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Como en la historia de la humanidad, el león siempre ha sido un símbolo de poderío en la historia del fútbol desde 1863, cuando los ingleses patentaron tres leones en su escudo e hicieron de este deporte el más universal. Doy testimonio de eso desde Bogotá, la sede del Club Independiente Santa Fe, el primer campeón de la liga profesional de Colombia, en 1948 y, desde anoche, campeón 2025. No se trata de cualquier león deportivo, sino de uno de los más reconocidos de este continente por haber ganado la Copa Sudamericana (2015) y la Copa Intercontinental Suruga (2016) en Japón.
El alma de león la heredé de mi papá, Gilberto, melenudo goleador de su club aficionado, a quien no recuerdo tan feliz como en aquel 1975 cuando “Santafecito lindo” ganó uno de los diez campeonatos nacionales que ahora son estrellas que juntos lucimos en el pecho. Me puso mi primera camiseta roja y blanca y me explicó que esos colores venían del Arsenal de Inglaterra. Por eso también nos llaman arsenales. Me subió en hombros y me compró un Monaguillo, el muñeco que representa a la mascota santafereña y que me conectó de entrada con una fuerza que era desconocida para mí: un león real al que llevaban en una jaula para ser exhibido en el estadio El Campín antes de los partidos.
Con aires de circo romano, el melenudo Monaguillo rugía al ritmo de las barras bravas que coreaban “¡Somos los leones!, ¡Vamos leones!”, mientras por las tribunas se desplegaba una bandera gigante en la que se leía “La fuerza de un pueblo”.
Bebiendo café, le conté la historia al escritor y animalista Fernando Vallejo y me respondió con uno de sus sarcasmos: “El futbol es un circo degradante, por eso mi deporte preferido es el sexo”. Solo me dio el beneficio de la duda cuando le conté que a Monaguillo no lo volvieron a llevar a la cancha y pasó sus últimos años bien cuidado en un zoológico cercano a Bogotá, a donde todos los hinchas de Santa Fe íbamos a visitarlo para reivindicar nuestra esencia. Tampoco quedó convencido cuando le recordé a Albert Camus y su visión del existencialismo humano a través del león y del fútbol, según sus escritos, un “vínculo que nunca tuvo fin” desde que debutó en Argelia como arquero del Club Montpensier hasta que jugó en el Racing Universitario de Argel.
Puede haber razones para odiar el fútbol, pero para mí es una forma positiva de asumir la vida. A donde voy sigo a los leones, sean los de Estudiantes de La Plata, en Argentina (el equipo de Ernesto Sabato, que hablaba del “león interno” de las personas), a donde fui a escribir sobre los últimos años de Diego Armando Maradona con los lobos de Gimnasia y Esgrima; sean los del Athletic de Bilbao, en España -los acompañé a la final de la Copa del Rey contra el Barcelona en Valencia, en 2009; sean los leones indomables de Camerún o los almidonados leones ingleses, a los que vi jugar e incluí en mi libro “Vivir un Mundial. Crónicas de la Copa Mundo de Brasil 2014”. El fútbol me apasiona tanto que también escribí un libro sobre la generación de jugadores colombianos que lideró James Rodríguez, hoy estrella en el club León, de México. Y me tomo tan en serio el poder del león que mi carro es un Peugeot y sus luces laterales son en forma de colmillos que iluminan mi camino.
Recuerdos personales para dejar constancia de que mi Santa Fe de Bogotá se coronó campeón este 29 de junio de 2025, jugando de visitante en la ciudad de Medellín ante 45 mil seguidores del Independiente Medellín, haciendo valer nuestro ya legendario lema de “garra y corazón” hasta el último minuto cuando el goleador de la liga nacional, Hugo Rodallega -que antes jugó en la Premier League inglesa- anotó el 2-1 final mientras lloraba porque estaba lesionado. No quería salir del campo y, aún así, rengueando de la pierna derecha, armó una jugada colectiva y remató para darnos la décima estrella en una acción épica que debiera ser candidata al Premio Puskás al mejor gol del año (véalo acá).
Después de nueve años de espera, este nuevo título lo celebré hasta las lágrimas, abrazando a mi papá, ya los dos calvos. Él, a sus 82 años de edad, lo gozó más que el triunfo que nos unió para siempre hace medio siglo. Aunque me dijo al oído en tono paradójico: “Ojalá no sea el último, porque por más leones que nos sintamos, no somos eternos”. Recordé a mi amigo Juan Villoro, que dice que su padre era filósofo hasta viendo fútbol. El mío también, a su manera.
