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Sobre el fútbol espectáculo

Empezó calificado como un mal chiste y terminó siendo una buena oportunidad para reflexionar sobre la filosofía de este deporte.

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Nelson Fredy Padilla
09 de agosto de 2008 - 05:49 a. m.
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Prepárate porque, para bien o para mal, “puede ser un circo de locura”, me dijo esta semana el escritor mexicano Juan Villoro cuando lo puse al tanto del partido Real Madrid-Santa Fe en Bogotá. Tenía una razón poderosa para hacerme la advertencia. Hace poco se arriesgó en una misión suicida: seguir el más reciente clásico Boca-River, en La Bombonera, colado entre la hinchada de Núñez.

Y aunque sobrevivió, le quedó claro que “el anhelo casi siempre supera al resultado”. Es decir, que en estos tiempos del fútbol-negocio resulta casi excepcional que “el deporte primitivo que se juega dentro del campo” valiéndome de palabras de su amigo Jorge Valdano supere la presión del mercado que ha venido a “pisotear la hierba y la ética”, por cuenta de la globalización.

Juan, tan conocedor de las entrecosturas del balón (ver Dios es redondo), está de acuerdo con lo que advertía Oswaldo Ardizzone, una de las grandes plumas que pasaron por la revista argentina El Gráfico. Odiaba que le hablaran de “fútbol-espectáculo”, porque “al final es un fiasco”.

Con esa peligrosa mezcla de prevención y ansiedad, propia de un ilusionado hincha santafereño, me preparé para “el partido del año”. Pensé en no ir, para no sufrir en público la vergüenza de uno de esos partidos armados, forzados como parecía este, en los que lo último que se ve es buen juego. Pero cueste lo que cueste, es fácil sucumbir a la tentación de ver al Real Madrid en pleno. Ya me pasó en 2006 cuando vi subir por el Paseo de la Castellana, en la capital española, a un grupo de hinchas rumbo al Santiago Bernabéu. Esa tarde de fútbol no figuraba en mis cuentas, pero había tal furor por ver a “los galácticos” contra el Deportivo de La Coruña, que terminamos en una de las taquillas comprando dos de las poquísimas boletas que quedaban a un precio del que es mejor no presumir.

A la hora de contar los euros, me asaltó la misma duda de esta semana: ¿Valdrá la pena meterse la mano al dril? Preferí arrepentirme adentro que afuera y resultó uno de los partidos más bellos que he visto. Marzo 26 de 2006: Un dechado de la técnica de Zidane para explotar las capacidades de Ronaldo, Raúl, Robinho, Roberto Carlos, Baptista, Guti, Sergio Ramos, Beckham. Mi esposa que odia el fútbol estaba dichosa.


Zinedine no hizo ninguno de los cuatro goles, pero los creó todos driblando rivales al ritmo del coro de cornetas plásticas de la hinchada merengue. No olvido cómo recibía el balón, cómo miraba a sus compañeros, cómo amagaba, cómo los ponía a jugar, cómo los contagiaba de elegancia, de clase. Ese once blanco se movía al estilo de un ballet de talento sincronizado, con un ritmo que no parecía implicar esfuerzo sino gozo. Cercano al fútbol total. “Fácil”, opinaron varios periódicos al día siguiente.

Acudo al recuerdo porque una emoción similar sentí el miércoles en la noche cuando fui a ver el entrenamiento del Real en El Campín. Los 300 periodistas que estábamos al borde de la gramilla esperábamos verle unas cuantas poses para las cámaras y un estiramiento normal después de su viaje de once horas.

Sin embargo, el técnico Schuster salió, revisó el campo, le gustó la gramilla tanto como los camerinos recién remodelados y armó un entrenamiento de una hora y media que incluyó 40 minutos de fútbol. Viendo a Robinho hacer bicicletas, a Ruud Van Nistelrooy hacer los toques de primera más técnicos que he visto, a Guti parando la pelota, al zurdo Robben desbordando con el balón pegado al pie a pesar del pasto mojado, a Raúl haciendo veintiuna y avanzando con el balón pegado a la cabeza, pensé: si repiten una cuarta parte de lo que hicieron esta noche, golean al Expreso Rojo. No se quejaron del helaje como nosotros. Ganó el equipo de los petos naranja, con goles de Raúl, una “goterita” por encima del arquero desde el borde del área, y un taponazo de Robben. Guti practicó tiros libres diez minutos. Cobró diez, metió ocho a los ángulos.

