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Mi suegra, un espejo y la Copa del Mundo

La grandeza de una bandera que se va armando, una voz —un corazón—, a la vez. ¡Gracias Argentina, no dejas de sorprenderme con el tamaño de tu pasión! Testimonio familiar un mes después del Mundial de Catar.

Manuela Lopera * / Especial para El Espectador
19 de enero de 2023 - 03:43 p. m.
La histórica celebración del título mundial en la autopista 25 de mayo en su intersección con la Avenida 9 de Julio, en la ciudad de Buenos Aires. Argentina se proclamó campeona en Catar tras ganar en la tanda de penaltis (4-2) a Francia, después del empate 3-3 en los 120 minutos de juego.
La histórica celebración del título mundial en la autopista 25 de mayo en su intersección con la Avenida 9 de Julio, en la ciudad de Buenos Aires. Argentina se proclamó campeona en Catar tras ganar en la tanda de penaltis (4-2) a Francia, después del empate 3-3 en los 120 minutos de juego.
Foto: EFE - Alan Eidelstein

A un mes de la épica argentina y viendo toda la película en retrospectiva, elijo creer que la señal más clara llegó la madrugada del 3 de noviembre, que es el cumpleaños de Marci. Nos habíamos quedado dormidos poco antes de la medianoche y un par de horas más tarde, nos despertó un ruido seco. Sonó como un golpe, un estruendo que sin duda venía de adentro de la casa. (Recomendamos: Messi y su balance un mes depués de Catar).

Bajamos las escaleras, y en el suelo encontramos un espejo que tiene un marco de madera de color celeste, —sí, celeste—, en el suelo. Como si se hubiera caído con el viento o alguien lo hubiera tumbado al pasar. Lo más extraño es que el espejo no se rompió con el impacto. Volvimos a la cama pero yo me quedé pensando en el pequeño accidente, en la extrañeza que encerraba porque tampoco se había aflojado el clavo de la pared. ¿Y si era una señal de Celia? ¿Si era su forma de manifestarse en el cumpleaños de Marci? ¿el anuncio de un regalo? De haberse roto el espejo, podríamos haber pensado que se trataba de un mal presagio.

Ese día lo pasamos entre celebraciones discretas pero emotivas, Marcial cumplía 50 años después de un año en que se sometió a quimios y radios, perdió 15 kilos en varios meses en los que su vida se suspendió en ese limbo que es el mundo de la enfermedad.

Faltaban pocos días para el comienzo del Mundial, de una fiesta de fútbol en la que por semanas la gente se olvida del horror y de los problemas, en que se deja de ser ordinario para creer en algo más grande. En un país enardecido ante la política y el fútbol, las pasiones que componen su ADN. Esto había escrito Marci el año pasado: “Ojalá el fútbol sea capaz de atenuar la grieta, de reunir, de volver a construir patria celeste y blanca. Que la pelota y el éxito del equipo argentino tal vez apacigüen el incendio interno y abran una puerta al diálogo y al consenso político”.

Nuestro relato

Y así comenzó esta historia, con un equipo que llevaba 36 partidos invictos, que se auto proclamaba favorito antes de que lo creyeran los demás, que determinaron cábalas y coincidencias para convencerse de que lo que iba a pasar era algo que ya estaba escrito en las páginas de la historia del deporte.

Marci empezó a trabajar como editor del campeonato para un portal argentino y en su fiebre futbolera se sentó por horas a ver partidos y a escribir sobre las fases eliminatorias, descansando poco, desvelado, saltando de la cama para anotar ideas, lidiando con la primera derrota que puso un interrogante a esa Argentina —para el resto del mundo—, convencida antes de tiempo. Pero sobre todo eso, imaginando, fantaseando —como mágicamente ocurrió con todos sus compatriotas—.

A meses de empezar, se sentían confiados, “es éste”, decían. Recuerdo su convicción cuando conversaba con alguien durante los días previos: “vamos a ganar la copa”, mientras se encontraba con caras desconfiadas de colombianos que no daban un peso por estos “agrandados”.

La semana que empezó, estuve en un taller haciéndole un pequeño arreglo al carro, y conversando con el mecánico me dijo que no le gustaba Argentina, que eran soberbios, que se creían mejores que el resto. Me sorprendió que no apoyara a un suramericano (ante la ausencia de la Selección Colombia) pero no le comenté nada más. “No quiero que ganen”, fue todo lo que dijo.

