Diego Armando Maradona o la desaparición de los rituales

El fallecido astro argentino era quizás unos de las últimas conexiones con lo humano para millones de personas. Su carácter comunitario no se se podía medir por likes.

Truman Percales, especial para El Espectador
01 de diciembre de 2020 - 12:16 a. m.
En la primera casa de Diego Armando Maradona en la provincia de Buenos Aires se montó un altar improvisado.
En la primera casa de Diego Armando Maradona en la provincia de Buenos Aires se montó un altar improvisado.
Foto: EFE/ Enrique García Medina

Los rituales dan sentido a la vida, nos explica Byung-Chul Hang en su último ensayo filosófico. En un mundo donde la simbología que ha configurado el orden y los valores tradicionales está diluyéndose en esa sustancia líquida a la que llamamos progreso, el fútbol de toda la vida, el fútbol de nuestros abuelos, es uno de esos pocos reductos que aún se alimenta de profundas raíces comunitarias, esas que se transmiten desde la sangre a las emociones, escapando de las lógicas de los algoritmos, del Big Data y de los biempensantes.

El fútbol y sus pasiones son, ante todo, una suerte de ritual que se hereda de padres a hijos, de nietos a abuelos. En ese sentido, Diego Armando Maradona ha sido el último representante de ese ritual sagrado del fútbol. Ha sido el peso de la tradición futbolística, y todo lo que esta significa, el elemento diferenciador que ha convertido a Maradona en un icono de la cultura popular. Maradona es parte de la historia de nuestras vidas, como lo son Los Rolling Stones.

En un mundo donde lo social (lo artificial) y lo económico (lo material) han destruido la connotación de lo humano (lo auténtico) y todo lo que lo humano contiene (los miedos, las contradicciones, el error, los sentimientos), resulta interesante observar como expresiones de afecto como las que la gente corriente ha dado al mito, son consideradas obscenas y propias de las masas asilvestradas y analfabetas. Es la arrogancia miope que hoy envuelve al pensamiento único de la intelectualidad, absolutamente desconectada del mundo terrenal.

En una sociedad en donde hemos prostituido el uso del tiempo, sometiendo cada segundo al botón del “update”, el shock colectivo que ha supuesto la partida del mejor futbolista de todos los tiempos contiene un mensaje. Es como si la tradición, también la futbolística, menospreciada en la actual sociedad de lo inmediato, estuviera agarrada a la magia imperecedera del Pelusa y se negase a sucumbir a la fuerza de los tiempos. Las figuras mediáticas del fútbol y de la vida pública en general de hoy, no representan, en el fondo, a ninguna comunidad. A ninguna tradición. Son solo marketing en nombre propio. No tienen ningún sabor. La cultura de las redes sociales donde se presentan los aspirantes a la fama y al éxito en forma de futbolistas, de youtubers sin oficio ni beneficio o de politicuchos, solo generan una falsa autenticidad, pura pornografía individualista, mostrándonos solo aquello que queremos que se vea. La conexión con lo humano, que es lo que representaba Diego Armando para millones de personas, no se podía medir por likes. Lo humano se siente solo en el pecho, en el corazón.

Por ello, las historias de éxito de Diego Armando Maradona en el San Paolo de Nápoles o con la albiceleste (la verdadera guerra de las Islas Malvinas la ganó Argentina en México 86 con la famosa Mano de Dios) son metáforas que le han dado sentido a la vida de las comunidades a las que el mito defendió a muerte. Entregó su vida a las causas en las que estuvo inmerso. Y venció. Diego Armando Maradona fue el estandarte de la comunidad a la que sirvió, a la que hizo feliz, a la que hizo llorar hasta el ahogo. Su fútbol unió y generó identidad y un orgullo colectivo allí donde no había nada o donde solo había estigma. Su exitoso paso como técnico por los Dorados de Sinaloa en México es un buen ejemplo en este sentido. Es curioso, porque en el fútbol del mito, cuesta vislumbrar el egocentrismo y el individualismo como señas de identidad. Todo lo contrario de las características que impregnan la sociedad y el fútbol de hoy. Por eso no se le olvida. No es un mensaje menor en los tiempos que corren, donde el éxito efímero e irrelevante se eleva a la categoría absoluta con demasiada facilidad, en cualquier disciplina.

La religiosidad es un elemento central en los rituales y en el carácter imperecedero de los mismos, nos dice Byung- Chul Han. Los estadios donde Diego Armando Maradona generó su magia, La Bombonera en Buenos Aires o San Paolo en Nápoles, que será rebautizado con su nombre próximamente mandando al santo de la ciudad al banquillo, trascienden lo futbolístico. Son templos donde hoy se va a rezar por el alma del 10. Contienen la mística de su ritual y son referentes espacio-temporales, que han crecido y se han desarrollado al run run de las noches y las celebraciones multitudinarias que él orquestó. La gente verá siempre en su imaginación al Diego gambeteando por la pradera. En las entrañas de sus tribunas sobrevolará eternamente su forma de hacer las cosas, como nadie las había hecho antes y como nadie las volverá hacer, y sus hazañas permanecerán en el recuerdo con una intensidad tan fuerte, casi como la propia vida, la muerte, la tragedia o la esperanza de quienes lo veneraron. Solo hace falta darse un paseo por los barrios de La Boca o el Quartieri degli spagnoli para entender el fenómeno sociológico, más vigente que nunca.

Porque Maradona es familia y la familia es sagrada aún para mucha gente, por suerte. El viaje futbolístico del mito forma ya parte de la memoria celular de quienes lo vivieron todo en primera persona, pero también de los hijos y los nietos de estos, los cuales han abrazado la vida de Diego como se abraza la de un familiar, con sus alegrías, con sus penas y sus miserias. Diego Armando Maradona, El Pelusa, es patrimonio de la comunidad y esta solo puede devolverle el afecto con la fuerza de los sentimientos limpios y puros: el agradecimiento eterno y el amor incondicional.

Por Truman Percales, especial para El Espectador

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