¿Por qué la política económica parece no solucionar problemas económicos?

Quien fuera presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Barack Obama, de 2013 a 2017, teoriza sobre el futuro de los países más desarrollados y los emergentes. Serie Pensadores 2017-2018.

Jason Furman * / Especial para El Espectador / Cambirdge
24 de enero de 2018 - 02:00 a. m.
Según Jason Furman -aquí a la izquierda, cuando era asesor económico de Barack Obama-, hay “desconexión entre las aspiraciones económicas de los descontentos y las herramientas políticas que tenemos a nuestra disposición para enfrentarlas”. / Foto de archivo de la Casa Blanca
Según Jason Furman -aquí a la izquierda, cuando era asesor económico de Barack Obama-, hay “desconexión entre las aspiraciones económicas de los descontentos y las herramientas políticas que tenemos a nuestra disposición para enfrentarlas”. / Foto de archivo de la Casa Blanca
Foto: The White House - Chuck Kennedy

El pasado año ha sido testigo de varios ataques, y de algunos intentos frustrados, al orden global basado en las reglas que ha apuntalado la prosperidad en las economías avanzadas del mundo y el rápido crecimiento de muchas economías emergentes. Luego se sucedió un debate candente sobre si la causa fundamental de estos ataques populistas es económica o cultural. Sospecho que la respuesta es una mezcla de ambas cosas, especialmente porque las explicaciones culturales plantean el interrogante de por qué ahora, mientras que las explicaciones económicas ofrecen una pronta respuesta: la desaceleración significativa del crecimiento del ingreso.

Un interrogante más difícil es qué se puede hacer al respecto. El desafío que enfrentamos consiste en la desconexión entre las aspiraciones económicas de los descontentos y las herramientas políticas que tenemos a nuestra disposición para enfrentarlas. Y, en algunos casos, las propias herramientas pueden ser políticamente contraproducentes.

Aun así debemos intentarlo, porque las encuestas de satisfacción con la vida revelan algunas tendencias perturbadoras. La satisfacción con la vida en Estados Unidos, según la medición de la Encuesta Social General, llegó a un pico en 1990 y ha venido descendiendo de modo sostenido, incluso a pesar de que los ingresos de los hogares han aumentado (aunque de manera tibia). Otras economías importantes también han experimentado niveles en baja de bienestar autodeclarado, incluida Italia, donde la medición de satisfacción con la vida de Pew alcanzó un pico en 2002, y también Francia.

El presidente Donald Trump ganó las elecciones de 2016 en parte por su promesa de ocuparse de los motores de estas tendencias -promesas que ni él ni ningún otro podrían cumplir-. Trump prometió restablecer los trabajos en la industria, aunque el empleo industrial está cayendo en todo el mundo en tanto las máquinas reemplazan a los seres humanos, impulsando una producción récord sin una creación acorde de empleos.

De la misma manera, Trump prometió restablecer la industria del carbón, que también ha venido declinando desde hace décadas, no sólo debido a algunas de las mismas razones tecnológicas, sino también como consecuencia de la caída del precio del gas natural y, en mucha menor medida, de una mayor regulación de la energía basada en el carbón. En términos más generales, su promesa de una creación sustancial de empleos, alzas salariales y crecimiento económico del 4 % o más está en clara oposición a factores profundos, como las tendencias demográficas y un crecimiento lento de la productividad a nivel global, que están en la raíz de los retos económicos de hoy.

La agenda política correcta es una que estimule un crecimiento más sólido y más inclusivo. Si bien los detalles varían de un país a otro, por lo general incluyen mejorar la educación, aumentar la inversión en infraestructura, expandir el comercio, reformar los sistemas tributarios y garantizar que los trabajadores tengan una participación adecuada en lo que concierne a sus futuros económicos.

Pero me preocupa que en las economías avanzadas, todas estas políticas combinadas sólo puedan causar una pequeña mella en los problemas de hoy. Los países en desarrollo pueden soportar grandes oscilaciones en el crecimiento como resultado de cambios políticos e institucionales importantes -por ejemplo, la transición de China a una economía de mercado, las reformas de la India para poner fin a la licencia rajó la liberalización económica en América Latina-. Pero todas las economías avanzadas están creciendo a tasas muy similares y nada en las últimas décadas sugiere que las políticas estructurales puedan tener un impacto significativo en el crecimiento de mediano y largo plazo (en ciertas circunstancias, las políticas de demanda de corto plazo pueden marcar una gran diferencia).

Si las economías avanzadas hicieron las cosas bien, su tasa de crecimiento podría aumentar, digamos en un 0,3 punto porcentual. Por cierto, vale la pena hacerlo; gran parte de la política económica tiene que ver con encontrar maneras de agregar pequeños incrementos a la tasa de crecimiento. Pero me resulta improbable que nuestra política vaya a cambiar radicalmente si el hogar mediano en Estados Unidos o Francia obtiene 1.800 dólares más después de una década.

