El Magazín Cultural

Augusto Roa Bastos: la ira tranquila

A 30 años de la caída del dictador Alfredo Stroessner (1954-1989) en Paraguay, semblanza del más reconocido escritor paraguayo que hace 30 años recibió el Premio Cervantes de las Letras.

Dasso Saldívar * / Especial para El Espectador
13 de febrero de 2019 - 12:00 p. m.
Dasso Saldívar, biógrafo de García Márquez, el escritor Augusto Roa Bastos (1917-2005) y el ensayista peruano Édgar Montiel. / Archivo particular
Dasso Saldívar, biógrafo de García Márquez, el escritor Augusto Roa Bastos (1917-2005) y el ensayista peruano Édgar Montiel. / Archivo particular

Como una de las múltiples y lejanas consecuencias de la Primera Guerra Mundial, un próspero importador de mercaderías de Asunción, Lucio Roa, se vio obligado a cerrar su negocio en esta ciudad y a peregrinar en busca de otros trabajos. Sin pensarlo dos veces, se enganchó en un reclutamiento de hombres que iban a trabajar en la implantación de un ingenio azucarero. El tiempo pasó y Lucía Bastos no volvió a tener noticias de su marido. Tomó entonces a su hijo recién nacido Augusto, Totí, y se fue en su busca.

En medio de la jungla descendió del tren e indagó aquí y allá, hasta que dio con un centenar de hombres que construían la vía férrea del futuro ingenio. Preguntó por su marido y alguien gritó su nombre. En medio del revuelo que la aparición de la viajera con el bebé en brazos había provocado, un hombre cobrizo, con el pecho y la espalda llagadas por el sol y el desove de los insectos, se acercó a ella y la abrazó con un abrazo largo y frenético. Luego tomó a su hijo en brazos y se puso a sollozar. (Le puede interesar: La prehistoria literaria de García Márquez, por Dasso Saldívar).

“Me costó reconocer a tu padre, pero desde antes de verlo supe que era él”, le confesó ella al novelista años después. “Así fue —concluye el autor de Yo el Supremo— mi entrada en Iturbe del Manorá. Una especie de nuevo nacimiento en medio del sufrimiento y de la felicidad. Lo bueno fue que, andando el tiempo, ya no iba a distinguir el uno de la otra. Aunque a veces, claro, muchísimas, la partida la ganó el sufrimiento haciendo que la felicidad se refugiara en esa libertad última que uno lleva dentro de sí, que nada puede aniquilar”.

Cuando nace Augusto Roa Bastos el 13 de junio de 1917 en Asunción, hacía casi medio siglo que el tiempo se había detenido en el Paraguay como legado supremo de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), que devastó literalmente la mayor parte del país en su población y geografía. Tal vez por ello Lucio Roa había concebido una manera de exorcizar el tiempo varado: día a día, al término de cada jornada, le daba puntualmente cuerda a sus siete relojes. Al otro lado de las siete músicas se desgranaba el canto de la madre, Lucía Bastos.

Ella, hija de portugueses, tenía la pasión del canto, “una hermosa voz de contralto, pero más hermosa era ella; al menos así la recuerdo: con su cabellera rubia y sus ojos azules y esa voz de amplísimo registro que sabía imitar hasta el trino de las torcazas”.

