Accidente de Chapecoense: una lágrima al alba

Era la medianoche del 28 de noviembre de 2016. Estaba a punto de dormir y decidí revisar por última vez el celular. En Twitter se informaba que el vuelo 2933 de LaMia -donde viajaban 77 personas, la mayoría del Chapecoense, el equipo revelación que jugaría la final de la Copa Sudamericana ante Atlético Nacional en Medellín- había perdido contacto con la torre de control del aeropuerto José María Córdova y se desconocía su paradero.

Era la medianoche del 28 de noviembre de 2016. Estaba a punto de dormir y decidí revisar por última vez el celular. En Twitter se informaba que el vuelo 2933 de LaMia -donde viajaban 77 personas, la mayoría del Chapecoense, el equipo revelación que jugaría la final de la Copa Sudamericana ante Atlético Nacional en Medellín- había perdido contacto con la torre de control del aeropuerto José María Córdova y se desconocía su paradero.

En mi memoria no existía un solo suceso que me hiciera pensar que terminaría en buenas noticias la desaparición del avión. Temí lo peor. Enseguida recordé el accidente del Grande Torino, del 4 de mayo de 1949, o el del Manchester United el 6 de febrero de 1958, o el de The Srongest el 26 de septiembre de 1969.

Pasaba la medianoche y la angustia por conocer algún indicio sobre el paradero del vuelo y las vidas de las 77 personas no me dejaba dormir. Alcancé a saber que habían encontrado al avión en el cerro El Gordo –que después pasó a llamarse cerro Chapecoense para honrar la memoria de los fallecidos- y que habían encontrado a algunas personas con vida. Se solicitaba la ayuda de la población aledaña para seguir encontrando a los heridos y trasladarlos rápidamente a las ambulancias y centros hospitalarios. Dormía con algo de esperanza.

Abrí los ojos sobre las 8:00 de la mañana de ese 28 de noviembre. Mi papá y mi madrastra abrieron la puerta de mi cuarto. Con la voz quebrantada me dijeron que vieron las noticias y que la mayoría de los jugadores habían muerto en el accidente.

Algo se quebró también por dentro. Sentí que era mi equipo, que eran mi familia. Nunca estaremos preparados para asumir la muerte. Así sea esta la que nos hace humanos, jamás sabremos asimilarla, y menos de una manera tan abrupta e inesperada. Pensé en sus seres queridos, en sus hinchas, en las mismas víctimas y los segundos de desesperación por saber que su vuelo se iría al suelo sin saber si saldrían con vida. Una lluvia de ideas, preguntas e imaginaciones pasaron por mi cabeza mientras una lágrima al alba salía para reafirmar que el hecho por sí solo era doloroso, pero que al estar relacionado con el fútbol este convulsionaba aún más las pasiones y la tristeza.

Ese 29 de noviembre transcurrió con un duelo para el que muchos no estábamos preparados y que jamás habríamos imaginado al tratarse de un equipo de otro país, y en un contexto en el que ese mismo plantel, dirigido por Caio Júnior, había sido un ejemplo por haber llegado a la final de “la otra mitad de la gloria” con humildad y trabajo.

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Los noticieros hicieron lo suyo. Las voces de quienes escucharon el ruido estrepitoso del accidente, de quienes ayudaron a sacar los heridos de los escombros hablaron sobre el afán por salvar vidas; las imágenes de cada triunfo del Chapecoense y de esa proeza unos días atrás al eliminar a San Lorenzo para avanzar a la final aumentaban la nostalgia y los gestos de ponerse la mano en la cabeza y lamentar lo sucedido.

“Si hoy muriese, lo haría feliz”, dijo Ciao Júnior luego de clasificar a la final. Una frase que caló profundo, que nos obligó a preguntarnos si en verdad sentimos la muerte cerca, o si esas palabras solo fueron un desafortunado acierto sobre lo que se avecinaba. En medio de esa tristeza brotó ese consuelo, esa excusa que nos llevó a decir que seguramente se cumplió su sentencia y su partida habría sido en medio del orgullo por el legado que dejó en una campaña y una época inolvidable para los hinchas del Chapeco y el fútbol sudamericano.

Todos fuimos Chapecoense. En muchos rincones las murgas que simbolizan alegría y carnaval en las tribunas pasaron a rendirles homenajes a los jugadores que fallecieron. “Ehhhh, vamos, vamos Chape”, se escuchó en distintas ciudades. En Bogotá, lejos del cerro donde cayó el avión y mucho más lejos de Chapecó, varios hinchas del fútbol nos reunimos en las inmediaciones del estadio El Campín. Camisetas de Millonarios, Santa Fe, Nacional, América y otros equipos de Colombia se vieron en medio de un ritual futbolero que les daría una despedida a los finalistas de la Copa Sudamericana.

Algo de esperanza surge de momentos así. En otros contextos sería imposible que esas mismas camisetas puedan estar en un mismo lugar. Algo de esperanza, pero también algo de frustración se asoman cuando nos damos cuenta que solo esas situaciones que miden nuestros límites como seres humanos son las que logran aquello que en la cotidianidad resulta imposible de realizarse.

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Las lágrimas en la televisión y en las redes sociales no dejaron de aparecer ese 28 de noviembre y a lo largo de esos días. El tiempo pasó y se conoció que el accidente se debió en gran parte a la negligencia de la aerolínea y de los operadores. Una cadena de errores que se tradujo en un vuelo que se quedó sin combustible a falta de 13 kilómetros para la pista de aterrizaje provocó el fin de un sueño y de muchas vidas que buscaban hacer historia, y que de todas maneras, pese a no jugar la final de la Copa Sudamericana, lo hicieron por su coraje y su resistencia.

Siete miembros de la tripulación, 44 integrantes de Chapecoense (futbolistas, dirigentes y cuerpo técnico) y 20 periodistas fallecieron en el Vuelo 2933 de LaMia, que salió de Santa Cruz, Bolivia, donde el equipo hizo la primera escala, y que no pudo aterrizar en el José María Córdova por la falta de combustible y por la demora del piloto Miguel Quiroga en comunicar la falla total del avión.

Los futbolistas Jackson Follmann, Alan Ruschel y Helio Neto; el periodista Rafael Henzel; Erwin Tumiri, técnico de aviación y Ximena Suárez, azafata, fueron las personas que sobrevivieron al accidente de aquel 28 de noviembre de 2016.

“Cada vez que preguntábamos cuánto queda, siempre respondían 10 minutos, otros 10 minutos, otros 10 minutos. De repente se apagaron las luces del avión, apagaron los motores y todo el mundo volvió a su asiento y se puso el cinturón de seguridad. En ningún momento nadie de la tripulación nos dijo que nos pusiéramos el cinturón porque había riesgo. No había pánico, había un silencio aterrador, nadie sabía lo que pasaba hasta que llegó el choque. (…) Las dos personas que estaban a mi lado estaban sin vida, diez centímetros para allá, diez centímetros para acá, el resultado podría haber sido muy diferente. He mejorado emocionalmente, recuerdo el momento en el que mi esposa me contó que en el día del accidente aparecieron dos personas en casa para informar del accidente. Dos personas con el nombre de Rafael estaban en el avión, la empresa no informaba de cuál era el fallecido. Mi hijo de 11 años se golpeaba el pecho y decía que sentía mi respiración”, dijo Rafael Hanzel, el periodista que sobrevivió, pero que en marzo de 2019 falleció tras sufrir un paro cardíaco en medio de un partido de fútbol con sus amigos en Chapecó.