La carrera más sucia de la historia
El ascenso y caída del atleta canadiense Ben Johnson, campeón olímpico en Seúl 1988 por apenas 55 horas. Fue despojado de su título, por doparse.
La práctica del dopaje en el deporte llegó para quedarse. Año a año aumenta la lista de nombres de hombres y mujeres que, en busca de la gloria, terminan –unos– con un manto de dudas sobre su rectitud deportiva, y otros hundidos en el desprecio social por engañar al mundo y arrebatarles el triunfo a atletas que se presumen limpios y honestos.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
La práctica del dopaje en el deporte llegó para quedarse. Año a año aumenta la lista de nombres de hombres y mujeres que, en busca de la gloria, terminan –unos– con un manto de dudas sobre su rectitud deportiva, y otros hundidos en el desprecio social por engañar al mundo y arrebatarles el triunfo a atletas que se presumen limpios y honestos.
Le puede interesar: María Isabel Urrutia y la mirada gris que conquistó el oro
En la antigua Grecia, los atletas bebían cocciones de vino y brandi, a la par que comían testículos de animales para aumentar sus niveles de testosterona. En los tiempos modernos, en los Juegos Olímpicos de San Luis (EE. UU.) 1904, el corredor Thomas Hicks venció en la prueba de maratón con la ayuda de inyecciones de estricnina y brandi, y se convirtió en la primera víctima del doping tras desplomarse al cruzar la línea de meta.
Ochenta y cuatro años después, durante los Juegos Olímpicos de Seúl 1988, Ben Johnson, atleta canadiense de origen jamaicano, se hizo célebre por ganar el hectómetro en apenas 9.79 segundos increíbles (nueva marca mundial) y derrotar – en la carrera más publicitada de la historia del olimpismo – a la estrella estadounidense Carl Lewis (9.92), quien cuatro años antes había igualado la gesta de Jesse Owens al colgar sobre su pecho cuatro medallas de oro en las mismas pruebas que su compatriota lo hiciera en las justas de 1936 celebradas en Berlín, Alemania: 100 y 200 metros, salto largo y los relevos 4x100.
El 24 de septiembre de 1988, en Seúl, lo que más ansiaba Lewis no era repetir su glorioso tetracampeonato sino salir vencedor de los 100 metros para recuperar la medalla de oro de Los Ángeles 84 que alojó entre las manos inertes de William, su padre, fallecido en 1987. “La medalla sería suya para siempre. En ese momento quería otra, para mí mismo y para mi padre. No quería defraudarle”, escribió Lewis en su autobiografía publicada en 1992.
Rememora que segundos antes de empezar la carrera “lo miré, me di cuenta de que sus ojos estaban muy amarillos. Síntoma característico del empleo de esteroides. Ben parecía un levantador de pesas y yo ya me había acostumbrado a su aspecto, pero aquellos ojos amarillos… No podía dejar de pensar en esos ojos amarillos. ‘Este cabrón lo ha vuelto a hacer’ pensé. Sabía, por personas cercanas a Ben y otras del circuito de atletismo, que en el pasado había tomado esteroides para hacerse más fuerte y rápido, para obtener una ventaja ilícita…”.
La foto de Johnson cruzando la meta aquel día, tomada por Romeo Gadat, es tan icónica como la del rostro del Che Guevara (de Alberto Díaz, 1960) o la del saltador Bob Beamon (de Tony Duffy, 1968). En la imagen, Ben aparece con el brazo derecho hacia arriba y el dedo índice apuntando en dirección al cielo para señalar que era el número uno del mundo, mientras Carl está a su izquierda tratando de pisar angustiosamente la línea de meta sabiéndose derrotado. “Le llevaba tanta distancia al resto que les podría haber mandado una postal”, diría después Charlie Francis, entrenador de Johnson y arquitecto de su metamorfosis deportiva, no propiamente a base de entrenamientos intensos.
Una vez hubo terminado la vuelta de honor un periodista le preguntó a Ben qué era lo que más valoraba, el récord del mundo o la medalla de oro. “La medalla de oro”, respondió, porque es algo que no te pueden arrebatar". Se equivocó.