Después fui recogiendo más opiniones adversas. Algunos cercanos apoyaban a México, alguien más tenía como candidato a Francia.

Mientras tanto empezaron las supersticiones de camiseta sin lavar, mismos pantalones cortos, mismas personas, mismo lugar para ver los partidos. Argentina ganó sin problemas los dos encuentros que le permitieron clasificar de primero en la fase de grupos. Llegó el día del partido contra Australia que quedó 2-1. En cuartos jugaron contra Países Bajos. Ese día era el aniversario de la muerte de Celia —mi suegra—. Por la mañana, Natalia (mi cuñada), estaba en la playa en la que habían echado sus cenizas y en el chat conjunto imaginamos si les haría el milagrito para seguir soñando. Ella se fue hace dos años, los mismos que cumple Maradona de muerto. Se murió 15 días después de que el ídolo mayor sufriera un paro cardíaco, que dejó al país y al mundo en un solo llanto —entre ellos Marcial—.

Esto le escribió a ella (en 2021) para el que hubiera sido su cumpleaños número 80: “Con la partida de Diego me fuiste preparando para la tuya. Me costó llorar porque pensé que con cada lágrima se iría el fuego interior del recuerdo. Sentí que tu señal conmigo era la pérdida del 10, dos semanas antes de la tuya, con lo que había escrito antes y después de tu muerte. Te emocionaste fuerte con esas historias breves y sentidas que a lo mejor también te envolvían a vos tácitamente, lo presentiste y creo que te dieron un doloroso alivio. Pero la semana pasada y en la experiencia onírica más descabellada, apareciste vos, tendida en una cama, bien peinada como te gustaba, vestida con ropa casual y del otro lado de nuestra vida. Yo me sentaba al costado de tus pies y con un lápiz pintaba tus zapatillas blancas impecables. Mientras trazaba figuras y arabescos, te imploraba con absoluta tranquilidad que nos enviaras paz. Me apretaste la mano que me quedaba libre —y acariciándola—, me dijiste que sí, que era tu causa, que habías estado muy loca los últimos días antes del viaje al otro lado. Te pedí lo mismo que el día de tu partida, lo seguiré haciendo en oraciones y en cada fecha de celebración cuando levante una copa. Aprovechaste la remontada del barrilete cósmico y te subiste a volar (…) ojalá volvamos a encontrarnos en esos sueños locos y mientras garabatee tus zapas te seguiré pidiendo lo mismo, que nos mandes paz”.

Marci lloró la muerte de Diego y apenas unas semanas más tarde quedó huérfano.

Cuando nos conocimos, él le contó a su mamá que estaba saliendo con una chica que había conocido en Medellín —a donde había venido a vivir—, que se llamaba Manuela.

—No puede ser, —le respondió ella, asombrada.

—Mis abuelos se llamaban Marcial y Manuela —le dijo. Marcial era un señor gallego, y Manuela, una mujer del campo argentino. Las benditas coincidencias, otra vez.

Astrología, numerología, coincidencias con el 86, y Diego, la presencia metafísica del 10, su influjo, su legado.

Los supersticiosos se dieron a la tarea de buscar las coincidencias con aquel último partido del 86 y las encontraron: Las dos finales se jugaron al mediodía (hora argentina). En los dos mundiales jugaron Canadá y Marruecos; Brasil quedó eliminado en cuartos por penales; encontraron este dato que es delirante —como el espíritu de esta nota—: los árbitros de las dos finales Romualdo Arppi Filho (que pitó en México), y Szymon Marciniak (en Qatar) nacieron el mismo día: 7 de enero.

En las finales del 78 y el 86, los arqueros rivales usaron buzo amarillo, igual que Lloris. Y otras más descabelladas como la conjunción de Júpiter en Piscis, o las dos visitas de Robert de Niro a Argentina, la primera justo en el 86, y la segunda, en el 2022.

En el documental Sean eternos, que lanzó Netflix hace un tiempo, hay una anécdota sobre el juego de cartas españolas que comenzaron Rodrigo de Paul y el Papu Gómez. La dinámica consistía en que si adivinaban una de diez ganaban la copa. Empezó a tirar el Papu: cinco de Bastos, doce de Oro, en la última tiró ancho de Bastos y le atinó. “Quilombo, grito, abrazo, ganamos la copa, es ésta”. Luego siguió Di María que le atinó a la primera con el seis de Bastos. Le tocó a Otamendi, que acertó al primer intento con el siete de Espadas. Hicieron un trato, si la adivinaban, se la tenían que tatuar. Por último le tocó el turno a Leo, que fue tirando cartas sin adivinar. Él había perdido cuatro finales (cuatro copas con Argentina). Siguió y de pronto dijo cinco de Copas. “Ahí dijimos: listo. No podemos perder”, recuerda el Papu.

