La recuperación de Juan Fernando Quintero

El futbolista antioqueño es la figura de River Plate de Argentina. Esta es la historia del joven que ha tenido que luchar desde muy pequeño para ser futbolista.

Camilo Amaya
25 de febrero de 2019 - 09:40 p. m.
River Plate
River Plate

Juan Fernando Quintero no era consciente de sí mismo cuando su papá, Jaime Enrique, fue a presentarse al Ejército para obtener la libreta militar. Un mejor trabajo, uno de verdad, más dinero, otra vida para su hijo. Dicen que lo vieron por última vez en la IV Brigada de Medellín el 1° de marzo de 1995. Al día siguiente llamó a su casa para avisar que sería trasladado a la región del Urabá, a la  Brigada XVII de Carepa. El 4 de marzo, según la comandancia, fue devuelto a la capital antioqueña por pegarle a un superior con una botella, además de desgarrarle el uniforme. La historia medianamente conocida, la que quedó registrada, relata que el insolente recluta llegó esa noche a la capital antioqueña. La otra versión, la de muchos, es que el hombre, erguido y solemne ante la mala autoridad, fue encerrado en un cuarto por su acto de altanería y después sacado de la base en un carro para no ser visto nunca más.

Lo anterior sirve para entender cómo Quintero tuvo que convertirse en hombre siendo aún un niño. Cómo asumió responsabilidades de adulto cuando apenas lograba deducir, sin necesidad de una explicación, lo que le había pasado a su padre. Cómo se convirtió en el soporte de una madre afectada ante la contrariedad, de una estilista que intentó de todo una y otra vez, para seguir viviendo.

Le pusieron Juan Fernando por un primo materno, noble, juicioso y altruista, con la intención de que esas cualidades trascendieran y guiaran su camino. Lina Paniagua tenía 17 años cuando dio a luz en el Hospital General de Medellín. Jaime Enrique, 23. El talento de pegarle a la pelota fue algo de genes, pues su papá también tenía la habilidad de hacer del balón una extensión de su cuerpo. Fue un alumno aventajado en el equipo Alcaldía de Envigado. Entrenó, con 14 años, con los que tenían 17, con una naturalidad en la que primaron la intuición, las ganas de divertirse, la astucia, la viveza que otros de su edad no mostraban. “No, yo vi que el arquero se me lanzó y, pues, yo me tiré”, dijo en su primera entrevista en un PonyFútbol en la cancha Marte, cuando no tenía pena del micrófono, cuando lo emocionaba ser alguien famoso.

La madurez le permitió figurar, incluso ante los obstáculos, como su estatura, algo irrelevante en este deporte, pero primordial para algunos entrenadores. “Me llamó llorando y me contó que no lo habían escogido porque era muy pequeño, que las personas de su estatura sólo servían para ser médicos y vigilantes, no futbolistas”, rememora su madre sobre el día que se quedó fuera de una convocatoria de la selección de Colombia cuando ya tenía 16 años. Envigado y sus ojeadores, siempre con mirada de águila, vieron el potencial, su pierna izquierda, su manera de llevar el balón como si tuviera un imán en el pie.

El club le pagó el arriendo de la casa, el colegio también. Validó el bachillerato, en el Indecap y cumplió con todo lo que le pidieron para que lo dejaran jugar, para que contaran con él. Debutó como profesional el 6 de marzo de 2009, en la victoria 2-1 de Envigado sobre Independiente Medellín. Estuvo en cancha 21 minutos y fue reemplazado por Carlos Álvarez.

Un año después, ya siendo titular habitual, Germán Mera, un defensor rústico por ese entonces en Deportivo Pasto, no toleró una jugada de calidad y como un toro bravío fue por él en el aire y le quebró el peroné. La mímica habitual del futbolista hizo dudar de la gravedad de la entrada; la retirada en camilla y las lágrimas de Juan Fernando, no.

Una varilla incrustada en el hueso fracturado, el dolor físico, el emocional, y el no poder estar con la selección sub-20 para el Suramericano de Perú (2011). Quebrantado y abrumado, asumió de manera insólita lo que tenía que asumir. No refutó, tampoco se quejó y en cuatro meses se recuperó. Nunca fue rencoroso, aún hoy no lo es. Prueba de esto fue la llamada que le hizo Mera para disculparse por la brutal entrada a alguien con un futuro enorme y una gran proyección.

Ya después vino su exitoso paso por Atlético Nacional y su salida al Pescara, club de una ciudad pequeña a una hora y media de Roma. Su llegada al Porto de Portugal, su gol a Costa de Marfil en el Mundial de Brasil, el llamado a ser el reemplazo de James Rodríguez en el equipo luso, el interés de grande equipos de Europa, como el Arsenal de Arsene Wenger, una institución especialista en fichar a los grandes talentos del mundo. Sin embargo, ese ascenso repentino lo obnibuló por momentos.

Dejó de ser titular, terminó en Francia, en el Rennes, para luego desembocar en la segunda división del fútbol de ese país, en un equipo en el que no tuvo aspiraciones, con el que solo jugó un partido y para el que ya estaba quemado. Que ahora quiere dedicarse a la música, que solo se la pasa en fiestas, que le va a apostar a su faceta de reguetonero, los rumores que crecieron en Europa y que lo hicieron volver a Colombia, a recuperar su esencia, a recobrar las ganas de vivir, de jugar al fútbol. Independiente Medellín se la jugó por él. “Es el momento para retomar el camino y recuperar sensaciones. Allá no tenía ganas de nada”, dijo apenas firmó como nuevo jugador del conjunto poderoso.

Y brilló otra vez en el fútbol colombiano y eso hizo que firmara con River Plate, club que fue para él como un bálsamo de nueva vida, con el que se ganó un llamado para jugar el Mundial de Rusia, con el que alcanzó uno de los logros más importantes de su carrera: ganar la Copa Libertadores frente a Boca Juniors, el rival de siempre (ese día marcó un golazo en el Santiago Bernabéu). 

Ahoro, con la confianza de Marcelo Gallardo, es el eje del club Millonarios, es el hombre más importante del equipo aunque todavía conserve ese rostro de niño pícaro. Quintero es el encargado de buscar que haya asombro donde otros, simplemente, encuentran la costumbre.

@CamiloGAmaya

Texto publicado en enero de 2018.

Por Camilo Amaya

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