La carrera más sucia de la historia
Carl Lewis estaba furioso y se sentía impotente. “Dios, quería ganar para papá, pero era imposible. No iba a ocurrir”, se resignó. Apenas 30 minutos después de la carrera se efectuó la ceremonia de entrega de medallas. Con el metal dorado adornando su musculoso pecho, se llevan a Johnson a la grada, para recibir una llamada telefónica del primer ministro de Canadá, Brian Mulroney. “Reciba mis felicitaciones de parte de todos los canadienses”, le dijo Mulroney. “Ha estado usted espléndido. Aquí en Ottawa ha habido una explosión de júbilo”.
“Gracias”, le contestó Johnson.
Tras ello, Johnson se abre camino en dirección al control antidopaje. Lewis, el británico Linford Christie y el estadounidense Calvin Smith, ya lo habían realizado. Los cuatro primeros clasificados tenían que pasarlo obligatoriamente. Ben fue el último que se presentó al control. En la sala de espera, durante dos horas el canadiense consumió ocho cervezas para llenar su vejiga, ir al baño y entregar después dos frascos con muestras de su orina.
(La hazaña histórica de Ximena Restrepo)
Ben tartamudeaba desde sus 12 años y en la rueda de prensa, casi borracho, lo más lúcido que dijo fue: “Mi nombre es Benjamin Sinclair Johnson Junior, y este récord se mantendrá cincuenta años, incluso un siglo”. Se equivocó de nuevo.
Durante la rueda de prensa un periodista hizo gestos en los que imitaba que se inyectaba algo en el brazo. Los rumores sobre el dopaje del velocista americano llenaron a muchos de incredulidad.
El periodista escocés Richard Moore, quien investigó a fondo las carreras deportivas de Carl Lewis y Ben Johnson, así como sobre su entorno y de las personas que los rodeaban, rememora en su libro La carrera más sucia de la historia, publicado en inglés en 2011 y traducido al español en 2018, que el domingo 25 de septiembre de 1988, veintiocho horas después de la victoria de Ben Johnson, el doctor Jong Sei Park, director del laboratorio antidopaje de Seúl, analizó un frasco de orina, pero sin saber que era la de Ben Johnson, una más entre las cien muestras que Park y su equipo examinaron.
Relata Moore que, al estudiar la muestra, Park descubrió metabolitos del esteroide anabólico Estanozolol, de lo cual informó al comisario que supervisaba el laboratorio y al Príncipe Alejandro de Mérode, jefe de la comisión médica del Comité Olímpico Internacional (COI), a quien le fue entregado el código del frasco y lo confrontó con una lista que solo él poseía, haciéndolo coincidir con el atleta al que le pertenecía. De inmediato, escribió un comunicado con la noticia del positivo de Johnson, y cuyo resultado fue después confrontado con la muestra B, que también dio positivo. No había duda, el canadiense había hecho trampa.
La noticia del positivo del canadiense explotó cincuenta y cinco horas después de la carrera. “Atención. Me acaban de pasar una nota que, en caso de confirmarse, será la noticia más dramática de estos Juegos Olímpicos, y puede que de muchos de los que sigan”, dijo ante las cámaras el periodista Des Lynam, presentador de la BBC, durante el transcurso del programa The Olympic Day, en el cual leyó un cable de la agencia AFP. Alguien filtró la mala nueva para Johnson y el mundo del deporte.
No, no y no…
La noche del lunes 26 de septiembre, al ser enterado del resultado positivo por dopaje de su pupilo, el entrenador Charlie Francis se mostró genuinamente extrañado frente a la cúpula de la delegación canadiense, y negó saber de qué se trataba.
(“La fabulosa historia del atletismo colombiano”, el libro de Ricardo Ávila Palacios)
En la casa donde se alojaba Lewis, en las afueras de Seúl, el teléfono sonó a las cuatro de la mañana del 27 de septiembre. Joe Douglas, representante del atleta, contestó. Al otro lado de la línea un periodista norteamericano le pregunta: “¿Qué piensa sobre el positivo de Ben Johnson?”. Era la noticia que esperaban.
