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Tal vez lo único que podía evitar el caos era que Brasil, pese a su fútbol pobre y ausente, se hiciera con la copa. Que los brazos de Thiago Silva, de David Luiz, de Julio César, de Oscar levantaran el próximo domingo ese trofeo. Y así, con el triunfo, paliar las ansias y las ilusiones. Mitigar la zozobra que desde hace meses había atrapado a 200 millones de personas que reclamaban una victoria. Sólo la gloria podría atenuar los ánimos. Esos que se fueron acumulando semanas antes por los sobrecostos, porque era inconcebible que un Mundial —el más caro de la historia— requiriese un gasto de US$15.000 millones. Porque la corrupción parecía inacabable, porque las obras marchaban a paso lento mientras el tiempo se agotaba, porque este juego de pelota pasó a ser un juego político, un juego económico.
Todo esos arrestos, quizás, se podían apaciguar con el éxito. Pero no. Los pentacampeones cayeron. Fueron derrotados en medio de la vergüenza, de la confusión. Los siete tantos de Alemania fueron casi una burla. No podría haber sido peor. Y por eso, cuando la derrota se hacía inminente, Brasil estalló.
Poco a poco, a medida que los teutones marcaban un gol tras otro, los brasileños, afuera, trataban de reponerse del desconcierto. Algunos, tal vez acordándose de los dilemas que trajo consigo la fiesta del fútbol, reaccionaron con furia. Con un odio que, además, no podía desprenderse del Maracanazo, aquella maldición que desde la inauguración misma andaba rondando por las calles de las grandes ciudades.
En Belo Horizonte, por ejemplo, donde la tristeza se hacía inconmensurable, empezaron las riñas mucho antes de que algunos abandonaran el estadio evitando el rubor. Hubo varias peleas callejeras y doce detenidos. Eso, sin contar que en el Mineirão hubo no pocos expulsados que descargaron su rabia contra las rejas, contra las paredes, contra las sillas.
En São Paulo, la ira fue a parar contra quince buses de la empresa municipal de transportes. Éstos, aparcados, fueron incendiados por una turba colérica. Otro grupo, en el barrio Sapopemba, obligó a bajar a los pasajeros de un vehículo y también le prendió fuego. En Salvador, el FanFest de la Fifa fue suspendido. En Recife abundaron los gases lacrimógenos para dispersar las peleas entre aficionados durante el partido. En Curitiba, 15 autobuses fueron apedreados y uno incendiado. Y en Río, en la playa de Copacabana, arrestaron a tres personas y corrió el rumor de un asalto colectivo. Allí incluso hubo un muerto.
Y ese apenas fue el principio. Algunos medios, que ayer en sus portadas titularon con indignación —“Masacrados”, se podía leer en unos, “Humillados” en otros—, también hicieron conjeturas sobre el futuro. Del sentimiento que se regaba por todo la nación, de la frustración que ya no era sólo deportiva. La organización de este torneo fue, como lo anunciaron desde antes de que arrancara el Mundial, un error que más allá de la goleada, del mal papel de un grupo de jóvenes que se olvidaron del jogo bonito, dejó tambaleando las arcas públicas.
Ahora, como sucedió apenas arrancó este proceso, la oposición política, valiéndose de esta derrota que borra de un tajo la persecución eterna a Moacyr Barbosa —el portero brasileño del Maracanazo—, volverá para exacerbar los ánimos y aprovechar las cámaras internacionales. Para recordar que en octubre serán las elecciones presidenciales y que Dilma Rousseff volverá a ser candidata.