El traslado de Asunción, la ciudad del tiempo detenido, a lturbe del Manorá, el hogar primero, el del tiempo neolítico, habría de determinar no solo el futuro del niño Augusto, sino el talante medular de su vida y de obra. “Allí asistí al crecimiento del ingenio azucarero, seguramente con la misma inconciencia de la gente del lugar, pobrísima y primitiva, cuya vida iba a alterar para siempre la llegada de la técnica. La nuestra también, por supuesto, en esa choza de adobe y paja en las rocosas barrancas de un río de nombre indígena intraducible al castellano. Allí estaban también las dos lenguas: un castellano puro, con sabor a clásicos españoles, dentro de la choza, y, fuera, el guaraní, la lengua prohibida, oral y ancestral, zumbando a todas horas como esos insectos libadores que dejan el aire impregnado de olor a miel. Pero eso estaba del otro lado; eso era tierra prohibida primero para mí, luego para mi hermana Emilia, que llegó un año después. Mis padres hablaban maravillosamente el guaraní, que es el verdadero idioma nacional y popular del Paraguay. Pero con los prejuicios de las familias criollas surgidas del patriciado capitalino, los padres no querían que sus hijos se contaminasen con la lengua zafia y plebeya de la incultura, del analfabetismo y del hambre. Mi padre, sobre todo, era inflexible en esta prohibición. Exseminarista, aún con la marca en la coronilla de las Órdenes menores, un hombre justo y puro que había descubierto tarde que, en una familia de religiosos —un obispo, varios curas y monjas—, su vocación no era la de ser cura, nos impuso, sin embargo, este tabú como un principio casi religioso. El descubrimiento de ese mundo salvaje, de esa gente más que primitiva, primordial, de esa lengua gutural y melodiosa como el canto de los pájaros, se convirtió para nosotros en una obsesión secreta contra la que nada podían las canciones de nuestra madre, las lecturas de la Biblia por las noches, o de las tragedias del extraño señor Shakespeare condensadas por un fanático suyo, otro más extraño aún señor Charles Lamb, y que mi madre nos leía en su edición española, mimándolas. Hacía un Próspero que yo todavía ando buscando entre los seres reales de este mundo, sobre todo cuando amenazan tormentas, como aquella tempestad que cayó un día y una noche sobre Iturbe del Manorá arrasando los techos del naciente ingenio y hasta las vías férreas que mi padre había ayudado a instalar”.

Sin embargo, su conocimiento del guaraní había de ser aún obra del azar y la clandestinidad. El viento de Próspero de aquella tempestad destrozó casas y chozas reuniendo a pobres y ricos, a “burguesitos castizos” e indígenas en una sola noche. Muertos y vivos se reconocieron al fulgor de las lámparas, mientras Totí y su hermana Emilia pactaban en conciliábulos la amistad con los otros niños.

“Otra fortuna nos deparó el ciclón: una mujer anciana que vivía sola en su choza fue salvada por mi padre, rescatándola de entre las ruinas donde había quedado aprisionada. Mi madre la ayudó a revivir. Cuando la furia y los daños pasaron, se quedó a vivir con nosotros. Y usted me preguntará cuál fue ese don de la tempestad. Ah..., la anciana pobrísima y esquelética solo hablaba en guaraní y conocía infinidad de relatos sobre la vida de la gente antigua, sobre mitos, leyendas y divinidades silvestres. Era una gloria. Mi madre también estaba encantada. Mi padre, menos, pero tuvo que aguantárselas como el remate de su propia obra de caridad. Ña Rufina nos enseñó a escondidas el guaraní, y como era un poco curandera y geomántica, muchas otras cosas más. Ah, doña Rufina, ¡cuánto la quisimos y cuánto la lloramos el día que amaneció sola y callada definitivamente!”.

Por aquella brecha abierta Totí empezó a conocerse, a ungirse del ancestro y la esencia de su país. Las escapadas se convirtieron en rutina: “En el tórrido verano de casi todo el año en el Paraguay, las horas de la siesta son horas muertas. Hay un eclipse del día y cae un sopor que es un anticipo de la noche. No se sabe si es el día que sale o la noche que comienza. La salvaje reverberación solar llena todo de una blanca tiniebla. Entonces mientras los grandes dormían ahogados en sudor, yo y mis hermanas Emilia (Mimola) y Rosa Victoria (Manení) nos escapábamos al río con los otros niños. Lo mejor era la «junta» prohibida con los chicos desnudos y cobrizos. No nos costó entendernos en esa lengua que solo a nosotros nos excluía”.

Pero en un país de muerte y destrucción, parecía que los niños no podían sustraerse al desafío lúdico de la muerte. El juego era un juego de aproximación a ella: a ver quién se zambullía casi rozando la aguja de asperón colorada. Muchos de los niños de aquella temprana complicidad quedaron ensartados en las rocas puntiagudas del río. Sin embargo, esta no fue la parte más dura de la iniciación en la vida salvaje del niño Augusto. Según les decía Ña Rufina, aquellos niños del río morían de “muerte natural”.