Salí feliz y preocupado. Así hayan venido a Colombia por obligación comercial, no creo que suceda lo del 59, la última vez que se enfrentaron a Millonarios. Fue un 5 de julio, empataron 1-1 y El Espectador criticó con dureza el “bajo nivel” de los dos equipos, un Millonarios a la defensiva y un Real “decepcionante” en el que Di Stéfano jugó “muy por debajo del rendimiento


que le conocimos”. “La base del descontrol fue el mal estado de la gramilla y la altura”, se excusó la ‘Saeta Rubia’. Hubo rechifla de los aficionados porque les vendieron boletas que costaban entre 3 y 6 pesos para ver al “mejor equipo del mundo” y no hubo tal.

La legítima prevención frente al fútbol-espectáculo hizo carrera desde 1942 cuando Borges y Bioy Casares, aficionados a la redonda, la dejaron plasmada en el cuento “Existir es ser percibido”. Con una aleación de verdad y ficción criticaron a cuatro manos el fútbol “patraña”, el que genera “la falsa excitación de los locutores”, el que engaña al espectador. Lo veían convertido en “un género dramático” a cargo de “actores con camiseta ante el cameraman”. Se preguntaban si valía la pena seguir creyendo en el deporte, en la afición, en los ídolos.

Hoy les podemos responder que esta vez, por fortuna, Real Madrid y Santa Fe le sumaron profesionalismo al saturado marco comercial. Jugaron un partido tan entretenido que reconcilia con la esencia de este deporte, así la trasescena haya sido un negocio de cuatro millones de euros.

En el primer tiempo resurgió la garra del primer campeón colombiano, animada por la energía desbordada de la tribuna sur, que impresionó a los madridistas cuando vieron medio estadio cubierto por una sola bandera y sintieron encima los gritos de “¡Vamos, León!”. Hasta el arco iris apareció y se veía caer sobre estos controvertidos barras bravas, escudados tras pancartas no menos contradictorias: “Santa Fe mi pasión y muerte”, “El carnaval de los fieles”, “Aguante”, “Corazón de León”, “Te necesito para vivir”. La Guardia saltarina gritando frente al cordón de “robocops” de la Policía Antimotines.


Fue “un circo de locura”, para bien porque a los campeones de España les bastaron unos cuantos desbordes de talento de Van der Vaar, de Robben y de Pepe para empatar y ganar. Raúl no deslumbró. Michel Salgado y Guti fueron los lunares, se malcreen lo de “galácticos”. En todo caso, los “reales” vinieron en pretemporada, defendieron su prestigio, se ganaron los aplausos de 30 mil espectadores que vitoreaban “¡Madrid, Madrid!”, al menos en occidental, donde había miles de hinchas de Millonarios camuflados de merengues y hasta un santafereño con una bandera del Barcelona.

Rojos, azules y blancos pagaron entre 65 mil y un millón de pesos por boleta y se fueron satisfechos, incluso los santafereños como yo que en algún momento sentimos ganado el partido, coreamos un irresponsable ¡Ole!, antes de que la jerarquía del “mejor equipo de la historia”, según la FIFA, nos demostrara por qué desde hace 33 años nuestro equipo se olvidó de jugar como los campeones.


Villoro me lo había insinuado: “No vas a ver una gesta épica ni la batalla de las Termópilas, pero el fútbol necesita de esos partidos de trámite”. Incluso me dio esperanzas: “Me parece oportuno que el Madrid sostenga partidos amistosos en Colombia, donde hay más tradición y mejor nivel de fútbol”.

Y sí. La primera parte de su vaticinio resultó cierta. Se jugó con los balones estrellados del Real y no con el Golty. Lo que sucedió en El Campín no es más que la ratificación de la historia del balompié. Lo entiende quien siente la piel erizada al recorrer el pasillo de cristal bajo las tribunas del Bernabéu (hay que pagar diez euros), en el que los destellos de nueve Copas de Europa, 31 trofeos de Liga, 17 Copas del Rey, una Supercopa Europea, dos Copas Uefa, tres Copas Intercontinentales, varios balones de oro y hasta los guayos de sus cracks resumen el legado del Real Madrid, de sus triunfos.

Los jugadores del Santa Fe se merecieron la soñada camiseta que intercambiaron con sus ídolos. Nada más. De ahí pudo provenir el por qué el partido se les salió de las manos. Desaprovecharon una oportunidad de gloria. Un detalle antes del juego resultó premonitorio: Pacho Delgado le pidió a Robinho y luego a Baptista que se tomaran una foto con él. Tal vez por eso no me ha nacido pegar la primera mona en el álbum de los 60 años del Santa Fe, tal vez por ese mismo sentimiento vivimos de esa nostalgia que nos hace gritar en la tribuna: “¡Vamos a seguir fuerte hasta morir!”, hasta que el equipo recupere la convicción que tenía en aquel primer campeonato del 48, el que llevó a Eduardo Zalamea Borda a escribir su emocionante “Loor a los valientes campeones”.

Por Nelson Fredy Padilla

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