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Yo: testigo, unos cuantos días, de su perfección.
Feliz cumpleaños, Su Majestad. Ante el argentino Juan Martín Del Potro, el suizo Roger Federer jugará su partido número 1.000 en el circuito profesional. Cada encuentro fue una pequeña gran historia para el nacido hace 30 años en Basilea. A través de ese camino, consiguió ser el más ganador de Grand Slams en la historia, con 16 coronas, dos más que Pete Sampras. El que más tiempo consecutivo se erigió como número uno del mundo: 237 semanas (cuatro años y seis meses), 77 más que Jimmy Connors. El que más torneos de Maestros ganó (6). El que más finales (23) y semifinales (28) ha disputado en Grand Slams. En fin. 70 títulos, casi el mismo número de récords, sólo 186 derrotas en 14 años, una tendencia, una moda. Ese es Federer o el relojito suizo. Mil juegos de perfección mental, técnica y estratégica.
Y pensar que en 1998 cuando debutó en Gastad contra el argentino Lucas Arnold, estrellaba la raqueta contra el piso, gritaba, discutía consigo mismo. Cuando era niño, sus padres castigaban cada episodio de bronca con una vuelta a casa en el auto sin hablarle. Años después, cuando pensaba que había alcanzado la gloria al obtener el título en Wimbledon Júnior, se despeinaba su colita de caballo al jugar y su rostro sudoroso reflejaba esfuerzo. Luego su esposa Mirka Vavrinec lo introdujo al mundo del glamur y su cabello es el mismo desde que se levanta al lado suyo.
Con apenas 19 años, ya estaba entre los mejores 30 del mundo y superaba en Wimbledon a Pete Sampras. En ese entonces, celebraba los triunfos, cuando lucía un delgado collar gitano en su cuello y no era tan normal en su vida pagar hoteles de once mil dólares la noche o jugar unos hoyos con su amigo Tiger Woods. En ese entonces...
Ese es el gran Roger, el que ahora ni se despeina. El que en la noche de este lunes cumple 1.000 juegos. Hace más de un lustro, en 2006, desplegó el mejor tenis de su carrera, obteniendo ese año un rendimiento de 95% de efectividad entre juegos ganados y perdidos. Es culturalmente aceptable ufanarse de haber visto esa perfección. Yo fui testigo de una de las más perfectas temporadas del suizo, en el Masters 1.000 de Miami, hace seis años.
Y no sudó…
En una de las canchas contiguas a los estadios del complejo en Key Biscane, entrenaba el estadounidense Anddy Roddick, quien había declarado tiempo antes que “para ganarle a Federer habría que darle un puñetazo o algo así”. Sin camisa, con su caminado de vaquero, trataba de llamar la atención el entonces número cuatro del mundo. Bromeaba con quienes se sorprendían cada vez que realizaba un saque de más de 100 millas. Pero Roger Federer echó a perder su show. Tenía turno en esa cancha para entrenar unos cuantos minutos antes de su juego con el alemán Tommy Haas. Al suizo, protegido por un nutrido anillo de seguridad, lo querían tocar, le pedían a gritos un autógrafo y los ‘Te amo’ de las niñas parecían escucharse a través de un megáfono.
Los casi 25 que miraban entrenar a Roddick se convirtieron en más de 150, unos apoyados en una malla de dos metros de alto, otros subidos en hombros y uno más tratándose de trepar por el alambrado. Sólo para ver un rally de La Perfección, quien entrenaba con el argentino Agustín Calleri, en esa cancha virgen de graderías. Yo, un pigmeo entre los espigados americanos que obstruían la vista, no podía creer que me estuviera perdiendo la posibilidad de verlo desde tan cerca (unos dos metros). Sólo escuchaba el sonido del peloteo. Añoré un periscopio en ese momento, traté de buscar un árbol en dónde treparme, un pequeño hueco en donde colarme, lo que fuera.
Y encontré el mejor sitio: la cancha del lado que estaba forrada en una lona gruesa. Un hueco diminuto, perfecto para mi ojo izquierdo, fue mi cómplice. Veía, del otro lado y en segundo término del espectacular plano, a todos los aficionados con la boca abierta. Y en primero, a Federer. Y sí: no suda, su pelo parece haberse sometido horas antes a una laca, y su cara no cambia. Pareciera como si su raqueta no tuviera marcos y jamás pegara de manera defectuosa: alambres que levitan sobre su grip. Pero ese privilegio terminó minutos después, cuando sintió el suizo que algún ojo lo observaba desde otro punto no referenciado. Volteó, me miró, arrugó su cara (ahí sí) y se lo comunicó a su cuerpo técnico, y ellos al personal de seguridad.
Corrí unos metros y a la entrada de esa cancha contigua estrellé mi frente contra el estómago de una mujer muy alta, no vi su rostro, sólo miraba al piso. Lo malo de todo es que por tratar de ver a Federer entrenando, me perdí el juego de Rafael Nadal, quien perdería ese juego con su compatriota Carlos Moyá. Lo bueno es que la mujer alta con la que me crucé había sido la rusa Maria Sharapova, subcampeona de ese torneo y actualmente número 4 del mundo.
Y vi a La Perfección a menos de dos metros, dije. Lo animé luego en los partidos oficiales. Se consagró campeón, superando a Ivan Ljubicic en la final. Sólo cedió un set en el torneo. Ni se despeinó. Ese año sería el mejor de su carrera en rendimiento: 92 victorias y sólo cinco derrotas (el año pasado fueron 12 derrotas y 64 triunfos). En 2006, ganó todos los grandes menos en París, al perder con Nadal. Obtuvo 8370 puntos, la mayor cantidad en la historia de un escalafón en la ATP. Puede llegar a ser aburrido ver un juego tan perfecto. Los errores son precisamente la esencia del ser humano y en ese tiempo Federer parecía ser de otro planeta.