¿Y los que morían delante de las carretas que transportaban caña dulce para los trapiches del ingenio? ¿Esos morían también de muerte natural?, preguntaba Totí a su madre. Para aquel niño de seis años fue la experiencia más dramática descubrir la explotación del hombre por el hombre hasta la muerte, descubrir que “el don de la vida estaba regulado por la poca o ninguna comida que alguien podía llevarse a la boca. Que la aguja de asperón del río o las víboras producían muerte natural, pero que el hambre, las epidemias, la extrema miseria producían muerte forzosa”.

Y no otra cosa podía haber descubierto en Iturbe del Manorá: manorá significa en guaraní lugar para la muerte. “Este lugar no es bueno para vivir y menos para morir”, les repetía Ña Rufina en medio del humo de su enorme cigarro. Tal vez por ello, y no solo por el celo paterno, los padres de Totí decidieron que él y sus hermanas hicieran la escuela primara en casa: “Aprendimos a leer al año de empezar la escuela doméstica, que respondía también, por supuesto, al mismo principio del pecado y la interdicción original: todo en la casa, nada fuera de ella. Ya vimos cómo ese todo hacía agua por todas partes. El celo de los padres perpetuos debe ser, creo, la angustia de no poder encerrar para siempre en un puño el objeto de sus amores y sus odios; preparar esos hijos pródigos que nunca más podrán regresar al hogar”.

Y a esa preparación del hijo pródigo, don Lucio le imprimió no solo una férrea disciplina, sino un sello muy personal: “Mi padre tenía unos carteles extraños para enseñarnos a leer, que él mismo había diseñado y dibujado, empleando el método de la anagnórisis: aprender los signos por agnición o reconocimiento de sus grafismos; por su visualidad más que por su conceptualidad. Era el mismo que yo usaba, sin saberlo, para reconocer las orquídeas o las plantas medicinales. Así también aprendimos a escribir imitando la estupenda caligrafía de mi padre. Salíamos y entrábamos a horas fijas marcadas por los siete implacables relojes y el toque de campana, un trozo de riel que pendía de un alambre a la entrada del aula. Mi hermana Mimola se orientó en seguida hacia los números. Yo me demoré en la escritura. No sería nunca más que un amanuense, un copista de tres al cuarto, que dudaba de la palabra y creía en ella con el mismo triste fervor. Íbamos a dar los exámenes en la escuelita pública del pueblo para obtener la calificación oficial. Pero la única maestra y directora de la escuelita no hablaba más que en guaraní, por lo que no había exámenes escritos. Y el pavor de mi padre el primer año fue que tanto mi hermana como yo rendimos el oral en un primoroso guaraní, de acento casi populachero. Nuestra madre sonreía en la puerta con picardía y ternura. La maestra flaca y picuda nos premió con las mejores notas y nos abrazó y besó con mucha emoción. Pero esa noche tuvimos que rezar el rosario sobre los granos de maíz, que ya no hacían daño porque me había inventado unas rodilleras elásticas que siempre bajaban de los muslos en los momentos de castigo. Sin embargo, en las vacaciones de ese primer año de triunfo, mi padre regaló a mi hermana una burrita enana que parecía una lámina y a mí un cachiveo, una de esas piraguas indígenas excavada en el tronco de un cedro. Las tablas de la ley se iban resquebrajando. Siempre la felicidad y el infortunio haciendo pasos de contradanza tomados de las manos a nuestro alrededor. El amor y el rigor en torno a ese tiempo que se acababa”.

En esa contradanza, la felicidad se impuso finalmente de la mano del niño Augusto, quien a la sazón cumplía diez años: sus padres lo envían a Asunción a continuar los estudios y se aloja en casa de su tío, el obispo Hermenegildo Roa. A finales del siglo pasado, este había sido primer alumno del recién fundado Colegio Pío Latino de Roma. Habiendo terminado muy joven el seminario, tuvo que esperar a cumplir la edad reglamentaria para ordenarse sacerdote. El Papa Sixto V lo premió nombrándolo su camarlengo secreto.

