“Hoy no me parece muy viable políticamente una nueva ley agraria”: Rocío Londoño

La investigadora, que ha trabajado con el Centro Nacional de Memoria Histórica, asegura que limitaciones como las del “fast track” no permitirían dar un debate lo suficientemente profundo sobre una materia tan trascendental. Recuerda razones estructurales que explican la desigualdad en el campo.

María Alejandra Medina C. / @alejandra_mdn
02 de julio de 2017 - 02:00 a. m.
Rocío Londoño ha sido investigadora del Centro Nacional de Memoria Histórica. / Mauricio Alvarado - El Espectador
Rocío Londoño ha sido investigadora del Centro Nacional de Memoria Histórica. / Mauricio Alvarado - El Espectador
Foto: MAURICIO ALVARADO

Rocío Londoño es socióloga y doctora en historia. Parte de su trabajo ha estado dedicado a estudiar la ruralidad colombiana, como en la investigación del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) titulada Tierras y conflictos rurales. Historia, políticas agrarias y protagonistas, en la que se desempeñó como coordinadora. También hizo parte del grupo de expertos y académicos responsable de un documento que sirvió de referencia para calcular el tamaño del fondo de tierras contenido en el Acuerdo con las Farc.

Recientemente, en abril, junto con representantes de la Universidad de los Andes, analizó y formuló recomendaciones sobre el proyecto de ley para el ordenamiento social de la propiedad que el Gobierno empezó a socializar. Este fue un borrador de marco normativo que provocó las críticas de diferentes sectores de la sociedad, como gremios de la producción agropecuaria, organizaciones campesinas, defensores de derechos humanos, miembros de la academia e incluso funcionarios del gabinete del presidente Juan Manuel Santos.

El Ejecutivo terminó atendiendo algunas recomendaciones de los académicos, y escindió la propuesta en dos partes. La primera fue expedida por decreto ley en mayo pasado, con los instrumentos básicos para cumplir con lo acordado en La Habana en cuanto a acceso a tierras e incentivos para la productividad, entre otros puntos. La segunda, según lo anunciado, irá contenida en un proyecto de ley que el Ministerio de Agricultura presentará al Congreso el próximo 20 de julio.

En diálogo con El Espectador, Londoño compartió reflexiones sobre los problemas históricos del campo, algunas inquietudes acerca de la forma como se implementará la reforma rural integral y apreciaciones sobre hacia dónde debería apuntar el ordenamiento social de la propiedad en Colombia.

¿Cuál es el principal problema de la tierra en Colombia?

La concentración de la propiedad agraria en Colombia ha sido históricamente muy alta. Pero la estructura de la propiedad agraria ha cambiado. No podemos seguir sosteniendo que lo que la caracteriza es el latifundio y el minifundio. En el estudio de tierras del CNMH que coordiné mostramos la asignación de baldíos desde 1900 hasta 2015. El contexto del Frente Nacional, con el marco de la Ley de Reforma Social Agraria, la Ley 135 de 1961 y la Ley 1ª del 68, es el período en el que más adjudicación de baldíos a personas naturales ha habido. Hubo un incremento considerable de pequeños y medianos propietarios agrarios y la creación o ampliación de resguardos indígenas. Los consejos comunitarios de población negra o afro empezaron a recibir tierras a partir de la Constitución de 1991. En el estudio mostramos cómo se repartió la torta de la tierra y encontramos que una tajada fue de asignación a particulares, personas naturales y jurídicas; otro pedazo grande fue a resguardos indígenas, algo más de 31 millones de hectáreas, y otro pedacito, cinco millones de hectáreas, a consejos comunitarios.

Sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX era común que el Estado, que tenía muy pocos recursos, utilizara las tierras para pagar indemnizaciones a combatientes en las guerras o que las otorgara a colegios o universidades. La propiedad privada provenía fundamentalmente de asignaciones coloniales, tierra que era de la Corona y, con la República, de la Nación. Se hacían grandes concesiones a empresas de ferrocarriles o para la construcción de vías; concesiones de 100.000 hectáreas, por ejemplo, porque la tierra era abundante. A mediados del siglo XIX, Agustín Codazzi estimó que el 75 % del territorio no estaba habitado ni explotado. Pero el Estado luego puso topes a la asignación, porque la tierra se agota. Las haciendas se iban partiendo por herencias, ventas y sucesiones, y hoy tenemos una torta más compleja que el binomio latifundio-minifundio.

Pero, en esa torta, ¿hay concentración de tierra?

