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La negra grande de Colombia

María I. Urrutia quedó marcada en la historia del deporte colombiano, al convertirse en la primera —y hasta ahora única— medalla de oro olímpica para el país.

El Espectador
27 de noviembre de 2010 - 07:58 p. m.

Cada nota musical llegaba hasta el alma, el corazón se henchía de alegría y fue casi una misión imposible evitar que las lágrimas rodaran por las mejillas. Se sentían maripositas en el estómago, así como cuando uno está enamorado. El escenario era pequeño, sí, pero los pocos colombianos que estábamos allí presentes lo hicimos grande. Nunca antes en los 104 años de historia de los Juegos Olímpicos se había entonado el himno nacional y por ello el momento había que vivirlo como el último. Allá arriba, en el escenario del Centro de Convenciones de Sidney, en lo más alto del podio, una bella morenaza, nacida hoy hace 45 años en Candelaria, Valle, acababa de lograr una gran hazaña: conquistar para el país la primera medalla de oro olímpica, hasta la fecha la única. Su sonrisa iluminaba de por sí el oscuro lugar que entonces brilló aún más con aquel “Oh gloria inmarcesible”.

María Isabel Urrutia Ocoró lucía en su grueso cuello una cinta de color aguamarina que colgaba hasta su pecho y de la que se desprendía la presea dorada que bamboleaba con cada uno de sus agitados respiros. Y la portaba con orgullo, pues hacía sólo unos minutos acababa de derrotar de forma épica a dos grandes rivales en la final del levantamiento de pesas de los Olímpicos de Sidney, en la categoría de los 75 kilogramos: la nigeriana Ruth Ogbeifo y la taiwanesa Yi-Hang Kuola, quienes pese a que levantaron 245 kilogramos, los mismos que María Isabel, perdieron el oro con la colombiana por tener mayor peso corporal.

Mientras eso ocurría en Australia, a miles de kilómetros de allí, como a 20 horas en avión, en su amada Candelaria, su mamá Nelly y sus hermanos Carmen Tulia, Luz Marina, Róbinson y Édison se fundían en un solo abrazo y celebraban a rabiar. Nadie mejor que ellos para ser testigos directos de los esfuerzos de María Isabel por llegar a la cima. Como bajar 50 libras de peso antes de las olimpiadas para poder participar en los 75 kilogramos, donde sabía que tenía más opciones de triunfos; soportar una delicada operación de rodillas tres meses antes de su viaje a Australia o permanecer desde los 13 años alejada de su casa, cuando decidió dedicarse al atletismo, deporte en el que fue múltiple campeona nacional y con el que incluso participó —sin éxito— en sus primeros Olímpicos, en 1988.

Pero también a su lado en Sidney otra persona sentía como suyo el triunfo, la abrazaba, la alzaba, la estrujaba. Y tenía autoridad de sobra para hacerlo. Toda. Pues fue él quien la descubrió para las pesas, quien la arrebató del atletismo. Al entrenador búlgaro Gantcho Karoushkov, con ojo de águila, le bastó un día verla entrenar en la Escuela Nacional del Deporte en Cali y sí, le echó el ojo, le lanzó su propuesta y aunque en primer momento María Isabel se negó, a los 15 días ya estaba en el gimnasio de pesas. Y ahí comenzó su largo rosario de triunfos nacionales, bolivarianos, suramericanos, panamericanos, centromericanos, nuevas marcas y la no despreciable cifra de 24 medallas mundiales y cinco campeonatos orbitales que la lanzaron al estrellato y la convirtieron en una de las mejores de Colombia. Por ello, en 1994 y 1995 fue elegida como la Deportista del Año de El Espectador.

Pero lo mejor estaba por venir. A su pasaporte aún la faltaba el sellado de Australia. Cuando el COI aprobó las pesas femeninas por primera vez en unos Juegos, María Isabel y Gantcho enfocaron todas sus energías para conquistar esa esquiva medalla dorada. Y claro que lo lograron. Minutos antes de ingresar a la competencia me la encontré en un pasillo, fue el miércoles 20 de septiembre de 2000, me chocó su mano y me dijo: “Vamos por el oro”. Y vaya que la negra lo consiguió. La siguiente vez que la vi, una hora más tarde de aquel estrechón de mano inicial, ya llevaba orgullosa su medalla colgada en el cuello. Me la mostró, quise una entrevista —claro— y me la concedió con todo gusto, porque es una mujer maravillosa, sencilla, sin prejuicios, sin odios. Y entre muchas cosas que brotaron de su boca ese histórico día, recuerdo claramente que aseguró que tras la medalla dorada, los grandes sueños de su vida eran casarse y ser madre. El primero se cristalizó, aunque a medias, porque a los cuatro años se separó de su esposo, el argentino Lisandro Digiuni, y el segundo está pendiente. “Aún no pierdo la esperanza”, dice y luego saca una carcajada de esas que contagian hasta al más amargado.

Tras ‘colgar’ las pesas le dio por la política y durante ocho años fue representante a la Cámara por la Alianza Social Afrocolombiana. Dice que le quedaron muchos sinsabores, pero que logró avances importantes como la reforma a la Ley 181, en la que logró activar los incentivos a los campeones mundiales una vez lograran tal triunfo y no a los 50 años como estaba estipulado. Ahora vive en Cali. Planea crear una asociación para ayudar a los deportistas desprotegidos. La política no la ha olvidado, de hecho, piensa seguir en ella, pero ahora de alcaldesa; tal vez se lance en Cali. Y apuesto a que podría ganar. Tiene carisma y de sobra, el mismo que demostró aquel 20 de septiembre de 2000 en el que quedó marcada con letras doradas en la historia del deporte nacional.

Por El Espectador

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