Permanecen en un estado de fiesta: en los hoteles, en los buses y en las canchas. Bailan champeta, salsa choque, joesón, reguetón y también una mezcla de todos. Por pura intuición, interpretan con sus cuerpos los aires del Caribe y el Pacífico, porque la mayoría en la selección de Colombia proviene de ciudades porteñas y de sitios donde el swing es requisito. Y lo curioso es que ese poder que adquieren desde niños sobre cada uno de sus músculos les permite ser más motrices y mejores futbolistas.
“Entre fútbol y danza hay una interesante relación. (…) Algunos gestos del fútbol tienen parecido con movimientos propios de la danza. Por ejemplo una finta, un regate y algunas complejas jugadas que encadenan de manera armónica como una danza con el balón”, propone en su tesis de maestría José Alberto Piedrahíta, licenciado en educación física de la Universidad de Antioquia, quien asegura que la danza potencializa tres factores en el fútbol: el equilibrio, el ritmo y la espacialidad.
El fútbol se abastece tanto de la música que la tesis propone que los entrenadores de este deporte deberían incluir clases de baile para desarrollar más motricidad en sus alumnos. Sólo que todos en la selección son expertos desde niños y se les nota, no sólo en las celebraciones sino también cuando tocan el balón. Haga la prueba: en un partido de Colombia, enmudezca el televisor, ponga una salsa o una cumbia y seguramente algunos de los movimientos de los jugadores coincidirán con esos ritmos. Es que muchos de ellos tuvieron contacto por primera vez con el baile cuando ni siquiera tenían conciencia.
Tumaco, por ejemplo, emite un sonido ambiente de trompetas borrachas, de tambores desafinados y de marimbas exquisitas que influyen inconscientemente en todos sus habitantes. Pablo Armero bailaba al son de esos sonidos que uno se encuentra mientras camina por las calles de este puerto de Nariño: currulao, champeta, salsa y reguetón. “Él aprendió solito. Y era el mejor de su colegio, por eso siempre estaba en las presentaciones del Día de la Madre y de otras fechas especiales. Es el mejor bailarín que he visto”, cuenta su hermana Irasela.
Entonces, cuando ingresó a su primera escuela de fútbol, en la cancha San Judas, el técnico Henry Quiñones no debió esforzarse mucho en formarlo. “Ya era sumamente apto para jugar, muy motriz y con mucha alegría con la pelota”, recuerda Quiñones. En ese rincón de Colombia todos bailan desde niños: en los portones de los palafitos, en la playa del Pacífico y por las calles. Es cultural.
Y eso, justamente, los hace más versátiles para el fútbol, como a Víctor Ibarbo, que llegó a esta ciudad a los dos años proveniente de Cali y en seguida acostumbró su oído y dispuso su cuerpo para los bafles del vecino. Tanto que una vez, además de adjudicarse un torneo prejuvenil y el botín de máximo goleador, se ganó un concurso de breakdance. Gracias a la facilidad para interpretar cualquier género, desde el ruke-rake hasta la salsa, sus movimientos con el balón están muy lejos de ser robóticos.
Por eso otros, como Juan Guillermo Cuadrado, hipnotizan tribunas: porque parece bailando cuando toma la pelota y hace gambetas con el mismo ritmo que festeja goles. Tras anotar baila una extraña mezcla entre champeta y reguetón, porque esos géneros son los que más se escuchan en Necoclí. En esta ciudad parece que no existiera una ley que regule el volumen de los bafles y en la tarde se vuelve difícil sostener una conversación en la calle con tanta música por ahí. El sonido de la brisa y el de los mototaxis se camuflan entre los vallenatos de Diomedes y las champetas del Sayayín.
Esas circunstancias los hacen desconocer el porqué de sus swings. Simplemente, la mayoría ya lleva el baile en la sangre o lo adquiere por sus contextos. Por eso, si le llegaran a preguntar por qué es tan musical, Teófilo Gutiérrez sólo podrá decir que nació en medio de fiestas y, particularmente, en un barrio de Barranquilla donde entrenan algunas comparsas para el Carnaval. Allá, en La Chinita, creció en el hábitat del congo, el garabato, el paloteo y en especial de la cumbia, ese género que interpretó con unos timbales tras anotar con Racing de Argentina en un partido contra Olimpo. Es apenas lógico que sus festejos sean sólo bailar, pues en su infancia vio los piques de champeta alrededor de los picós o los bafles gigantes que son los elementos principales de la verbena, esas fiestas que se arman al aire libre porque sí.
Es lógico también que esta selección festeje goles con pasos, porque a pesar de que no todos crecieron en ciudades musicales, la tendencia es contagiosa. James no sabía bailar, o eso decía su madre, Pilar, pero sólo bastó un tiempo en el equipo de Pékerman para aprender. Su primer gol con Colombia (contra Perú en Lima) lo festejó bailando un mapalé con Pablo Armero, y durante la presente Copa del Mundo ha liderado todas las coreografías que han merecido portadas en diarios como Correio Braziliense.
Y en eso radica también la comodidad de esta selección en Brasil: tantos ritmos sueltos por las calles y tantas personas bailando por ahí sin razón les recuerdan sus pueblos de crianza. Sertanejo, samba, forró, funk carioca, axé y una canción popular llamada Lepo, Lepo, se escuchan aquí a todas horas del día. En esencia, este país con todos esos ritmos les recuerda y nos recuerda que el fútbol sí se puede bailar.