De la misma manera, deberíamos estar haciendo un esfuerzo mucho más contundente para reducir la desigualdad. En algunos países eso significa fortalecer el poder de negociación de los trabajadores -salarios mínimos más altos y sindicatos más fuertes sería un buen comienzo- a la vez que se enfrentan las cuestiones que lo debilitan, como la connivencia de los empleadores y las limitaciones a la capacidad de los empleados de cambiar de trabajo.

Las políticas que promueven la competencia y reducen las rentas ineficientes también ejercen un papel importante. Eso incluye reglas antimonopolio más enérgicas y esfuerzos por reducir las barreras de ingreso, por ejemplo, dejando que la gente sea dueña de sus datos personales. Pero, una vez más, el impacto plausible de estas políticas no alcanzaría para superar los temores de la gente por la desigualdad y el lento crecimiento del ingreso.

Otras políticas son sensatas desde un punto de vista económico, pero pueden ser políticamente contraproducentes. Por ejemplo, si bien coincido fuertemente con la opinión generalizada de que una red de seguridad social robusta es necesaria para proteger a los “perdedores” de la globalización y la competencia basada en el mercado, temo que la creación de esa red pueda reforzar la cohesión social tanto como debilitarla.

En Estados Unidos, la Ley de Atención Médica Asequible de 2010 (“Obamacare”) fue la mayor expansión de la red de seguridad social en casi 50 años, y es difícil imaginar otra tan importante en los próximos 50 años. Pero un mayor financiamiento para el seguro de salud y la posibilidad marcadamente reducida de perder el seguro no han cambiado drásticamente la política estadounidense ni han aliviado los temores sobre las pérdidas de empleo a manos del comercio. Si algo pasó fue que la Ley de Atención Médica Asequible puede haber aumentado la polarización, dado que parte de lo que alimenta el populismo es el resentimiento de quienes perciben que los beneficios del gobierno son asignados a otros a expensa propia.

De todos modos, esas políticas económicas son los pasos correctos que hay que dar y podrían ayudar a apaciguar parte de la ansiedad. Pero también debemos ser humildes respecto de nuestra opinión sobre qué soluciones podrían servir para abordar nuestros problemas económicos actuales, particularmente la necesidad de promover niveles superiores de empleo.

En efecto, la solución para nuestros problemas políticos, en 2018 y después, tal vez no resida en políticas nuevas o circunstancias materialmente distintas, sino en encontrar mejores maneras de comunicar los desafíos que enfrentamos, los esfuerzos que se están haciendo para abordarlos y los límites inherentes que confrontan todos los responsables de las políticas. Tiene que haber una mejor respuesta que simplemente mentirle a la gente sobre qué son capaces de lograr nuestras políticas.

* Profesor de la cátedra de Política Económica de la Harvard Kennedy School y miembro sénior del Instituto Peterson para la Economía Internacional.

Copyright: Project Syndicate, 2017. www.project-syndicate.org

Trump causará daños en la economía de EE.UU. al menos durante diez años

Así lo explicó el economista profesor de la Universidad de Harvard y exasesor de Barack Obama, Jason Furman. En entrevista para la página web www.pulso.cl, el pasado 19 de enero, dijo sobre el primer año del presidente de Estados Unidos: “Hizo muy poco en 2017 y mirando hacia adelante el impacto de las políticas de Trump va a ser negativo. La reforma tributaria va a ayudar en el corto plazo, pero después conducirá a más deuda y déficit, lo que generará daños de aquí a diez años. Por lo tanto, la economía a largo plazo va a estar peor”.
Reconoció que “reducir los impuestos corporativos (de 35 % a 21 %) fue importante para EE.UU., porque eran muy altos, pero la reforma tributaria no pagó la rebaja en impuestos, por lo que el próximo año vamos a tener un déficit superior a los US$3 billones (millón de millones), lo que va a ser un verdadero problema para la economía estadounidense”. El déficit es tan grave que opinó: “Estoy muy preocupado. Nunca tuvimos un déficit como este, fuera de los momentos de una gran recesión o una gran guerra. A veces hay buenas razones para tener un déficit, pero no las hay ahora”.

Furman fue uno de los 26 reconocidos economistas y académicos que reclamaron el viernes pasado a Trump y al Congreso que faciliten un plan fiscal para Puerto Rico que reconozca que la deuda pública de US$72.000 millones es impagable y se requieren medidas de inyección económica para la isla, uno de los estados norteamericanos, devastados el año pasado por un huracán.

Por Jason Furman * / Especial para El Espectador / Cambirdge

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