Todo un futuro se le avizoraba pues al flamante curita en las altas esferas del Vaticano, pero no; su deber y su misión estaban en el Paraguay. Cuando regresó a Asunción se topó con cincuenta sobrinos semianalfabetos que había que educar y alojar. A ellos se dedicó con toda su generosidad.

“Paíno, así le llamábamos, pudo haber sido arzobispo de la recuperada Iglesia paraguaya. Por tres veces las ternas canónicas lo propusieron; por tres veces renunció al cargo altísimo y prefirió seguir trabajando en silencio la tierra baldía. Creo que de haber vivido hoy, ese hombre justo encarnado en el verdadero espíritu cristiano hubiera pertenecido plenamente a la Iglesia renovada por la teología de la liberación. Acabó relegado en su casa. Solo le permitieron la dispensa de celebrar misa sin salir de su prisión domiciliaria, a la que acudían los pobres y necesitados de toda clase. También le recortaron la pensión. Vivía encerrado con su armonio, mientras se iba quedando cada vez más pobre sin que jamás pronunciara una queja. ‘Mi rebelión es de otro orden’, respondía cuando le incitaban a reclamar sus derechos. Cuando murió hubo que vender el armonio y lo que le quedaba para comprar el ataúd”.

Después de Ña Rufina, el tío obispo fue sin duda el personaje más importante en la vida de Augusto Roa Bastos. En “El viejo señor Obispo”, uno de sus primeros cuentos, se refleja la vida de este hombre apasionado del amor y la verdad, el mismo que había de permitirle, en condición de secretario y monaguillo suyo, conocer desde temprana edad todos los pueblos y rincones del Paraguay, “descubrir esa fuerza viva y actuante de la religiosidad popular, sus ritos y ceremonias atávicas, el fenómeno fascinante de sincretismo y de transculturación de corrientes tan diversas y hasta opuestas que se daban en el Paraguay por la mezcla de dos culturas y de dos lenguas, de dos cosmovisiones, la indígena y la hispánica y su resultante: la mestiza”.

Pero fue, sobre todo, el hombre, que, como Ña Rufina, le enseñó a ver, a transformarse, desde la otra gran vertiente que determinaría al futuro novelista: la literatura del Siglo de Oro. “Paíno me brindó su biblioteca, en la que entré con más avidez que los ratones. El Siglo de oro relumbraba en los rincones entre las ringleras de los tomos en latín de la Patrística, de Teología y Derecho Canónico. Anclé en esos islotes emergidos de la literatura hispánica, más feliz que Robinson en su isla. Iba y venía de Cervantes a Quevedo, de Calderón a Góngora, De Lope a Gracián, pasando por los volúmenes escondidos de La Celestina y de El lazarillo de Tormes. Pero Don Quijote de la Mancha se convirtió en mi predilecto. Desde aquellos años de adolescencia creo que lo he seguido leyendo y copiando sin cesar. Un libro distinto, una historia fresca cada vez. Y ese Caballero del Verde Gabán tan parecido a mi tío el Obispo alto y seco, enfundado en su negra y zurcida sotana leyendo siempre sus ‘libros de caballería’ de la Iglesia en latín y griego, o escribiendo sin prisa, pero sin pausa su inconclusa ‘Historia de la Iglesia Paraguaya’, fundada un siglo antes de que Cervantes escribiera la historia más alta que vieron los siglos. Pero también tenía otros visitantes la biblioteca de mi tío. Los libros de Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Diderot, se codeaban un poco en desorden con los de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y los de Sor Juana. A estos últimos debo un momento decisivo en mi vida. Pero el azar de las lecturas había mezclado también, por ejemplo, Julia o la nueva Eloísa con el Cántico Espiritual. Pienso que, si pudiera empezar de nuevo a leer en plena virginidad de letra escrita, mis libros se reducirían a los que acabo de citar”.

