La casa de Yuberjen, la recompensa a una vida de lucha

Después de muchos años de lucha y sacrificio, el lunes me entregaron mi casa. La alegría que siento es indescriptible. Por fin veo materializado todo por lo que trabajé.

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Yuberjen Martínez / adaptación: Jesús de la Hoz
08 de junio de 2017 - 05:51 a. m.
El Gobierno Nacional, la Gobernación de Antioquia, la Alcaldía de Chigorodó y Augura le cumplieron a Yuberjen.
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Cuando tenía 14 años mi familia y yo llegamos a vivir a Arboletes (Antioquia) para buscar un futuro más próspero. Fue un municipio que me enamoró desde el principio. Ese mar azul cristalino e hipnotizador, su gente festiva, acogedora y amena, fueron factores que me hicieron sentir como si hubiera hecho siempre parte de esta comunidad. Es un pueblo emprendedor, a pesar de que está en una región que ha sido golpeada por la violencia. Fue allí donde cambió mi vida: allí conocí el boxeo. (Conozca la actualidad del boxeo en Colombia)

En mi cuarto, que era mío y de mis hermanos, me imaginé un cuadrilátero, lo dibujé con mis ojos en el piso de cemento y allí comencé a soltar mis brazos. Practiqué los jabs, los golpes laterales y el gancho. Debo decir que no era muy ortodoxo. Mi cuerpo no se movía con la agilidad con la que lo hace ahora, pero sí le pegaba con furia al aire. En ese entonces mi sueño era uno: ayudar a mis papás a tener una casa propia. Y es que en 2007 ya habíamos pasado por Turbo, Apartadó y ahora estábamos en Arboletes. Hasta mi tía María Rocío nos decía los nómadas, porque íbamos de arriba abajo sin rumbo fijo.

Empecé a trabajar para ayudar a mi familia cuando mi papá, Juan Evergo, sufrió una lesión en la columna levantando un bloque de cemento en una construcción. Fue un golpe duro para todos, porque su cintura no volvió a ser la misma. Como el mayor de los cuatro hombres tomé las riendas y apoyé tanto como pude, vendí mangos y artesanías. Sabía que con cualquier peso podía ayudar para que hubiera un plato de comida decente sobre la mesa.

En esas probé las mieles del boxeo y quedé encantado con su sabor. Era dulce. Para mí era una diversión total. Una forma de despejar la mente y dejar de lado los problemas diarios. Una forma de golpear a la vida. De noquearla. Quería practicarlo siempre. Quería estar en el ring lanzando golpes y encontré en Beibis Antonio Mendoza mi primer apoyo para iniciar mi camino por una vía llena de espinas. Tanta fue mi afición, que quería arrollar a todos. No me importaba el peso, quería medirme a todo el que me pusieran al frente y cuando lo hice, casi siempre perdí.

En Arboletes el boxeo es como una religión, la gente venera este deporte y lo sigue con fervor. Allí di mis primeros pasos. Me pulí en todos los aspectos. Gané experiencia. El boxeo me convirtió en lo que ahora soy. Dejé de ser un niño extrovertido, callejero y travieso para convertirme en una persona más organizada. Por el boxeo maduré y me volví más responsable.

Cuando nos mudamos a Chigorodó, el 20 de julio de 2008, parecía que daba un paso atrás. Pero ese gancho que me mandó la vida, lo esquivé y logré mantenerme en pie. Mi mentalidad era clara, sabía que por medio de este deporte podía ayudar a mis papás. Continué entrenando. Lo hice con mi hermano Didier David. En ocasiones se me fue la mano y él iba a quejarse con mi mamá. Los regaños eran grandes. A veces me escondía para evitarlos.

Encontré trabajo en el taller de bicicletas Ciclomáximo sin saber de mecánica. Pero el tiempo con su paso implacable me iba arrebatando el sueño. Pasaba sin cesar y aún no podía ayudar a mis papás. Los días empezaron a ser duros, hubo entrenamientos en los que iba sin desayunar y otros en los que salía del trabajo directo al gimnasio. Jornadas de 16 horas, sin descanso. A mi cuerpo le estaba pasando factura el ritmo que llevaba. Quise renunciar, dejar todo de lado. Pero mi entrenador Wílmer Blanco no me dejó, y cuando no apareció él lo hizo Ceiber Ávila.

Recuerdo que una vez sentí que todo estaba demasiado duro y tomé la decisión de marcharme. Llegué calladito al entrenamiento, recogí mis cosas y estaba decidido a irme. Cuando escuché una voz detrás de mí: “Ajá, ¿y tú qué? ¿Pa dónde vas?”, quedé paralizado y frío. Apenas tuve la valentía de voltearme y vi a Ceiber, le respondí: “Tengo que hacer una vuelta” –pero mentiras, tenía toda la intención de irme para mi casa– él no me creyó y no me dejó salir.

Todo ese sufrimiento tuvo sus frutos. Se demoraron en llegar, pero entre más demorados, más maduros y jugosos. Por boxear me empezaron a pagar $300.000, cuando quedé campeón nacional. Fue un bálsamo. No era mucho, pero para mí era un montón. Tenía la posibilidad de colaborarle a mi familia mientras entrenaba. Ya tenía la posibilidad de centrarme completamente en el deporte y además tenía para mi desayuno, almuerzo y comida. Todo un lujo.

Ese fue el inicio del camino, que pasó por Río de Janeiro. Allá mi sueño comenzó a hacerse realidad. Gané la medalla de plata. Y gracias a esa actuación y a la intervención del doctor Ciro Solano (vicepresidente del Comité Olímpico Colombiano), todo empezó a materializarse. Ya no era la casa en el aire, como la de Rafael Escalona. Ya estaba cerca de ser de verdad.

Don Ciro me ayudó a contactar a la ministra de Vivienda e inició la construcción de la casa. Hubo demoras, debido a que se tenía que legalizar el terreno, pero fueron inconvenientes que a través del tiempo se fueron resolviendo. Ya había pasado lo más difícil, la espera de estos últimos meses era pan comido. El lunes me entregaron mi sueño materializado, ubicado en el barrio La Floresta, en Chigorodó. Es un barrio que está naciendo. Apenas está en construcción.

Yo no me cambio por nadie. Es una casa de dos pisos, de 73 metros cuadrados. Tres baños, dos arriba y uno abajo, cuatro habitaciones, sala, comedor y cocina. Además, me la entregaron amoblada, con sofá, cortinas, nevera y con todos los servicios. Es una casa inteligente, los pelaos me dicen que es más inteligente que yo. En medio de esta alegría que me invade, sólo puedo decir: gracias, este es mi sueño cumplido.

* Texto adaptado por Jesús Miguel de la Hoz. @J_Delahoz - jdelahoz@elespectador.com

Por Yuberjen Martínez / adaptación: Jesús de la Hoz

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