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Los sueños de plata de Moisés

El campeón de los Juegos Paralímpicos, Londres 2012, sobrevivió a seis balazos y dice que el deporte lo salvó y le devolvió la libertad. Esta es su historia.

Natalia Herrera Durán
16 de diciembre de 2012 - 11:44 p. m.
Los sueños de plata de Moisés

Moisés Fuentes pensó que iba a morir ese día junto a su hermano. Corrió y sólo cayó al suelo cuando recibió el tiro que le atravesó la médula espinal. En total, recibió seis balazos. Fue la última vez que sintió sus piernas.

Tenía 18 años y había dejado el trabajo del campo que le enseñó su padre en Santander, con la promesa de buscar un horizonte más rentable junto a su hermano Rodrigo, que era comerciante de ganado, café y tabaco. Llevaba ocho días en Santa Marta, cuando los paramilitares del bloque Tayrona al mando de Hernán Giraldo hicieron efectivas sus amenazas.

Ese día —martes 13 de octubre de 1992— bajaba junto a Rodrigo de El Yucal, un barrio ensituado en lo alto de una loma y que sólo tiene una entrada, cuando vieron que unos hombres armados los esperaban. Los cogieron por el cuello y les apuntaron con el arma en la cabeza para darles un tiro de gracia. Estaban uno al lado del otro, doblegados, esperando la muerte.

Moisés escuchó cuando a su hermano le dispararon, giró la cabeza para verlo y ese movimiento le salvó la vida, porque el balazo que recibió en ese instante salió por el costado del cuello, sin perforarlo. Entonces salió corriendo. Los disparos siguieron sonando hasta que le dieron en la columna. Se desplomó y se quedó quieto, tanto que pasó por muerto. Varios policías lo llevaron al hospital de Santa Marta, adonde llegó con seis heridas de bala.

Después vino la rabia, el dolor, la impotencia, la injusticia. Durante el primer año, Moisés deseó estar muerto. Pensó en terminar con su vida, pero no supo cómo, no se atrevió. Poco a poco se aferró a la fisioterapia con la esperanza de volver a caminar. Los médicos más optimistas le dieron un 10 por ciento de probabilidad.

Por eso terminó en manos de los hechiceros y sobanderos. En Barbosa (Santander), había un brujo del que decían que hacía caminar hasta a los gatos. Allí llegó Moisés, acompañado de su familia. El hombre le untó en las piernas un ungüento mentolado, lo rezó, le dijo que tuviera fe y que se comprara una figura de San Gregorio. Él siguió las instrucciones al pie de la letra. Puso el San Gregorio en la mesita de noche y se quedó dormido con tan mala suerte que sin querer hizo un movimiento que tumbó la estatua sagrada que terminó descabezada por el golpe. Entendió que todos los intentos eran fallidos, porque no iba a volver a caminar.

Una tarde su papá llevó a la casa a un joven discapacitado que manejaba su silla de ruedas con mucha pericia. Moisés lo miró atónito y terminó jugando con él baloncesto en un equipo de discapacitados, que se reunía todos los sábados en el colegio Salesiano de Bucaramanga, donde validó el bachillerato. “Uno todo llevado, pensando que la vida no tiene sentido y de pronto se encuentra con esa gente, alegre, riendo, cayendo, levantándose. Eso me dio ganas de seguir. El deporte me salvó, me dejaba olvidar y me ponía a soñar”, dice Moisés, que entiende que el problema de la invalidez no está en no poder caminar, sino en perder la independencia, la libertad.

Luego, consiguió una beca para estudiar contabilidad en Santander. Pero nunca abandonó el deporte. Le apostó su vida a la natación y al baloncesto y no ejerció la carrera de la que se graduó. En cambio formó parte de la selección de baloncesto de su departamento. En el 2000, dejó el baloncesto y se dedicó de lleno a la natación, tras su paso por los Juegos Paralímpicos de Sidney (Australia), donde quedó séptimo. No era la primera vez que salía del país. Tres años antes, en 1997, viajó con su equipo en mayo a Brasil a la Copa Suramericana de Baloncesto, luego de quedar campeones en el país. Y en septiembre, en Inglaterra, competió en natación en Stoke Maneville, —donde ganó plata y bronce—, el lugar que dio origen al deporte paraolímpico como una forma de rehabilitar a los heridos, discapacitados y mutilados, que dejó la Segunda Guerra Mundial.

Más adelante estuvo en Venezuela y en México, en los primeros Juegos Paramericanos, donde clasificó a Sidney. Nunca le preocupó la marca, sino la plata para poder viajar. Ya no recuerda cuántas rifas hizo en los barrios para lograrlo. Después vino Atenas 2004, donde quedó quinto; Beijing 2008, donde quedó tercero, y Londres 2012, donde levantó la medalla de plata al cielo y lloró de emoción.

Tenía, junto a su entrenador Luis Carlos Calderón —que también es su sobrino—, la convicción de estar en el podio. El día de la competencia cambió la salida. Saltó desde su silla de ruedas. Cuando cayó al agua sólo miró su carril aunque sabía que estaba parejo en el segundo puesto con el español Ricardo Ten. En la primera vuelta tocó primero el ibérico. Pero Moisés remató con todas sus fuerzas y al último toque llegó primero que su contrincante, que tiene piernas, pero no brazos. Hizo 1.36.92. Venció su mejor tiempo y ganó un par de apuestas. “Le callé la boca a más de uno que pensaba que con 37 años yo ya estaba muy viejo para venir a los Paralímpicos”, dice Moisés con una sonrisa, después de recibir un reconocimiento más: Segundo Mejor Deportista del Año en los premios que dio El Espectador esta semana.

Ahora, sólo espera que incluyan en la competencia de los Juegos Paralímpicos los cincuenta metros pecho, porque sentencia: “En tiempo estamos muy parejitos con el brasilero Dan Dias que ganó oro, pero yo tengo más corazón”.

 

Por Natalia Herrera Durán

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