A diferencia de otros autores, los pinitos literarios de Roa Bastos no estuvieron determinados tanto por las buenas y tempranas lecturas del Siglo de Oro, ni por el precioso legado de Ña Rufina, como por el flagelo histórico de su país. Habría de acaecerle un tercer nacimiento para que llegara este “hijo de hombre”: “Como mi segundo nacimiento en Iturbe del Manorá, mi nacimiento como escritor se debió también a acontecimientos que me sobrepasaban enormemente y que nada tenía que ver con lo que llamaríamos mi educación individual. La Primera Guerra Mundial fue responsable de alguna manera del exilio y confinamiento familiar en Iturbe; la guerra del Chaco con Bolivia determinó que tomara los hábitos del escriba. Evidentemente el signo de Marte luchaba con mi astrológico signo de Géminis para influir en mi poca vida y en mis muchas muertes. Pero yo, qué va, ni mellizo ni guerrero; a todo lo más, un niño con la doble cara de Jano”.

“Cuando la primera movilización de 1928, el pueblo acudió en masa para defender las fronteras de la patria. Los bolivianos también lo hicieron. Nada sabían unos y otros de fronteras mal definidas, del oro negro del petróleo que los gobiernos y las empresas creían que hervía en el vientre del inmenso desierto del Chaco Boreal. Caravanas de hombres, mujeres y niños pasaban a pie por Manorá. Los hombres acudían con sus familias y se morían de sed y hambre en la vía férrea. Mis padres organizaron una comisión de ayuda. Mi madre formó un teatrito popular que iba por los pueblos dando funciones para recoger dinero y alimentos para esos parias inflados de patriotismo. Se ponía en escena una obrita que mi madre y yo escribimos. Curiosamente el tema de la obrita era la historia de un excombatiente que vuelve del frente y pasa el resto de su vida en Manorá reproduciendo escenas de la 'hermosa guerra' que se había acabado. El excombatiente iluminado, poseído por el místico furor de la destrucción, entró después en un capítulo de mi novela Hijo de hombre”.

“Lucha hasta el alba” fue su primer relato, y su segunda incursión literaria, escrito a los catorce años en casa del Obispo. A esa edad no solo había leído la Biblia y los grandes místicos, sino algo de Marx y de Freud. Un amplio arco de lecturas que lo capacitaron para acometer ese acto de retaliación contra la figura de un padre excesivamente riguroso, casi feudal. “En este relato, en plena racha mística, yo retomaba a mi manera el tema de Jacob o la Persona. Un caso de retaliación, como dirían los psicoanalistas. El niño que se hace pasar por Jacob o que se cree ser Jacob logra matar al Ángel o la Persona, acaso a Dios mismo. En la luz del amanecer descubre que esa persona estrangulada y decapitada con el filo de una piedra tiene la figura del padre. En fin, este primer relato lo empecé a escribir en Iturbe al pálido fulgor de mi ‘lámpara’ de luciérnagas, un frasco lleno de esos lámpiros que fosforecen en la noche paraguaya. Pero este manuscrito se perdió en los trajines de sucesivas migraciones y emigraciones. Más de treinta años después, lo encontré, inexplicablemente, en un volumen de El tratado de la Pintura de Leonardo. El manuscrito hecho a lápiz estaba borroso y casi ilegible, y es uno de los que más quiero con un afecto por supuesto no literario, sino vital, existencial”.

Sin embargo, hubo antes una experiencia en la vida de Totí que comporta la verdadera prehistoria del futuro escritor. Al influjo combinado de Ña Rufina y de las lecturas de ese extraño señor Shakespeare que les hacía su madre, el niño Augusto había cruzado ya en lturbe las frágiles fronteras entre la realidad y la ficción: “Lo primero que escribí en realidad eran unas esquelas de amor a una amada desconocida muy secreta, a la que a veces entreveía en la oscuridad blanca de las siestas. Yo le escribía cartas y se las ponía debajo de una piedra con la idea de que viniera a recogerlas. Pero las esquelas seguían allí borradas por la lluvia. Un día encontré el papel arrugado, hecho una pelotilla a un costado. Un poco tembloroso deshice la pelotilla: la carta a la amada secreta estaba manchada de caca. Me lo tenía bien merecido, pero no quise aprender la lección: seguí escribiendo cartas. El deseo vive en el futuro. Si esto era así, las respuestas tenían que venir del pasado, o sea que yo estaba yendo y viniendo de un tiempo a otro, puesto que el presente no existe. Tampoco la realidad que la palabra trata de expresar, salvo que la palabra misma sea real, como en esa esquela de amor que alguien usó para necesidades más perentorias”.

