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Cuando Novak Djokovic logró el punto que significó el triunfo sobre Roger Federer (7-6, 6-7, 6-4 y 6-3 en 2 horas y 56 minutos) y su tercera corona en Wimbledon, el noveno Grand Slam de su carrera, expulsó un alarido para decir algo así como aquí estoy yo, el líder indiscutible de la manada. Dio un giro completo en dirección a la grada, con los brazos extendidos y los puños apretados, para decirles a todos esos que le habían vuelto la espalda y habían apoyado a su adversario durante toda la tarde que él es el que rige ahora, por más que algunos quisieran rebobinar a unos años atrás.
Ese fue el desenlace en la Catedral. Sobre la hierba, un hombre considerado desde hace tiempo una leyenda, rebelado contra el dios Cronos y que en poco menos de un mes, el próximo 8 de agosto, cumplirá 34 primaveras: Roger Federer. Al otro lado, el gran jefe del circuito, el cacique supremo del tenis actual, un jugador con el que el que no mezcla bien fuera de las pistas y que cuando emplea la artillería pesada se lleva por delante casi todo lo que sale a su paso; el número uno, ni más ni menos: Novak Djokovic.
Ambos ofrecieron lo que se presuponía, esto es, un fabuloso espectáculo. Acorde, como mínimo, al marco del evento y a la pléyade de figuras que lo observaban desde el palco real de la pista central. Desde ahí no perdían detalle Bjorn Borg, Chris Evert, Rod Laver y Manolo Santana, entre otros, amén de los representantes de la aristocracia británica. Y en el ambiente, sin disimulo alguno, la sensación de que la mayoría de los allí reunidos, los más románticos, no deseaban un nuevo relato en clave balcánica, sino releer viejos pasajes.
Cada punto de Federer, su majestad Federer en Wimbledon, desató la efusividad de los espectadores; algunos de ellos fueron celebrados como auténticos goles al estruendosísimo grito de Yeeeeeesss! Atraviesa el suizo, con todo el derecho del mundo, por un momento hedonista. Juega al tenis por el mero hecho de disfrutar y conocer nuevos rincones del planeta, de incorporar nuevas experiencias a la rutinaria vida del tenista, pero también por el hecho de que su llama competitiva sigue viva. En ese sentido, sabía que Londres, el escenario en el que ha conquistado siete cetros y más días de gloria ha vivido, era la mejor opción del calendario para escribir otra oda.
Pero se topó con un tipo que, a las órdenes de Boris Becker, ganador de tres coronas inglesas, ha multiplicado su eficacia. A Djokovic se le escapó hace poco más de un mes el título de Roland Garros, merced a la tormenta de mayo de Stanislas Wawrinka, pero se antojaba complicado que no atase bien el cabo londinense. Si Nole no tiene fisuras mentales, hoy día es prácticamente un rey indestronable. A la que anuló el exquisito juego de saque y volea de Federer, impuso su ley desde los fondos y ejerció acorde a su condición de líder.
Con ventaja (2-1), el serbio fue creciéndose y sintiéndose cada vez más poderoso. Entre el público ya había calado la impresión de que todo lo que no fuera un nuevo éxito suyo era casi una utopía; percepción acertada, porque siguió dominando en los intercambios y a Federer ya le pasaba factura ese reloj biológico con el que tiene un pacto de caballeros. Aceptó el suizo la derrota con la misma galantería de siempre, sin ningún aspaviento y con buenas palabras.
Es el nuevo orden. El impuesto por el gran jefe Nole, el número uno que apuesta por la dieta sin gluten. Este año suma dos grandes (Australia y Londres), además de cuatro torneos del Masters 1.000 (Indian Wells, Miami, Montecarlo y Roma). Él gobierna ahora. También en Wimbledon, donde, a pesar de todo, aclaman al viejo monarca. Algunos afectos, independientemente del marcador, nunca cambian.