Ronaldinho y la sonrisa que cambió el fútbol

El exfutbolista recibirá hoy un homenaje en el estadio El Campín de Bogotá (7:00 p.m.), en partido amistoso entre Santa Fe y Nacional.

Camilo Amaya - @CamiloGAmaya
17 de octubre de 2019 - 12:03 p. m.
Ronaldinho. / AFP
Ronaldinho. / AFP

Ese día no se encontró con la habitual sonrisa de su madre, Dona Miguelina Elói Assis dos Santos, sino con el fuerte abrazo de su hermano Roberto. Pero él, como lo confesaría muchos años después, sintió que el apretón no tenía el calor de siempre, que era frío. Y por eso lo invadió una tristeza que comprendió más adelante, cuando lo llevaron al baño y le dieron la noticia. “Papá murió”. Las palabras de Roberto lo impactaron como una ola, y no dijo nada, y hubo un silencio sepulcral que se rompió con la voz trémula del niño preguntando cómo había pasado. Joao Da Silva Moreira falleció cuando su hijo menor tenía ocho años. Se ahogó en la piscina de su casa. El dolor vino más adelante al ver a su mamá derrumbada, antes del abrazo de una mujer que denotaba su pena por el tajo de humedad que le atravesaba el rostro. “No hay que dejar de sonreír”, el único pedido que le hizo a un pequeño que ese día se sintió más pequeño ante la crueldad de la vida misma.

Quizá por eso Ronaldinho se refugió en el fútbol y tuvo como premisa, sin darse cuenta, que jugando podía hacer feliz a muchos, que podía apaciguar la pena y hacer todo más llevadero. Ronaldinho nació en Portoalegre y se crió en el barrio Vila Nova en una casa que ya no existe en la calle Jerolomo Minuzo 73 o que por lo menos está tan reformada que cuesta creer que algunas vez fue solo madera y techo de zinc, así como la vía bien pavimentada. El brasileño aprendió a jugar fútbol en el Campo de Periquito, un lugar que antes era pura arena y polvo, y donde ahora florece la hierba en algunos sectores.

Del niño crespo, magro y de piernas delgaditas solo perduró, con los años, la dentadura prominente, la picardía de una sonrisa contagiosa y la capacidad de hacer con el balón lo que otros no se atrevían. Primero en Gremio, club en el que también debutó su hermano, y después con la selección de Brasil, sobre todo en el Mundial Sub 17 de Egipto, donde fueron campeones.

El primer contrato publicitario de Ronaldinho fue a los 19 años con Nike, una marca que vio en él la capacidad de revolucionar el juego y, además, a los aficionados. Por ese vínculo, que perduraría durante toda su carrera, el brasileño cobró US$2.000 el primer año, después US$3.000 hasta que sus goles y sus buenas actuaciones hicieron que los ceros en el cheque aumentaran de manera desenfrenada. Ya luego vendría el viaje a París y el éxito con PSG, el interés de Barcelona y la gestión que hizo el equipo español por quedarse con él cuando otros clubes, como Manchester United, más poderosos y con más dinero, también lo querían.

De hecho, todavía es recordada la llamada de Jordi Pujol, presidente de la Generalidad de Cataluña, a Joan Laporta, máximo dirigente del cuadro blaugrana, para que hiciera todo lo posible por contratar al brasileño. “Lo necesitamos en nuestro equipo para que levante el ánimo de Cataluña y de las gentes, para que el fútbol nos una de nuevo en estos tiempos de crisis”. Y Laporta, siempre estratega, habló con la mamá del futbolista, apeló al sentimentalismo y a un discurso de heroísmo, y convenció a Ronaldinho de viajar a España. “Mandamos a uno de los nuestros para que lo recibiera en Madrid y lo trajera de inmediato. Su misión, más allá de estar con él, fue no dejarle prender el celular porque sabíamos que había gente del United tratando de contactarlo”.

Todo fue tan bien calculado, que la llegada de Ronaldinho a la capital catalana se dio mientras los ingleses iban en un avión para la gira de pretemporada en Estados Unidos. Ese golpe de astucia generó que en cinco años Barcelona fuera el club más popular del mundo gracias al él, que tuviera un superávit económico y que personas de todo el planeta pagaran mucho dinero para ver al mejor futbolista del mundo en el Camp Nou. “Fue una revolución en la ciudad, en Europa misma. Y lo que hacía en la cancha, como dejaba mal parados a los rivales es algo que no se volverá a ver”, reconoció en 2009 Juan José Castillo, quizá uno de los más cercanos al futbolista durante su periplo en España. El mismo Castillo fue el primero en notar, en la temporada 2007/2008, que el siempre confiado y sonriente Ronaldinho ya no disfrutaba del fútbol, que le costaba correr como los demás y que lo frenético de su juego había mutado a una pausa exagerada, a perder balones que antes controlaba. El brasileño se dio cuenta de que su vida ya no le pertenecía, que tener 50 personas detrás diciéndole qué hacer y qué no lo fueron acabando lentamente. Y si antes salía de fiesta tres días a la semana y marcaba tres goles el sábado, ahora el trajín de la noche lo hacía tener más interrogantes que certezas .

Después vino su salida para Milán y la nostalgia de perder al que se reía en un equipo en el que antes nadie lo hacía. Ronaldinho vivió dos años en Italia y, como era de esperarse, regresó a Brasil por la añoransa de no poder compartir con los suyos, por el arraigo a la tierra, también a la fiesta. Flamengo, Atlético Mineiro y Fluminense, con un paso efímero por Querétaro en México, lo último de uno de los jugadores más talentosos de la historia, del brasileño que supo retratar el buen fútbol y plasmar su vida misma y sus sueños en algo que para él no dejó de ser un simple juego: la pelota.

Por Camilo Amaya - @CamiloGAmaya

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