Sesenta años después de que la Guerra de la Triple Alianza devastara al Paraguay inmovilizándolo de su tiempo, llegó la Guerra del Chaco a acelerar ese estancamiento con su enorme carga de destrucción y muerte. Para exorcizar este nuevo fantasma histórico ya no estarían las agujas de los siete relojes de Lucio Roa, sino la pluma y la ira tranquila y colectiva de su hijo. Los biógrafos de Roa Bastos insisten en su participación en esta guerra, pero él se empeña en minimizarla, incluso, con su habitual humildad y alergia a que se le considere el “gran hombre”, el “gran protagonista”, nos llegó a declarar algo así como que su participación en esa guerra no era más que puro cuento. Sin embargo, con los días llegó a confesarnos algunas parcelas de verdad:

“Cuando estalla verdaderamente la guerra del Chaco en 1932, yo estaba en tercero de bachillerato flotando en esa racha mística a que aludí, y de la que en cierto modo tenía la culpa ese admirable Juan de Yepes, convertido en el San Juan de la Cruz de Noche oscura del alma y Cántico espiritual, que había subido hasta Dios en ese infinito orgasmo de pasión; eso era tremendo: el cuerpo entero, el universo y la divinidad convertidos en una sola glándula de deseo inagotable; el inefable temor y temblor en que oscilan los místicos en la noche del alma. Menuda cuestión para un adolescente, interno en un colegio religioso, atacado del sarampión místico, y al que no le quedaba más recursos que la masturbación solísima pensando entre suspiros que sus poluciones seminales y sus plegarias subían hacia el sexo dulcísimo de Dios. Bueno, esto no es una broma blasfema. Era lo que yo sentía en aquel tiempo y que tanto me costaba confiar una y otra vez, aunque de distinta manera, a mi director espiritual en las confesiones de los sábados. La lucha del pobre hombre era terrible con ese muchacho infernal hincado en el reclinatorio y a quien solo atinaba a sobarle el lóbulo de una oreja mientras le musitaba que por ese camino no iba para santo, sino para temible hereje y criminal”.

“Para escapar a ese riesgo, hui del colegio deslizándome del dormitorio por una escalera de sábanas anudadas y me fui a la guerra. Soñaba con la purificación en el fuego de los combates. Me enviaron a los cuerpos auxiliares. Camillero de retaguardia, transportaba los cuerpos destrozados. Veía la muerte de los otros y me llenaba de heridas y llagas, envuelto en nubes de tábanos y moscas. Un día cayó una bomba de un avión boliviano sobre el campamento. Su explosión produjo muchos muertos y daños. Un compañero, de mi edad, vino hacia mí conteniéndose los intestinos, sin gritar, como borracho. Me dijo al oído unas palabras que no alcancé a entender y cayó muerto. Pero eso no era el ‘frente’, no era más que la retaguardia de esa guerra, la primera en América Latina que usaba armamentos modernos, tanques, aviones, cañones de largo alcance, por parte del ejército boliviano al que había armado los dineros de la Standard Oil, y cuyo comandante en jefe era el generalísimo alemán Hans Kundt, al que finalmente tuvieron que destituir. Pero dejemos esto, ¿no? Es triste. Toda guerra, grande o pequeña, es un horror universal”.

Él, que odia las guerras a muerte, admite que ellas paradójicamente han marcado los acontecimientos mayores de su vida. Nació en un país donde, cincuenta años antes, una sola guerra había exterminado a las tres cuartas partes de su población, vivió en un pueblecito perdido en el neolítico a causa de esa primera guerra grande y lejana, combatió en la otra guerra nacional que acabó de desarticular a su pueblo y su civilización, y en 1945 llegó a Europa atraído por esa otra guerra más grande e igualmente lejana. Tal vez la vida de un Hemingway no estuvo a merced de tantos influjos bélicos. Apreciando sus gestos, escuchando su voz apacible, mirando su mirada y sintiendo sus pasos, uno estaría tentado a escudriñar su vida como si fuera la del reposo de un guerrero. Pero no: todo es reflejo engañoso de su ira tranquila y colectiva.

