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José 'Boricua' Zárate y Moacyr Barbosa: flores y puñales

La muerte de José Zárate, defensor de la Selección, del Medellín, y del Junior en los 70, recuerda una vez más el abandono de la sociedad a sus ídolos.

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Fernando Araújo Vélez
27 de agosto de 2013 - 10:47 a. m.
José 'Boricua' Zárate y Moacyr Barbosa: flores y puñales
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“Yo sé que ahora vendrán caras extrañas, con su limosna de alivio a mi quebranto, todo es mentira”, repetía Gardel en su verdad, que se multiplicaba por cientos y por miles. “Todo es mentira, mentira este lamento”, cantaba una y otra vez desde una vieja radio de pilas que había sobrevivido a los años, las derrotas, los miedos y las victorias de un tal José Zárate, que por coincidencia, se llamaba igual que un jugador de fútbol que por aquel tiempo, años 70, era nombrado y maldecido casi día de por medio por todos los hinchas del país. Zárate, el futbolista, jugaba en el Medellín y en la Selección Colombia. Era un defensa central robusto, prácticamente impasable, disciplinado, algo lento, algo técnico, y siempre dispuesto a darle una mano a quien lo necesitara.

La historia lo marcaría por un autogol que, dijeron, determinó una derrota de Colombia ante Perú en la Copa América de 1975. A la postre, aquel gol decidió el título. La leyenda se construyó, y según la negra leyenda, Zárate estaba embrujado, por eso dejó pasar por su lado a Juan Carlos Oblitas, su rival, su marca, y lo dejó rescatar una pelota que ya se iba fuera de la cancha para ir a buscarlo después de que hubiera metido un taco sin sentido. El balón le pegó a él y se metió en el arco de Pedro Zape. Los ilusos fanáticos de entonces lo culparon, sin considerar que el equipo, su equipo, no había marcado un gol, que quedaban más de 20 minutos de juego, que enfrente estaba la temible Perú de Teófilo Cubillas y Chumpitaz y Oblitas. Lo culparon. Lo marcaron y señalaron hasta su muerte, el sábado pasado.

Durante 38 años, Zárate fue “el culpable”. Convivió con su pecado y vivió en su infierno, condenado, durante 10 años como jugador, y el resto de sus días como un ser humano que perdió una pierna por una diabetes y tuvo que pedir y pedir, más allá de que como cantaba Joan Manuel Serrat, hubiera preferido tomar a pedir. Como futbolista, ganaba cualquier dos mil pesos por mes, lo necesario para pagar un arriendo y comer. Iba y volvía de los entrenamientos en bus, e intentaba ahorrar unos cuantos centavos de los viáticos que le daban cuando lo llamaban a jugar con la Selección. Por eso celebraba cuando se ponía la franela, por los viáticos. La patria y las fruslerías de las que hablaban los vecinos, eran eso, fruslerías. Con la patria no comía, de la patria no vivía. Y la patria también lo abandonó a él.

Su historia, sin los tintes grandilocuentes de un Mundial de por medio, era la misma de Moacyr Barbosa, un hombre perseguido toda una vida por un error, por un gol que no debió haber sido. A Barbosa lo persiguió un hombre por más de 40 años para recordarle su yerro. La suya, individual, única, pausada, constante, era, de alguna manera, la venganza de todo Brasil contra un hombre negro al que culparon de una tragedia que provocó suicidios, intentos de asesinato, depresiones eternas y culpas. Alguna vez, 40 años después de los sucesos del 16 de julio de 1950, Barbosa dijo que a un criminal le daban como máxima pena 30 años y a él, por un supuesto error, lo habían condenado toda su vida a la ignominia. Se refería a los cientos de miles de hinchas que sin escupirlo lo escupían, a una señora que en un mercado lo señaló para que su hijo de cinco años supiera que él había sido el hombre que hizo llorar a todo un país, Brasil, a los viejos que llenaron el Maracaná aquella tarde, a las mujeres que lo humillaron, a los periodistas que lo criticaron y a los políticos que lo olvidaron.

Porque antes del 50 Moacyr Barbosa era una especie de Dios negro en Brasil, el primero de su raza en pararse bajo los tres palos de la Selección. Amado, venerado, apetecido. El pueblo lo seguía adonde fuera. Le hacía pinturas, bustos de arcilla, versos. Durante el Mundial, su figura ya había llegado a la estatura de mito. Cuando salió a la cancha del Maracaná para jugar la final de la Copa, las tribunas corearon su nombre porque él era uno de los puntales del equipo que por fin ganaría un campeonato del mundo. Hubo pancartas con el Brasil campeao y su rostro, y banderas con su apellido. Hasta esa tarde él, Barbosa, y Brasil, se habían paseado por el torneo regándolo de lujos, paredes, goles y triunfos. No obstante, tanta euforia y tanta convicción terminaron en desastre. Uruguay ganó 2-1 y destrozó el sueño.

Zárate fue Barbosa en el 75. Como él, vivió dos muertes. Como él, tuvo que esconderse, y como él, fue apartado por una sociedad que sólo lo aplaudió en los triunfos. El otro Zárate, el de la radio, prefirió recordarlo toda su vida por sus patillas años 70, por su entrega.

Como escribió Alberto Salcedo uno años atrás, “En este otro extremo de la boca del túnel que ayer lo conducía a la cancha no se percibe el bullicio de la gente, sino el peso de la soledad”.

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Por Fernando Araújo Vélez

 

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