Antes de conocer a Marci me gustaba recoger las monedas que me encontraba en el suelo y las piedras con formas curiosas. Si hilo más delgado, ya tenía pequeñas manías como no pisar los empates que tienen las aceras en la calle o evitar el número 13. Así que con esto de las cábalas no se me hizo tan difícil familiarizarme. Muchas veces he tenido que salir del cuarto porque no puedo ver algunos partidos de Racing, en la casa hay una sillita azul que era de mi hija (cuando estaba pequeña) y que Marcial empezó a sacar cuando juega su equipo; Aquel domingo (de la final), en un momento dijo: “¡El mate, boludo! Dejamos de tomar mate y nos empataron”.

Mi suegra era la reina de las supersticiones. Me acostumbré a la copa de sal para llamar la prosperidad, a que no se barre de noche, no se cortan las uñas en los días con ere ni cuándo anochece. No se deja el bolso sobre la mesa, no se pasa la sal de mano en mano, no se viaja martes 13.

Mientras miraba los partidos, entre el nerviosismo de esos empates agónicos, primero con Países bajos y después en la final, —como poseída— solo pensaba una cosa: “Empataron, aunque ya está escrito que van a ganar”.

El partido contra Croacia caía martes 13, una locura. Pero la suerte ya estaba echada. Ocho días después del aniversario de su muerte —y 25 días del de Diego—, el mundo se detuvo para ver a Messi levantar la copa en Qatar.

Los que no somos argentinos nos preguntamos cómo consiguieron viajar al Mundial, cómo lograron —en medio de la crisis—, dejar todo para perseguir una pasión.

Como en una suerte de realidad paralela se las arreglan para figurar en los primeros lugares, llevar a sus representantes a lo más alto de los podios, de los rankings, de los récords. A pesar de todos los contras nunca han dejado de creer en ellos y hoy nos demuestran —al resto del mundo—, que ningún sueño es tan inalcanzable si se lo desea con la furia del corazón. Nos enseñan que se juega, se ama y se vive a manos llenas. Aunque a veces la vida traiga adversidad. Estos días incluso bajó la inflación —ese misterio que ningún gurú económico ni político ha logrado dilucidar—.

Es pensamiento mágico, un poco de brujería, una locura hermosa ¡Qué más da! La copa se vino para América Latina, y a estas alturas quién puede decir que esta épica no es obra de Diego, esto escribió Marci hace dos meses: “Este 30 de octubre cumplirías 62 años, levantaremos una copa apuntando para arriba”. Millones de cábalas hicieron lo suyo porque esto un poco va del relato que cada argentino construye para contarse y contar a otros lo que significa esta camiseta. Así que todo coincide para que creamos que este momento es un regalo de su vieja, la misma que sufría porque a los 12 años el chico se le escapaba de la casa para ir a la cancha. Tomaba buses y trenes para llegar a la única cita que no podía perderse. Han pasado 36 años desde que ese niño vio a su equipo ser campeón mundial por segunda vez. Tenía 13 años, los mismos que tiene Lola, nuestra hija —otra coincidencia—. Hace un tiempo les contaba a unos amigos que tenía cosas en común con el mismo Messi. Ser un inmigrante que mantiene viva la ilusión de volver a su país o esto último: “Los papás de Lio se llaman Jorge y Celia, y tiene una hermana que se llama Sol”, Marcial también.

La grandeza de una bandera que se va armando, una voz —un corazón—, a la vez. ¡Gracias Argentina, no dejas de sorprenderme con el tamaño de tu pasión!

El espejo, que no se rompió, era entonces lo posible, el sueño. El de Marci —y de sus compatriotas—, ha sido levantar la copa, quedar campeones otra vez, conquistar la tercera. ¿Por qué no, si esta vez tenían —como en el 86—, al mejor del mundo?

Esa noche se fue a dormir casi escuchando en un susurro las palabras de su madre: “Visualizalo, ya está. Garabateá en las zapatillas blancas el esplendor del sol argentino porque, muy pronto, su brillo iluminará a todo el mundo”.

* Periodista freelance, aficionada a la gastronomía. Feminismo y literatura. Cocinera en @ele_cocina

Por Manuela Lopera * / Especial para El Espectador

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