Messi en Nápoles, la ciudad de Diego

Han pasado 36 años desde el arribo de Maradona, pero su legado seguirá intacto. Un tipo que fue capaz de decir lo que todos sabían y ninguno había sido capaz. En una tierra que no era suya, pero que volvió suya.

Thomas Blanco- @thomblalin
25 de febrero de 2020 - 12:00 p. m.
Messi en Nápoles, la ciudad de Diego

Este martes, por la ida de los octavos de final de la Champions League, Messi y su Barcelona visitan un lugar especial: Nápoles, la ciudad de Diego. El fortín del otro astro argentino con quien siempre fue comparado. Han pasado 36 años desde el arribo de Maradona, pero su legado sigue, seguirá, impermeable ante el rigor del tiempo. Un tipo que fue capaz de decir lo que todos sabían y ninguno había sido capaz. En una tierra que no era suya, pero que volvió suya.

El mejor jugador del planeta aterrizó en Nápoles en 1984, un modesto club sin títulos del sur de Italia. Pero llegó con una mochila pesada: los constantes escándalos en sus dos temporadas en el Barcelona, una ciudad que le presentó, por primera vez, la cocaina. Donde sacaba su llave, recogia con la punta y esnifaba, una y otra vez.

La turbulencia también lo salpicó dentro de la cancha. El detonante de su partida fue en una final de Copa del Rey ante el Athletic de Bilbao el 5 de mayo de 1984. La prensa, amarillista como siempre, empañó la previa, le metió calentura al ambiente: Andoni Goikoetxea, meses atrás, le había fracturado el tobillo izquierdo y alejado de las canchas por más de cuatro meses. Especulaban con sed de venganza del argentino, así fue.

El Barcelona cayó 1-0 y apenas se escuchó el pitazo final del juez central, el mundo atestiguó una de las peores batallas campales en la historia del fútbol. Inmortalizada por el rodillazo de Maradona a Miguel Ángel Sola que lo dejó noqueado, apagado en el césped. El saldo: tres meses de sanción para el argentino y un adiós prematuro del cuadro catalán.

Ese fue su espejo retrovisor en Nápoles, un lugar que le dio una segunda oportunidad. Que empezó a conquistar del todo el 3 de noviembre de 1985 con uno de los mejores goles de tiro libre de todos los tiempos: que significó el triunfo 1-0 del Napoli ante la Juventus de Platini, que llegaba con ocho victorias al hilo. Una falta indirecta dentro del área en la que el balón superó la barrera y se metió en cámara lenta y de forma quirúrgica en el ángulo.

Una victoria ante un conjunto grande que dejó un sabor especial, una revancha especial en Nápoles: ciudad que se sentía tan discriminada y opacaba por el resto de Italia. La inyección anímica final para que Diego se saltara los protocolos, las maneras obtusas de todos, y soltara desde el sur unas palabras que causaron un terremoto político en el resto de Italia.

Se sentó en un sofá, se puso cómodo y disparó su bomba en el popular programa de televisión La Domenica Sportiva. Porque lo suyo nunca fue ser pecho frío. "En Italia hay racismo y no es contra los negros. Es contra los napolitanos. ¡Una vergüenza!", unas declaraciones que prendieron la chispa nacionalista en una ciudad acostumbrada a ser dócil, a callar, a caminar con mirada al suelo. Maradona, caudillo foráneo que se apersonó del despertar de Nápoles. Y sus palabras, de repente, se volvíeron decretos. Y su poder, también, más robusto que el de los políticos.

Tanto que puso a Nápoles a apoyar a Argentina en los mundiales de fútbol. El primero: México 1986. Cuentan que la victoria 3-2 de la albiceleste sobre los alemanes en la final desencadenó en una de las fiestas más recordadas en la historia de la ciudad. Celebraron el título como propio.

Y así, en la misma estela, cuatro años después, en su Mundial, o mejor dicho, el de Italia, la de los demás y no de ellos, se presentó un escenario inesperado, de cine.

Argentina e Italia se cruzaron en las semifinales. ¿El epicentro? Nápoles. Y empezaron las campañas políticas para que la ciudad del sur apoyara a su país. Esfuerzos inútiles: el estadio San Paolo fue una caldera y apoyó a la nación de Maradona.

Empate 1-1 en los 120 minutos, penales. Goycoechea atajó dos y Diego acomodó la pelota y se paró a cobrar el definitivo: la mandó al fondo y eliminó a esa Italia racista de su propio mundial. Un guion que es considerado como uno de los sucesos más pintorescos en la historia del deporte. El día en que Diego partió Italia en dos.

El último capítulo tuvo lugar cuatro días después en la final en el estadio Olímpico de Roma. Se la cobraron: chiflidos ensordecedores en los himnos de Argentina. Y el recordado: "¡Hijos de puta, hijos de puta!", de Maradona cuando lo enfocaron las cámaras. Con un penal discutido, los germanos ganaron 1-0 y se consagraron campeones mundiales. Uno de los golpes más duros de la carrera del astro argentino, que nunca volvió a ver a Italia con los mismos ojos. Y él tampoco volvió a ser el mismo: el desorden volvió a ser el estado autoritario de su vida.

El 17 de marzo de 1995, por la fecha 25 de la Serie A, dio positivo por cocaína. Otra sanción: 15 meses. A media noche se sentó en su convertible y se fue para siempre, físicamente. Aterrizó en Buenos Aires, y dos semanas después de su ostracismo, la policía allanó su apartamento. Todos saben lo que encontraron. Fue detenido, pagó una fianza de 20 mil pesos y tuvo que someterse a un tratamiento de rehabilitación. La historia de Diego con Nápoles, su ciudad, llegó a su punto final.

En los papeles quedaron los 115 goles y 77 asistencias que repartió en 259 partidos. O los dos títulos de Serie A (1987 y 1990). O la Europa League que ganó en 1989. O incluso la Copa de Italia 1987 y la Supercopa de Italia 1990 que agregó a su palmarés con el elenco napolitano.

En las calles quedó para siempre: en los murales, en los restaurantes, en las esquinas. Pero sobre todo, en la memoria colectiva de una ciudad que entendió gracias a él que las cosas tenían que cambiar. Esa es la ciudad a la que deberá enfrentar hoy Lionel Messi en el duelo entre Barcelona y Napoli por la ida de los octavos de final de la Champions League, terreno de Diego.

Thomas Blanco Lineros- @thomblalin

Por Thomas Blanco- @thomblalin

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