La ayuda extra de la campeona Leidy Solís

Esta es la historia de una dinastía de pesistas, en la que todos los miembros de la familia han colaborado para que la vallecaucana sea la mejor del mundo en los 81 kilogramos.

Camilo Amaya
26 de septiembre de 2019 - 02:40 a. m.
La española Lidia Valentín (izq.), Solís y la estadounidense Jenny Arthur. / EFE
La española Lidia Valentín (izq.), Solís y la estadounidense Jenny Arthur. / EFE

Con la ternura que genera la remembranza del pasado, y hasta con la gracia de las travesuras hechas, Jéssica Solís habla de la única vez que ella y Leidy, su sobrina, que más parecía su hermana, vivieron la severidad de Benicia Arboleda, la mamá de la primera y abuela de la segunda. “Nos pegábamos duro de niñas. Eso era golpe va, golpe viene. Una vez mi mamá nos vio agarradas del pelo y sacó un látigo de vaca y nos dio tan duro, que nos salieron ronchas durante varios días”. Jéssica y Leidy dormían juntas, comían juntas, hasta estudiaban juntas (se llevan dos meses). En lo académico, una era buena para las manualidades y más sensible a la hora de dibujar, y la otra, Leidy, más práctica y radical, con mejores resultados en las ciencias exactas.

Tan diferentes, pero a la vez tan parecidas, empezaron en las pesas de manera simultánea en el coliseo Benicio Echeverry de Tuluá. Desde la casa de la abuela, en el barrio Nueva Farfán, se demoraban dos horas caminando hasta que Leidy, más vehemente y aguerrida que Jéssica (ella lo reconoce) se ganó una bicicleta luego de brillar en unos Juegos Departamentales. Eso hizo que el recorrido se hiciera más corto, más llevadero, pues una pedaleaba a la ida y la otra a la vuelta. Y así también se turnaban el manejo de la dirección. Un día, por la pereza de cargar el morral que compartían para las prácticas, les dio por amarrarlo delante del manubrio y en una bajada una de las correas se enredó con la llanta delantera y terminaron contra el asfalto. “Sabés que no lloró mucho. Ella siempre ha sido así: si hay que chillar, pues lo hacemos, nos limpiamos los ojos y seguimos para delante”.

Eso fue lo que les enseñaron en un hogar en el que la abuela, como la Mamá Grande de Gabriel García Márquez, inculcó desde siempre el respeto infinito y donde no pasaba nada sin que ella diera su aprobación o su rechazo, cuando era necesario. De hecho, doña Benicia, a la que le tocaba contar la gente cada vez que le preguntaban que cuántos dormían bajo su techo (llegaban hijos, sobrinos, nietos y amigos que fueron criados como hijos), las amamantó a las dos. “La madre de Leidy se la pasaba trabajando para que a la niña no le faltara nada, y por eso la abuela la educó”, dice la tía Nubia, con énfasis en la palabra “educó”, como si quisiera dar a entender que la verdadera educación de un niño se da en la casa.

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Por eso es normal que Leidy, la hoy campeona del mundo de los 81 kilogramos, le diga a su abuela madre, porque fue ella la que la llevó por las primeras corrientes de su vida, la que le enseñó a amar, así como a reflexionar. Leidy se fue de la casa a los 15 años para concentrarse con las selecciones nacionales en Cali. Y ante la ausencia, para que no interrumpiera sus estudios, Jéssica era la que llevaba las tareas de las dos, la que daba la cara cuando Leidy no cumplía. “Desde entonces le he ayudado en lo que puedo, todos le ayudamos. Voy al colegio por las calificaciones de Matías, su hijo, pues a ella le queda complicado por tanto viaje; mi sobrino Daniel es el que le revisa los cuadernos y mi mamá la que está pendiente de la lonchera y de que no le falte nada, como ha sido con los demás desde que tengo uso de razón, incluso con los que llegan a pedir ayuda”.

Doña Benicia, que vela porque cada cosa esté en su sitio y en su orden es, en gran parte, como el resto de la familia Solís, responsable en cierta medida de los triunfos de Leidy, pues su apoyo en la vida personal es lo que le permite a ella competir más tranquila, entrenarse sabiendo que siempre habrá un soporte y un sostén que no la va a dejar caer en los momentos más crudos.

No lo hicieron cuando Leidy se enteró de que estaba embarazada en plena concentración antes de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012, tampoco cuando a una semana de dar a luz tuvo un accidente en el baño: el vidrio de la ducha no era de seguridad, ella se resbaló y en su afán de que los pedazos no llegaran hasta el vientre puso el brazo izquierdo como escudo. “La llevaron a la clínica San Francisco y un cirujano le dijo que tocaba operar, que era con anestesia general y, pues claro, la preocupación era su estado, que se le viniera antes el bebé. Eso sí, le dijeron que si tocaba le hacían cesárea”, dice la tía Nubia.

Matías nació a los ocho días sin complicaciones, Leidy no pudo ir a Londres y durante cinco meses se sometió a un largo tratamiento para recuperar la movilidad en la muñeca, para reconstruir de a poco los tendones afectados por las cortadas y para recuperar la confianza. Su carácter, templado a pesar de su nobleza, no la dejó renunciar cuando unos pocos, que no lo conocían, insinuaron que era mejor que se retirara, que buscara qué hacer, que se dedicara al hogar porque el deporte de alto rendimiento ya no era lo suyo. “Sabía que iba a regresar, y hasta más fuerte. Es que para que la gente se haga una idea de su determinación: nosotras hacíamos carreras en una calle despavimentada y Leidy, para ir más rápido, se quitaba los zapatos y competía descalza sin importarle las piedras o los vidrios. Muy berraquita desde pelada”, recuerda Jéssica antes de reírse como un gesto de complicidad.

Tras quedarse fuera de los Olímpicos, Leidy volvió a levantar pesas en los Juegos Nacionales de 2012 y fue medalla de oro en su categoría. Ya después vinieron los triunfos en los Bolivarianos de Perú en 2013, en los Suramericanos de Chile al año siguiente, al igual que en los Centroamericanos y del Caribe en México. Incluso en los Panamericanos de Canadá, en 2015, fue la mejor en los 69 kilogramos al levantar 111 kg en arranque y 145 en envión. En otras palabras, una de las mejores del mundo. Luego llegó la buena noticia de la medalla de bronce en los JJ. OO. de Pekín (terminó cuarta, pero la tercera, Natalia Davidova, fue descalificada por dopaje), presea que se transformó hace dos años en plata tras la sanción a la china Chunhong Liu, por lo que la vallecaucana subió al segundo escalón del podio.

Por eso, tras la victoria de este miércoles, en el Mundial de Tailandia (81 kg), hubo un grito que por el relieve acústico de su voz se escuchó en todo el escenario, que la quebrantó y le enlagunó los ojos, seguramente por el recuerdo de lo vivido, de lo sufrido y de lo que viene de ahora en adelante para una de las cartas de Colombia para Tokio 2020. Ese es el premio para Leidy, una persona constante a pesar de las circunstancias, y para la familia Solís, que festejan como propio que una de las suyas haya logrado cumplir el sueño de un linaje de pesistas: ser campeón del mundo.

@CamiloAmaya

Correo: icamaya@elespectador.com

Por Camilo Amaya

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