La otra copa que se juega Rusia

Exhibir un buen fútbol o avanzar en su grupo es casi anecdótico si se compara con el objetivo marcado por el gigante euroasiático: cambiar la imagen de ese país ante el mundo.

Iván Andrés Gutiérrez
04 de junio de 2018 - 07:42 p. m.
La Copa del Mundo ya está en Moscú. / AFP
La Copa del Mundo ya está en Moscú. / AFP

Apenas llegar a la terminal 2 del Sheremétievo, uno de los tres aeropuertos internacionales que tiene Moscú, la sensación que atropella a los sentidos es la de haber aterrizado en una grieta del tiempo, donde la Rusia moderna lucha por abrirse paso entre la Rusia imperial. Edificios levantados hace siglos con ladrillos cocidos al sol y bloques de piedra se ven reflejados hoy en los ventanales de los nuevos rascacielos que simbolizan la grandeza que ha perseguido por siempre el país más extenso del mundo.

Caminar por Moscú es perderse en un laberinto de calles y andenes anchos, y de fachadas gigantes que parecen murallas. La señalización pública y los nombres de las tiendas y comercios pocas veces están escritos en un idioma que no sea el ruso. De no ser por la eme – eso sí, más pequeña que en otros países- el letrero de McDonald’s, por ejemplo, no se reconocería en la caligrafía rusa: Макдоналдс.

La capital escenifica un culto al pasado, pues las innumerables estatuas expuestas a lo largo de las principales avenidas y parques recuerdan a quienes han hecho grande a esa nación, de una forma u otra. Se pueden apreciar las figuras monumentales de personajes como Vladímir (el príncipe que cristianizó a Rusia en 988), Dmitri Mendeléyev (creador de la tabla periódica), Lev Yashin (mítico portero apodado “La Araña Negra) y hasta Mijail Kalashnikov (inventor del fusil de asalto que lleva su nombre).

A diferencia de otras ediciones en la que los anfitriones se preparan para organizar y ganar el Mundial, Rusia se puso como objetivo dar la imagen de una nación moderna, abierta y lejos del cliché del espionaje y la guerra fría. Y el torneo es un traje hecho a la medida. Durante un mes Rusia quiere lavarse la cara y sonreírle de nuevo al mundo.

En un mensaje de amistad, la selección rusa interrumpió el entrenamiento del jueves pasado  para posar ante la prensa con las camisetas de los otros 31 países participantes. Actos como éste van más allá del fútbol. Es una cuestión de imagen y de Estado. Medios de comunicación de todo el planeta, los más de millón y medio de turistas extranjeros que se esperan y las personalidades más mediáticas de todos los rincones serán testigos del evento al que el presidente Vladímir Putin se volcó desde hace casi una década. El mandamás del Kremlin ha destinado más de 10.800 millones de dólares para organizar el Mundial más caro de la historia.

El entrenador ruso, Stanislav Cherchesov, además de intentar llevar a su equipo más allá del Grupo A (Arabia Saudí, Egipto y Uruguay) o hasta donde su estilo rudimentario le alcance, cumple las funciones de embajador en un gremio casi tan poderoso e influyente como el político: el del fútbol. No en vano, en sus declaraciones públicas se muestra alineado con la causa. “Hay que venir a Rusia con el corazón abierto”, comentó en la web de la Fifa semanas antes de que se conociera el lema que llevará el anfitrión escrito en el bus oficial: “Juega con el corazón abierto”.

Por estos días, el clima primaveral ofrece un paisaje difícil de imaginar durante casi medio año –de noviembre a marzo- cuando el cielo ruso es gris y cerrado, y sus bajas temperaturas son conocidas como el “General Invierno”. Para cuando ruede el balón en el Luzhniki Stadium de Moscú, el próximo 14 de junio (Rusia vs. Arabia Saudí) en el partido inaugural, el país vivirá una doble transición: de la primavera al verano y de ser una nación enamorada de sí misma a una que enamora al resto del mundo a través de la fiesta del fútbol.

 

 

 

Por Iván Andrés Gutiérrez

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