“Sí, la Segunda Guerra Mundial también me atrajo a su maelstrom final. Luego de viajar en un carguero inglés que vino a buscar trigo a la Argentina, llegué a Londres en la primera del 45. Nunca olvidaré ese viaje fantasmagórico por el Ártico en nuestro pequeño Liberty Ship abarrotado de trigo y en medio de un convoy de ochenta barcos, que nunca vimos, en un mar infestado todavía por los submarinos alemanes de bolsillo. Luego, la llegada a Londres destruida por los cohetes de Werner von Braun, esa primavera que asomaba entre las ruinas sin poder anular la pesadilla. Finalmente, la explosión en las antípodas de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. El resplandor del hongo atómico se proyectaba aún sobre las grandes manifestaciones que celebraron el triunfo definitivo sobre las potencias del nazi-fascismo. Pero sobre ese júbilo multitudinario planeaba la sombra de un indecible pavor. Me sentí poseído por un sentimiento muy raro, lúgubre, casi ritual. Sentí que otra era había comenzado. ‘El siglo XXI ha entrado hoy’, se titulaba la nota que envié a mi diario El País, de Asunción, y que llegó un mes después originando una confusión parecida a una broma macabra”.

“Recorrí Inglaterra a todo lo largo de la isla y de un año. Conocí a Luis Cernuda en Edimburgo, en cuya Universidad oficiaba de lector. Hosco y lejano el gran poeta; rota y casi muda esa voz mayor de la lírica hispana. Guardo el recuerdo de su amistad retraída pero afectuosa como un don inextinguible. Un pequeño, inesperado milagro surgido en medio de esas ruinas, de esa catástrofe de recuerdos. Me entregó un breve, pero intenso poema aún inédito, ‘Alándalus’, y una carta para Rafael Alberti, que estaba sobreviviendo en su Arboleda Perdida en Argentina”.

“A otro grande de España conocí en Londres. Apenas terminada la guerra, Pablo Casals llegó a Inglaterra para un extenso ciclo de recitales cuya finalidad era recoger fondos para los niños españoles refugiados en Prades, víctimas de la guerra civil, pero también para tratar de convencer a Churchill y, por su intermedio, a los aliados de que no contemporizaran con Franco y lo forzaran a una apertura democrática. Pero Sir Winston no estaba dispuesto a favorecer la restauración de la democracia —ese mal menor entre los peores— en España ni en parte alguna. Casals volvió a Prades completamente decepcionado”.

El azar le brindó luego la oportunidad de hacerle una entrevista en la cabina del tren que los conducía de Londres a Manchester. Se publicó en varios periódicos y se reprodujo en un librito junto con la de Cernuda y los encuentros que tuvo en Francia con De Gaulle y André Malraux, luego de que estos se hicieran cargo del gobierno provisional tras la liberación.

“Fatigado, pero obsedido siempre por ‘la grandeur de la France’, esa figura ya legendaria de la Francia Libre condescendió a explicar en unos minutos al joven y desconocido periodista sudamericano la segunda epopeya que se proponía librar: la de la paz en la guerra. Conocía bien al Paraguay. Sabía que su ejército estaba formado en los principios de la escuela francesa y que un discípulo paraguayo de Saint-Cyr había ganado la guerra con Bolivia mediante la táctica de los ‘corralitos’: encierros y asedios sucesivos de las fuerzas adversarias, como en los anillos de una boa contrictora, cuyo ‘centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna’, pensé parafraseando a Pascal. A De Gaulle le hubiera costado creer que ese ejército que ganó una guerra sin armas, no era ahora más que una banda de samuráis cuyos jefes hacían la guerra del contrabando y de las drogas a las órdenes de un caricaturesco dictador de origen teutón”.