El hombre sobre el que se cernía lentamente una gran tormenta permanecía en la habitación 2718 del Hotel Hilton, sin sospechar nada. Hacia las cuatro de la mañana, Johnson se enteró sobre su positivo y que había sido despojado no solo de su medalla sino de su récord, tras ser descalificado por dopaje.
En los primeros interrogatorios del proceso de investigación abierto contra Johnson, este negó rotundamente haber consumido sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento deportivo. Francis les había inculcado a sus atletas: “negar, negar y volver a negar”.
La teoría de su defensa fue la presencia de un personaje misterioso en la sala de espera en la que Ben se tomó las ocho cervezas antes de entregar su muestra, y que ese personaje había introducido alguna sustancia a su bebida. Cuestionó la falta de seguridad y la informalidad en que estaba sumido el puesto de control.
Y aunque el personaje misterioso sí existió, nunca pudieron demostrar que hubiera manipulado alguna de las cervezas consumidas por el canadiense. Al final, Francis confesó toda la verdad a una comisión investigadora en Canadá, denominada la Comisión Dubin, pues estaba liderada por el magistrado jefe adjunto de Ontario, Charles Dubin.
A medida que testificaban atletas, entrenadores y médicos, se hacía más evidente que a Ben le costaría mucho mantener su negativa. Francis confesó que desde 1981 su pupilo y otros atletas a los que entrenaba, habían estado tomando esteroides para mejorar su rendimiento y que la sustancia fue parte primordial del programa de entrenamiento que condujo al récord mundial de Ben en Roma 87 y los olímpicos de Seúl 88. Ambos récords fueron eliminados de la lista oficial de marcas mundiales.
Según describe Lewis en su autobiografía, Francis comentó que había inyectado drogas a Ben y había observado como este y sus compañeros de equipo se inyectaban unos a otros. También tomaban pastillas. Charlie, fallecido en 2010, enumeró una amplia variedad: dianabol, furazabol y otras. Añadió que sus atletas habían tomado una hormona humana del crecimiento.
La historia que cuenta Moore es mucho más larga y cargada de hechos en los que el deporte se mezcla con el espionaje, la corrupción y la connivencia con el dopaje e intereses ocultos de altos dirigentes del deporte.
Pero la historia, se comenta en la contratapa de La carrera más sucia de la historia, era más compleja de lo que parecía. Prácticamente todos los finalistas de los 100 metros en las olimpiadas de Seúl 88 han sido relacionados de alguna manera con el dopaje. Apenas dos de los ocho que ese día participaron en la publicitada prueba, han logrado mantener una reputación sin tacha: el brasileño Robson Da Silva y el estadounidense Calvin Smith.
Ni siquiera Carl Lewis se salvaría de los señalamientos de atleta sucio, pues había dado positivo por estimulantes en las clasificatorias del equipo de los EE. UU., tres meses antes de inaugurarse los Juegos Olímpicos de Seúl 88. Los gringos ocultaron este hecho, pero quince años después un periodista noruego obtuvo el informe oficial del positivo de Lewis y lo divulgó al mundo en 2003, aunque el flamante medallista olímpico omitió comentar eso en su autobiografía.
Este hecho fue considerado por las autoridades deportivas de EE. UU. como un “dopaje involuntario”, ya que Lewis se defendió afirmando que había comprado vitaminas en un supermercado sin saber que contenía una sustancia prohibida. Y le creyeron. Al final, Lewis recuperó la medalla de oro que tanto quería.
Años después otros velocistas siguieron cayendo, entre ellos Tim Montgomery, en 2002; Justin Gatlin, cuatro años suspendido por dopaje a partir de 2006. En 2014, otro atleta estadounidense y excampeón del mundo, Tyson Gay, por entonces el segundo hombre más rápido de la historia, fue sancionado por un año por dopaje. Entre otros escándalos, la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) castigó a Rusia con cuatro años de aislamiento internacional al concluir la existencia del denominado dopaje de Estado patrocinado desde las altas esferas del poder político de ese país.
Y, lamentablemente, seguirán llegando noticias de este tipo. Como lo dijo Charles Dubin cuando investigaba el caso Johnson: “Al deporte lo aflige una crisis moral” proveniente de la cultura del deporte de élite al que calificó como una máquina succionadora de cualquier atisbo de ética.