En la propiedad privada hay concentración de la tierra. ¿Qué pasó con la asignación? La legislación dice que usted tiene derecho a ocupar un baldío y, si cumple unos requisitos de ley, puede obtener un título. Es por ocupación previa, por demanda, que es lo que el Ministerio de Agricultura propone cambiar ahora. La mayor parte de los campesinos y colonos que han ocupado baldíos son pobres y ocupan dos o tres hectáreas. La ley les dice que les da la tierra que han explotado y otro tanto para que se expandan. Es una intención (de la ley) muy importante, porque gran parte de la producción de alimentos ha provenido de pequeños campesinos y colonos. Pero terminó consolidando la estructura agraria, la desigualdad, porque, a su vez, había otros medianos, más ricos, a los que se les adjudicaba mayor número de hectáreas. A los grandes concesionarios se les adjudicaban más de 1.000 hectáreas, legalmente. La hipótesis es que la estructura fue variando: surgieron más pequeños y medianos propietarios. Los grandes eran pocos, pero con mucha tierra, y eso produce asimetría.

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El tercer censo nacional agropecuario, el primero en 45 años, dio cuenta de esa concentración de la tierra, pese a que el ejercicio estadístico no midió predios sino unidades productivas (UPA).

De acuerdo con el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el 69,9 % de las UPA tiene menos de cinco hectáreas y ocupan menos del 5 % del área total censada. Tan sólo 0,4 % de las UPA tiene 500 hectáreas o más, y son el 40,1 % del total censado.

El estudio liderado por Londoño expuso que, entre 1903 y 2015, el Estado colombiano emitió más de 550.000 resoluciones de adjudicación de baldíos a particulares, por cerca de 24 millones de hectáreas.

¿Por qué la desigualdad se mantiene, a pesar de tantas adjudicaciones?

Eso no lo podemos responder científicamente con suficientes datos, porque el Incora y el Incoder no hicieron seguimiento y control de la tierra. No sabemos en manos de quién está esa tierra, cómo se han movido las transacciones. De manera que la pregunta es quiénes son los dueños de esas adjudicaciones del siglo XX. Una buena parte de adjudicatarios no concluyeron el proceso (de registro) y sus títulos son frágiles. La Superintendencia ha tomado nuevas decisiones en el sentido de abaratar los costos e incluso de hacer registros de forma gratuita, como lo prevé ahora el decreto ley, porque una de las trabas son precisamente los costos. Hay muchos colonos que para ir a registrar tenían que recorrer grandes distancias, incurrir en costos de viaje y de registro. Ha habido una agilización en el trámite de adjudicación de baldíos. Eso es importante para la formalización de siete millones de hectáreas que están en el Acuerdo.

Se presentará un nuevo proyecto de ley. ¿Cree que vale la pena derogar la Ley 160 de 1994?

El Gobierno fue sensato al acoger la recomendación principal de separar lo que tiene que ver con el acuerdo agrario de todo lo que tiene que ver con lo que se llama “ordenamiento social de la propiedad”. Aquí hay una ley para cada problema y vivimos llenos de leyes que no se cumplen. Para hacer ordenamiento social de la propiedad, ¿se requiere una ley o hay modificaciones que se le pueden hacer a la Ley 160? El argumento de defender la 160 no es sólo que lo viejo es mejor, sino que cada modificación legislativa tiene implicaciones tremendas, y ya hay una experiencia con la 160, hay una institucionalidad. Con desmontar toda la ley uno sentía que el Gobierno iba a quedar en el vacío mientras reglamentaba. Con la buena intención de unificar todo terminó siendo un proyecto de ley que abarcaba lo divino y lo humano, supremamente difícil y complejo de aplicar. No sabemos qué va a quedar en el nuevo proyecto legislativo, pero a mí no me parece viable políticamente una nueva ley agraria como la que se busca en este momento. Lo veo muy difícil, más aún con todas las implicaciones del fast track. Es un tema muy controversial. Veo un plazo muy corto para una ley de semejante envergadura. Pero el Gobierno tendrá razones para pensar que, aparte del decreto, necesita un marco normativo nuevo que resuelva problemas no resueltos, como la acumulación de baldíos.

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Uno de los temas más espinosos durante el debate del proyecto de ley de ordenamiento social de la propiedad que se conoció inicialmente fue el futuro de la Unidad Agrícola Familiar (UAF), que desde 1994 es la cantidad de tierra que, dependiendo de la zona, necesita una familia campesina para subsistir y formar un patrimonio.

