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Los dos pilares del milagro argentino

Sergio Romero se fue sobre su palo derecho y le dio un golpe.

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Redacción Deportiva
10 de julio de 2014 - 03:08 a. m.
Los dos pilares del milagro argentino
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 Regresó cabizbajo hasta el centro del arco y allí, parado sobre la raya, miró la pelota. Enfrente estaba Ron Vlaar, el gigante holandés que ahogó las oportunidades de gol que Argentina tuvo en 120 minutos de juego. Y ahora, se encontraban allí, en el primer cobro de la serie de penales.

El árbitro autorizó el disparo, Vlaar pateó y Romero, iluminado, voló a la izquierda. Vio que el balón iba a ras de piso y lo detuvo con la mano. Medio estadio Itaquerão pintado de celeste y blanco gritó emocionado. Todo el banco argentino saltó eufórico.

La hazaña del arquero de 27 años nacido en Bernardo de Irigoyen, en la provincia de Misiones, se completó en el tercer penal de la serie. Romero hizo el mismo ritual, miró la pelota y se lanzó al palo contrario: allí se topó con el balón que un desconocido Wesley Sneijder, más centrado en protestar que en jugar al fútbol, había pateado.

Cuando Maxi Rodríguez anotó el cuarto cobro para Argentina, el que cerraba la serie 4-2, Romero salió a su encuentro. Se fundieron en un abrazo y muy pronto fueron rodeados por todo el plantel que acababa de sellar su pase a la gran final de Brasil 2014.

“Es suerte. Es la realidad. Uno puede ir y no llegar, como le ocurrió al arquero de ellos”, le dijo Romero, apodado Chiquito, graduado de gigante, a la prensa al final del partido. Su voz se cortaba por la emoción: era la mejor manera de culminar una temporada difícil, que transcurrió más tiempo en el banco del AS Mónaco que bajo los tres palos (de los 30 partidos que estuvo disponible en la alineación, inició dos y en otro fue sustituto).

La figura de la serie de penales fue felicitado una y otra vez por Javier Mascherano, el más representativo de los albicelestes durante los 120 minutos de infarto en que se convirtió la semifinal ante Holanda. Estuvo disciplinado, se convirtió en la sombra de Arjen Robben —a quien asfixió—, relevó a la defensa cuando fue necesario, se encargó de tener la pelota en los pies cuando el aire comenzó a agotarse y fue el líder de los ataques, de poner a correr a los extremos, de abrirle un espacio a Lionel Messi.

También fue el sello dorado a una frustrante temporada para el volante de recuperación del FC Barcelona, en la que tuvo que reconvertirse en defensa central producto de las lesiones de sus compañeros. Se consolidó como omnipresente en la cancha y tuvo que tragarse el mal sabor de ver celebrar a otros.

Mascherano y Romero se convirtieron ayer en los baluartes de una selección que sueña muy alto, que hace 24 años no disputaba la final de un Mundial. Y que está dispuesta a alzar, el domingo en Río, su tercera Copa del Mundo.

Por Redacción Deportiva

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