Jesse Owens, entre el racismo y la fama

En 1980 murió el que para muchos ha sido el atleta más importante de los Estados Unidos y uno de los más grandes de la historia de ese deporte. Así fue la vida del hombre que silenció a la Alemania nazi en los Juegos Olímpicos de 1936.

Camilo Amaya
31 de julio de 2021 - 08:00 p. m.
Jesse Owens, entre el racismo y la fama

Y llegó el día en el que Jesse Owens se cansó de repetir la misma historia, la de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 y sus cuatro medallas de oro que enojaron a Adolf Hitler, el líder nazi que veía en esas justas la oportunidad perfecta para demostrar la superioridad del hombre blanco, sus capacidades atléticas, su potencial físico, su inteligencia.

El estadounidense, ganador de los 100 metros planos, también los 200, el salto de longitud y los relevos en el 4X100, quiso hablar de sus comienzos en Cleveland, de la influencia que tuvo Charles Riley en su infancia, el hombre que lo recogía todas las noches en un auto Ford y lo llevaba a su casa para cenar, para que aprendiera normas de etiqueta y para que desarrollara el encanto que más adelante cautivó a muchos.

Pero no, las gentes no querían saber del hogar de Owens y de sus 10 hermanos, de la pobreza o de la manera en la que su familia debía trabajar para mantener el estatus quo de los blancos en Estados Unidos.

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Tampoco de su ingreso a la Universidad Estatal de Ohio, de sus travesías para ir a comer después de un entrenamiento porque las cafeterías cerca a la pista no le permitían el ingreso y de las tardes con Larry Snyder corriendo al ritmo de la música que emitía un gramófono viejo. “El quería que mis movimientos fueran tan coordinados como las notas de las canciones”.

El origen no importaba y, para darle gusto a los demás, Owens repetía una y otra vez las mismas palabras. Y aunque no estaba seguro de que ese día Hitler abandonara su palco para no darle la mano luego de imponerse en la prueba más importante de unos Olímpicos, lo contó tantas veces que el relato terminó por convertirse en realidad. Y Owens, el tranquilo Owens, fue aclamado como el héroe en Berlín. “La gente era morbosa y solo quería saber cómo un negro había humillado al líder de los nazis”, recordó el escritor William Rhoden.

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Lo álgido de la historia, el momento en el que Hitler se levantaba de su palco y se iba para no estrechar la mano de Owens, nunca fue comprobado, pues se conocía de antemano que su itinerario era estricto y que sus apariciones en el estadio olímpico de Berlín estaban cronometradas.

“Llegaba, saludaba y apenas comenzaba todo dejaba el escenario, tenía cosas más importantes en las que pensar. Más adelante nos daríamos cuenta cuáles eran. Por eso la afirmación de que no quiso felicitar a Jesse no es del todo cierta”, dijo el escritor W.O. Johnson, luego de ver el documental que salió sobre la vida del corredor, bueno sobre su participación en esos Olímpicos.

Lo que sí fue muy cierto, porque lo vieron los estadounidenses y los mismos nazis, fue la cordial batalla que vivieron Owens y Luz Long, el alto, rubio, gentil y educado alemán con el que peleó en la final del salto de longitud. Los abrazos, las palabras risueñas y el consejo del teutón, que le dijo a Jesse que diera el último paso un poco antes para evitar que la intervención fuera nula, no se pudieron ocultar.

Y el mundo entero vio la camaradería después de la victoria del estadounidense, la vuelta que dieron ambos por la pista tomados del brazo en un gesto inexplicable para los naziz, y la caballerosidad de quien había sido elegido como el símbolo de la propaganda del régimen.

Long moriría siete años después, en un hospital británico, luego de ser herido en Sicilia, cuando las tropas aliadas intentaban recuperar el control de la zona en la Segunda Guerra Mundial.

La verdadera discriminación fue en casa

Las hijas de Jesse Owens confirmarían mucho tiempo después que su padre, un hombre que no hablaba de Berlín 1936 a menos de que le preguntaran sobre esas olimpiadas, no quería ir a las justas, pues no estaba de acuerdo con la manera en la que los nazis actuaban con los judíos.

Sin embargo, no tuvo opción, pues la crisis económica de 1929 hacía que las oportunidades para los negros fueran menos, porque necesitaba construir un nombre y así garantizar un futuro y una salvación. “Me fui en ese barco hasta Alemania para luchar contra Hitler, pero en el fondo, lo hice para luchar contra la segregación en los Estados Unidos”.

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Owens volvió, pero el racismo se mantuvo vigente, tanto así que luego de lo que hizo en Berlín, el presidente Franklin Roosevelt no quiso recibirlo en la Casa Blanca. Y Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico, aprovechándose de lo sucedido y de la fama del atleta, lo obligó a participar en competencias en Inglaterra y Europa, jornadas largas, hoteles precarios y alimentación escasa.

Y Owens se cansó, regresó a casa sin permiso del dirigente y, por ende, fue suspendido. Y su historia terminó a los 23 años, no pudo volver a correr (los deportistas olímpicos debían ser amateurs y no podían cobrar por competir).

Owens se cansó de ser el negro bueno, el fenómeno de circo que todos querían exibir, que todos querían explotar, y a finales de la década de los 50 se alejó por completo de las pantallas y del deporte, montó una empresa de relaciones públicas y se dedicó a dar discursos motivacionales por todo el país. Sus anécdotas perduraron e hicieron de él la figura que todo joven negro quería ser: honesto y puro. El 31 de marzo de 1980, cuarenta años atrás, murió de un cáncer de pulmón que se veía venir por la manera frenética en la que fumaba.

Ese día no solo murió Owens, también murió Alabama, porque, como dijo un amigo suyo de infancia: “James Cleveland no era solo él, éramos todos, y por eso cuando falleció una parte de nosotros se fue con él”.

*Texto publicado en marzo de 2020

@CamiloGAmaya

Por Camilo Amaya

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