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En las calles de Cartago los confundían. Ambos eran portentosos, de piel oscura, de sonrisa blanca, de brazos largos y manos grandes. Sin embargo, Nelson, el mayor, era temperamental, mientras que su hermano Jonathan siempre fue apacible, más bien calmado. Físicos similares, personalidades diferentes.
Eso sí, la misma alegría y espontaneidad para hablar; también para expresarse con seguridad. Juntos llegaron hasta el coliseo por curiosidad y juntos, como siempre en la vida, se dieron a la tarea de fisgonear luego de escuchar el sonido de la barra golpeando el pavimento fragmentado, de los gritos de unos animando a otros. Así empezaron los hermanos Rivas en las pesas, luego de que sus padres dejaran El Águila, un municipio del norte del Valle, de cultura cafetera por su cercanía con Risaralda, de fincas repletas de ganado, de recolectores llegando por montones para el descuñe en la mejor época del año, de montañas verdes cada una más alta que la anterior, de clima templado y de mulas andando a paso lento con sacos enormes a cada lado.
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“Yo me crié allá. De hecho, nací en Cartago porque en ese entonces no había hospitales buenos allá arriba, entonces mis padres bajaron para no tener complicaciones”, dice Rivas con voz pausada y la tranquilidad de haber sumado dos medallas de oro en los Juegos Centroamericanos de Barranquilla en la categoría de los 95 kilogramos. Con la misma tonalidad, y con la satisfacción de lo superado, mas no de lo olvidado, Jonathan habla de la pérdida de su hermano en 2011, cuando tenía 13 años y un dengue hemorrágico se llevó a Nelson en cuestión de días. “Era mejor que yo. De seguro ya tendría muchos títulos mundiales, pues su contextura era la ideal para este deporte”. Ese suceso, el peor de su vida, no lo amilanó. Por el contrario, sirvió como empuje telúrico para arriesgarse e irse a Cali dos años después, confiando en la palabra de Jáider Manjarrés, un entrenador visionario, exigente y para nada contemplativo a la hora de practicar.
Así llegó a la Institución San José, en el barrio La Luna de la capital vallecaucana, un lugar en el que se concentraban jóvenes criados en la calle, el espacio en el que compartió con los integrantes de la selección sub-17 de béisbol y otros deportistas que perseguían su mismo sueño: llegar al profesionalismo. “Ahí me di cuenta de que mi vida no era tan dura como yo creía. Que había gente con problemas peores”. Vivió bajo un estricto régimen de horarios y comidas, de disciplina y convivencia, de entender al otro. Y en ese entorno encontró el estímulo, y con la motivación llegaron los triunfos en encuentros departamentales, en eventos nacionales y también en salidas internacionales. En otras palabras, Jonathan empezó a ganar en todo lado y a cautivar con su forma de ser, sin las prevenciones del que nace en la ciudad, del que ve en el individualismo el camino al éxito.
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“De eso se aprovechó el ICBF. Porque cuando vieron que empecé a ganar torneos salieron a decir que yo era un niño de uno de sus hogares, desprotegido, para vanagloriarse de las victorias ajenas, supongo que para dar una buena imagen de la institución. Y eso es carreta. Sí, viví allí, pero porque necesitaba un techo, no porque me hubieran abandonado. Siempre he tenido familia y un padre que se preocupa por mí”.
Durmió en una habitación con siete personas más, pero nunca se quejó. Y aunque estuvo cerca de renunciar para volver a casa, prefirió guardar esa resignación para sí mismo, para no preocupar a nadie más, y se mantuvo firme, hasta el día de hoy, cuando es considerado uno de los pesistas con más proyección en nuestro país, como el seguro medallista en las Olimpiadas de Tokio 2020.
“Te digo que vengo del campo, que tengo los valores de mi padre, también su responsabilidad. Y un poco del talento de mi hermano. Ojalá todo eso me baste para seguir cumpliendo mis sueños. Por ahora ya tengo el primero, que fueron los dos oros en los Centroamericanos”, concluye el joven que eligió ser esclavo de las pesas, haciendo de este deporte su libertad.