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Miguel Ángel Rodríguez, un hombre con estrella

La próxima semana Miguel Ángel Rodríguez cumplirá 30 años. Llega a esta edad con la felicidad de lograr su sueño: estar entre los mejores ocho del mundo en squash. Este 2015 se ubicó en el quinto puesto del ranquin PSA.

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Catalina González Navarro
13 de diciembre de 2015 - 05:58 p. m.
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“Mi hermana dice que yo nací con estrella y ella estrellada”, dice entre risas Miguel Ángel Rodríguez el número cinco en el mundo en squash. Un bogotano de 29 años que cogió por primera vez una raqueta a los tres y, cómo no, si su papá Ángel Rodríguez es el precursor de este deporte en el país.

El destino le dijo a su familia que sería exitoso y con los años lo han corroborado. También se lo dijeron a Cony, su madre, tres meses antes de que naciera su hijo. Cuando Cony tenía cinco meses de embarazo le dio apendicitis. La tuvieron que operar de urgencia y su gran preocupación era la salud del bebé. Por eso cuando el efecto de la anestesia pasó y se despertó en la clínica lo primero que hizo fue tocarse el abdomen, el médico le dijo: “Tranquila, este varón es para cosas grandes”. Tres meses después nació Miguel Ángel.

Luego, cuando tenía dos años y la familia viajaba por carretera desde Cali a Bogotá en medio de un aguacero, Ángel, su papá, no vio un desvío que había y siguieron derecho a un abismo. “Caímos al río, el carro quedó con las llantas boca arriba, mi papá se reventó la frente con el timón y mi mamá se rompió una costilla. Yo quedé debajo de la silla de mi papá”, recuerda.

Ese episodio aún no lo olvidan en la familia, pues creen que de ese accidente surgió la fobia de Miguel Ángel por las alturas. La primera vez que salió del país a competir estaba asustado de viajar en avión, así lo recuerda Cony. Sin embargo, Miguel Ángel dice que a esta edad ya ha ido reduciéndose el miedo y que solo les teme a los aviones pequeños.

La vida le dio una oportunidad más a los 17 años, en febrero de 2003, cuando se salvó del atentado de las Farc al club El Nogal, en Bogotá. Ese era su centro de entrenamiento, allí llegaba todas las tardes cuando salía del colegio a hacer tareas, así creció, entre el colegio, el almacén deportivo que administraban sus papás –en donde hacía las tareas– y las canchas del club. Ese viernes iba a jugar con el actor Jorge Enrique Abello.

“Las canchas estaban ocupadas y no pudimos jugar”, recuerda. “Ese día estaba con mi hermana y mi sobrina Valentina, que en esa época tenía dos años, ella fue la que nos salvó la vida. La niña lloró y yo subí al almacén a apurar a mi mamá para irnos. Salimos rápidamente para la 134, a la casa de mi tío y recibí una llamada en la que me decían que había una bomba. No sabíamos nada de mi papá y comenzamos a llamarlo pero las llamadas no salían. Luego supimos que mi papá salió a las siete de la noche”, agrega.

Tres obstáculos le puso la vida y todos los supo sortear. Aprendió de cada lección y mediante el squash afrontó la vida. Un año después de la bomba del Nogal, se inscribió a la PSA, donde arrancó en la posición 300 y desde allí no miró hacia atrás. El primer partido fue en 2005 en Québec (Canadá), con un francés y logró llegar a la final.

Siete años después, en mayo de 2010, cuando estaba jugando la final de un torneo en Argentina, se rompió los ligamentos. Iba ganando y se le dobló el pie hacia adentro. Decidió no parar, siguió y ganó. Llegó a Bogotá en silla de ruedas, en mes y medio logró recuperarse y jugar los Juegos Centroamericanos y del Caribe y obtuvo el oro.

Medallas como estas son las que ahora invaden su casa. A su corta edad ya ha ganado más de 300 trofeos. Pero como algunos se han dañado, despegó las placas y las pegó en un tablero. En su cuarto tiene una repisa en forma de pirámide donde permanecen los trofeos internacionales y encima de su televisor hay una con todos los nacionales. Y entre risas cuenta que cuando comenzó a jugar todos los trofeos de su papá estaban en la casa y ahora están guardados en una caja, pues él es ahora el que lleva los triunfos.

Por Catalina González Navarro

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