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Opinión: Oda al River de Gallardo

Esa eliminación tan inesperada, tan dolorosa, con el Palmeiras, irónicamente, pareció la cúspide de este River.

Manuel Rodríguez Lloreda, especial para El Espectador
20 de enero de 2021 - 02:00 a. m.
Marcelo Gallardo dando instrucciones al colombiano Jorge Carrascal, cuya infantil expulsión en el primer partido fue definitiva en la eliminación ante Palmeiras.
Marcelo Gallardo dando instrucciones al colombiano Jorge Carrascal, cuya infantil expulsión en el primer partido fue definitiva en la eliminación ante Palmeiras.
Foto: Agencia AFP

“River va a recuperar su historia” fueron las palabras de Marcelo Gallardo por allá en el 2014, recién llegado a Buenos Aires. Una promesa que parecía imposible, pues en esa época Gallardo era un entrenador sin mucha experiencia. Ídolo del club, sí, pero apenas probado en el banquillo técnico. Tomó las riendas de un equipo hundido, con el orgullo abollado y con una necesidad imperiosa, desesperada, de recomponer el camino y dejar atrás el fatídico episodio del descenso lo antes posible.

Lo que vino después es difícil de explicar. Ni los más fervientes hinchas del club imaginaban la labor que haría Gallardo. Ninguno pensaba que cumpliría su promesa, que haría realidad esa frase de su primera conferencia de prensa.

Fue campeón de la Copa Sudamericana en su primer año, y en las siguientes seis temporadas consiguió 11 títulos, incluidas dos Copas Libertadores. Estableció una dominancia en Sudamérica que hace mucho no se veía, así como una marcada supremacía sobre Boca, el rival de toda la vida, a quien eliminó dos veces en competencias internacionales, y a quien, bien sabemos, venció en la final del mundo.

Lo de hace una semana por Libertadores, esa eliminación tan inesperada, tan dolorosa, con el Palmeiras, irónicamente, pareció la cúspide de este River. Es extraño decir que una derrota en semifinales de Copa sea el punto más alto de un proceso tan exitoso, pero el partido de River en Brasil fue brillante, maravilloso, casi perfecto.

La única forma de que el “Millonario” quedara eliminado en esa serie, de que no alcanzara una final que tenía en el bolsillo, era que sucediera exactamente lo que ocurrió: un partido de ida totalmente atípico, quebrado. Plagado de errores defensivos garrafales, lleno de mala suerte, y condicionado, claro, por la expulsión de Carrascal.

El partido de vuelta estuvo más en línea con lo que esperábamos: un River totalmente dominante, casi imparable, lleno de mística y rezumando esa jerarquía gallardiana que ha ido acumulando a lo largo de los últimos años. El análisis de ese juego en Sao Paulo no puede ser futbolístico. Consiste más en averiguar a quién le rezaron en el entorno del Palmeiras. River pudo ganar cinco o seis a cero, pero la pelota no entró. Tan simple y tan complicado como eso. La imagen que dejó el equipo, sin embargo, hambriento, intimidante y demoledor, quedará grabada por siempre en la imaginación colectiva del fútbol latinoamericano.

Tal vez la mayor virtud del River de Gallardo a lo largo de estos años ha sido que juega siempre como quiere. “Impone condiciones” —como dicen los que saben— frente a cualquier rival, en cualquier instancia de cualquier torneo. Gane, empate o pierda, este River controla siempre la pelota y el partido, sea en el Monumental, en La Bombonera o en el Maracaná.

Tras la derrota frente al Palmeiras se hizo evidente una particularidad adicional de este equipo. Este River, en instancias en las que parece muerto, responde siempre. Tiene un nivel de resiliencia, un grado de rebeldía ante la adversidad que es incomparable en el mundo del fútbol de hoy, y que hace rato no se recuerda en el continente. Para cualquier rival de River, sea el que sea, no hay ventaja que valga, no hay escenario posible que garantice una victoria. Cualquiera que sea el reto, los de Gallardo siempre se acercan a la hazaña. Ponen contra las cuerdas a su adversario, lo exprimen por noventa o cien o ciento veinte minutos, hasta que la suerte sea el único factor capaz de prevenir una proeza.

Fue lo que vimos en la semifinal. Un Palmeiras que tenía etiqueta de equipazo pareció un club amateur de segunda división. Y así como se le ha dado su mérito a Gallardo, no está de más ser críticos con Abel Ferreira, el entrenador del conjunto brasileño. Palmeiras no fue equipo. Colgado del travesaño desde el primer minuto, agazapado y absolutamente congelado del miedo, incluso con un jugador más. No intentó un solo tiro a puerta. Totalmente consumido por la inmensidad de un River mitológico, jugó un partido patético, penoso, indigno de una franquicia de ese nivel, de una instancia como esta, de semifinal de Libertadores. Necesitamos más equipos como River en Latinoamérica. Menos como el Palmeiras.

No solo perdió River la semana pasada. Perdió el fútbol —el fútbol atrevido, arriesgado y propositivo—. Perdió el proyecto-imperio de Gallardo. Perdimos todos aquellos que nos enamoramos del camino de este equipo, de la dinastía que ha armado este club a partir de una buena dirección deportiva, un maravilloso entrenador y un espectacular grupo de jugadores.

Dice Juan Pablo Varsky que todo equipo, tarde o temprano, tiene que perder. Entonces lo importante, muchas veces, es la forma en que se sufre la derrota. Y así eligió perder este River. Con el pecho inflado y la cabeza en alto. Ese es tal vez el mayor mérito de Gallardo, que este lunes cumplió 45 años. Se habla de fin de ciclo. Es un rumor, nada más, pero si se da su salida, queda claro que no puede haber reproches. Ni de parte de los hinchas de River, ni de parte de los argentinos, ni de parte del mundo del fútbol. Gallardo cumplió su promesa. Recuperó la historia del club. Porque River, por segundo año consecutivo, no será el primero de Latinoamérica. Pero hace años es el mejor. Y con distancia.

@manrodllo

Por Manuel Rodríguez Lloreda, especial para El Espectador

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