También representa la extensión máxima de tierras baldías que se puede adjudicar. Pero, mientras es una figura que ha sido defendida por muchos, ha sido criticada principalmente por los agroindustriales. “Establecer hasta dónde puedo llegar a crecer es una condena a la pobreza. Las zidres (una figura aprobada en 2017) son un instrumento que permite el desarrollo incluyente, social y un estímulo a la asociatividad”, afirmó Luis Fernando Forero cuando era secretario general de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC).

Según Londoño, la UAF se estableció con la intención de abarcar las diferencias entre regiones, por ejemplo en la calidad de los suelos, y no estandarizar un país tan diverso. Pero, para ella, la definición actual de la UAF ya no tiene vigencia, en particular si se tiene en cuenta el desarrollo que ha tenido el país, por ejemplo, en materia de infraestructura, a pesar de la violencia y los rezagos que puedan existir en ese aspecto. En todo caso, considera que la UAF no ha sido sólo una cuestión técnica, sino política, al tocar sin duda los intereses de los propietarios.

¿Qué opina de la posición de organizaciones como la SAC, que dicen que la UAF puede limitar el desarrollo?

Es difícil decir que un pedazo de tierra de un determinado tamaño asegura por sí mismo unos ingresos. Las tierras solas no bastan. Si no hay ahorros, ¿cómo producen, innovan o incrementan productividad? Por eso la reforma rural integral prevé asignación de tierra, financiación de proyectos productivos, créditos y un subsidio de tierras, lo cual tampoco es una innovación. No quiero demeritar el decreto, pero hay una experiencia en Colombia. La Ley 160 de 1994 contempla el subsidio de la tierra hasta por el 100 %, como ahora. En la Ley 135 del 61 están todos los factores complementarios a la tierra, pero si uno mira las cifras del Incora en créditos otorgados o en apoyo técnico, la población campesina que tuvo acceso a eso fue mínima, y el censo agropecuario así lo muestra. La dotación de bienes y servicios públicos es fundamental. Sin eso no se sale de la pobreza. Se necesitan educación, salud y recreación.

¿Por qué, si todo eso ha estado tradicionalmente en la ley, no se ha llevado a la práctica?

Lo primero han sido los recursos. El estudio de la Misión Rural muestra la curva de recursos invertidos en el campo colombiano, que ha declinado históricamente. Hasta ahora hay un repunte en esa curva, por el proceso de paz principalmente. Pero ha habido déficit de inversión. Incluso los gremios se quejan del sesgo anti-rural que han tenido los gobiernos para privilegiar la inversión urbana.

Lo segundo es un problema crítico de capacidad institucional. Eso es preocupante porque el Incora logró desarrollar un impresionante aparato en territorio. Por eso las cifras del Incora son mayores que las posteriores, aun cuando en reparto de parcelas agrarias el avance fue muy escaso. Otro fenómeno para los recursos estatales y lo que se viene es la especulación que se genera bajo la expectativa de que el Estado va a comprar tierras. Habrá un encarecimiento de la tierra. Para cumplir sus metas (con el fondo de tierras), el Gobierno no tiene tierra suficiente, tiene que acudir a la compra. A pesar de que no hay un inventario de baldíos, lo que incluso dice la UPRA (Unidad de Planificación Rural Agropecuaria) es que la mayoría de baldíos, que aparecen como tales, están ocupados. Así, lo que ocurriría es formalización y no asignación. La pregunta es de dónde van a salir los tres millones de hectáreas para asignar nueva tierra. Otra cosa es formalizar siete millones de hectáreas, predios baldíos ocupados que no han solicitado la adjudicación o que no culminaron el proceso.

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Sobre el asunto presupuestal, el Gobierno no tiene un estimado oficial de los costos de realizar la reforma rural integral. Para Londoño, contar con ese cálculo ayudaría a fortalecer la confianza rumbo a su implementación. Eso cobra valor teniendo en cuenta que la falta de recursos invertidos ha sido históricamente causa y reflejo del olvido con respecto al campo.

No obstante, en este aspecto, expertos como los de la Misión para la Transformación del Campo calcularon que sacar al sector rural de su rezago histórico costaría $13 billones anuales hasta el 2030. Fedesarrollo, por su parte, llegó a una cifra un poco menor, de $142 billones en 15 años.

Así, sin duda, la política, su orientación y ejecución son tareas titánicas que este gobierno y los próximos tienen pendientes para empezar a cerrar de una vez por todas las brechas entre el campo y la ciudad y para que el esfuerzo de una “reforma rural integral” no sea en vano.

Por María Alejandra Medina C. / @alejandra_mdn

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