuviera acompañado de varios, porque en el interior, como lo dijo en varias oportunidades, era una persona solitaria.

En ese Mundial de Chile 62 disputó seis partidos, incluyendo la goleada 5-0 ante Colombia el 7 de junio, y se destacó, más que todo, por no tener avaricia con el balón, por pensar en el bien colectivo y no en el individual. Y prueba de eso fue que no marcó goles a pesar de tener varias opciones, como por ejemplo en la victoria 1-0 sobre Alemania Occidental, cuando pudo rematar con claridad a la portería de Wolfgang Fahrian, pero prefirió cederla a Vladimir Kovacevic, quien desperdició lo que hubiera sido el 2-0.

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Dragoslav no toleraba un segundo de mal fútbol, tampoco las injusticias, y, por ende, no controlaba sus impulsos. Por eso fue normal, para muchos, que cogiera a trompadas a un árbitro de la liga de su país por una infracción que no fue, el detonante luego de que lo molieran a patadas sin que el central hiciera sonar el pito para hacer justicia. Y lo suspendieron un año y medio cuando hacía parte del Estrella Roja, club con el ganó cinco títulos locales, el mismo con el que debutó a los 17 años tras una prueba de habilidad que hizo con un traje ministerial, de pantalón largo y saco, y camisa almidonada, vestimenta con la que dominó el balón sin dejarlo caer durante cinco minutos en un terreno fangoso que le ensució sus zapatos negros bien embetunados.

Y luego se fue a jugar a Alemania gracias a la grandilocuencia de las hazañas en su país natal, y después terminó en la naciente liga de los Estados Unidos antes de volver a Yugoslavia para integrar el OFK de Belgrado. Y se dio cuenta de que con el fútbol podía viajar mucho más, conocer y hablar con la gente sin la necesidad de comenzar una conversación. Y aceptó el llamado de Toza Veselinovic para venir a Colombia, a Santa Fe más exactamente, con la idea de ganarse unos cuantos dólares, volver a ser una estrella, recobrar las sensaciones y volver a ser ese “pájaro que ninguna defensa podía atrapar”, como lo calificó el escritor uruguayo Eduardo Galeano en pleno Chile 62, la cúspide de su carrera.

En el cuadro cardenal fue la base del sistema que quiso implementar Veselinovic, el del trabajo físico, el de ser primero un atleta antes que un futbolista, el de tomar el juego como una profesión. Y Sekularac era utilizado como ejemplo para que otros entendieran los movimientos, para que vieran cómo manejaba ambas piernas con destreza, para que comprendieran que el deporte mismo tenía un trasfondo, un sentimiento, una entrega constante. En su debut, frente a Millonarios, generó un silencio que se convirtió en aplausos de los asistentes al estadio El Campín cuando dejó pasar la pelota entre sus piernas para quitarse la marca de sus rivales y salir a correr a sus espaldas. En otras palabras, se autohabilitó sin necesidad de tocar el balón.

Las fiestas en su casa y el tomar alcohol sin pudor hicieron que su fama de fiestero desenfrenado aumentara, pues a los buenos jugadores no se les permitía (como ahora) expresar el júbilo de esa manera y debían ser buenos siempre, en todo contexto. Entonces se dedicó a jugar bolos en las tardes en el emblemático Bolívar Bolo Club de Bogotá, en la Avenida Caracas con calle 25.

Y allí lo cogía la madrugada, mejorando su puntería, tratando de descifrar cada día la forma de tumbar todos los pines. Allá lo fueron a buscar en 1972 para que disputara el torneo del Olaya Herrera con el equipo Fotorres luego de terminar la temporada con Millonarios. En principio le ofrecieron $5.000, pero aceptó por $8.000. Y por él fue que las tribunas del escenario al sur de Bogotá se llenaron, por verlo llegar con la vestimenta de un actor de cine, con las gafas de sol de una estrella de rock y rodeado de la gente. Porque siempre, a su alrededor, hubo gente, pues su carisma encantaba, su espontaneidad atraía, era una especie de imán social.

Ese mismo año tuvo un paso efímero en el América de Cali, club del que lo sacaron por golpear al argentino José Antonio Plá en un encuentro contra Millonarios. Según él, no aguantó la displicencia de sus compañeros, el que no le tocaran la pelota y dejó la cancha luego del acto de indisciplina. “Yo organizo el juego del equipo, no hago goles, entonces si no me tienen en cuenta no puedo hacer nada y eso me desespera porque cuando entro a una cancha es a hacer algo”, dijo cuando le preguntaron por el incidente.

Ya después vino su paso por el Bucaramanga, por el París Football Club de Francia y el Serbian White Eagles de Canadá antes de retirarse en 1975 con 38 años y dedicarse a la dirección técnica, a enseñar desde afuera lo que aprendió dentro del terreno de juego. El “Pelé blanco”, como lo llamaron y apodo que le incomodaba mucho, murió a los 81 años luego de una vida en la que su misión siempre fue dar pases, porque, como él mismo dijo: “Hacer un pase tranquiliza el alma y alegra el corazón”.

@CamiloAmaya

 

Por Camilo Amaya

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