“André Malraux, que asistía a la entrevista con sus nerviosos tics y el incesante fumar que lo volvía nebuloso y distante, hablaba en silencio y de otra manera. El aviador combatiente de la guerra de España, el guerrero aventurero de China e Indochina, el coronel-comandante de la brigada Alsacia Lorena, no había pasado aún del compromiso militante por la libertad y la dignidad humanas al Museo imaginario, a las Voces del silencio, a las Antimemorias. Pero ahí estaba sin embargo entero, en sus avatares sucesivos, el incansable combatiente de la condición humana. La sola certidumbre humana —escribiría después— reposa sobre los vestigios de sus angustias e interrogaciones. Dos hombres opuestos y sin embargo complementarios e inseparables como hermanos siameses, De Gaulle y Malraux: para el uno, la acción y la energía seguían siendo el resorte de su incontestable autoridad; para el otro, la construcción de un futuro no tenía otro reservatorio de energía que los cementerios y los museos. En cierto modo, para mí, estos dos hombres de indudable grandeza hasta en sus errores representaban la contradicción dramática que la Segunda Guerra Mundial había legado e impuesto a este tiempo de violencia y decadencia que, a su vez, iba a engendrar el terrorismo en toda la gama de su monstruosa vegetación actual”.

Decano de los paraguayos de la diáspora, la implacable precocidad existencial de Roa Bastos, que hemos apreciado a lo largo y profundo de su vida, no habría de abandonarlo ni siquiera en esto: en marzo de 1947 empezó a saborear el amargo fruto del exilio a caballo de dos dictaduras militares, la del general Morínigo de 1946 a 1948 y la eterna del general Stroessner, desde 1954.

Él había regresado de Europa en 1946 y se topó en las calles de Asunción un frenesí unánime. “Tras un siglo de dictaduras militares y civiles endémicas, el último dictador de turno, Higinio Morínigo, había quedado ‘prisionero de un gabinete democrático’. Durante seis meses la gente se volcó en las calles de pueblos y ciudades. Pero esos seis meses de libertad hicieron de ruleta rusa que se disparó en la guerra civil de marzo de 1947. El artífice del golpe liberticida fue un intelectual nacionalistoide, J. Natalicio González, que luego se alzó con el poder y se convirtió en uno de los mayores ladrones públicos de la historia del Paraguay, pródiga en esta especie depredatoria al parecer inextinguible. El sabio chamán inauguró en el Cono Sur la práctica de las bandas paramilitares, bautizándolas con el nombre de ‘Guiones-rojos’. Ordenó mi captura vivo o muerto. Tuve que exiliarme en una embajada y salir al exilio. Mi delito era irrescatable: ser secretario de redacción del único diario independiente de Asunción, El País”.

Sus padres murieron en 1956 y 1960, pero no le permitieron la entrada para asistirlos en sus últimos instantes. Más tarde, en la década de los setenta, intentó dos o tres veces regresar al Paraguay. Después de más de treinta años, su pena no había prescrito, “cosa que a veces sucede hasta con los criminales de guerra, entre los que incluyo por supuesto al nazi Stroessner y a sus acólitos políticos y policiales”. Sin embargo, no se queja: “Aparte del desgarramiento que el destierro forzoso apareja inevitablemente, no consideré nunca el exilio como una sanción que podían infligirme autoridades bastardas que se había apoderado por la fuerza del poder y aplastaban impunemente a una colectividad. El exilio educó en mí, además de la repulsa a la violencia y al desprecio de la condición humana, el sentimiento de la universalidad del hombre. El exilio me proporcionó las perspectivas para conocer mejor a mi país en el contexto de los demás pueblos y para amarlo más por la enormidad de su infortunio”.

La última visita furtiva que hizo al Paraguay fue en abril de 1982, pero junto con su mujer, doña Iris, y un hijo pequeño fueron expulsados a punta de pistola por los bandoleros del régimen. El cargo era, según lo declaró el ministro del Interior, el de que el novelista estaba adoctrinando a la juventud con teorías marxistas, y como prueba de su “comunismo” dio la de dos viajes a Cuba. Por supuesto, las dos cosas eran falsas: “No solo yo no estaba adoctrinando a la juventud en ninguna teoría política, sino que nunca había hecho esos viajes de ‘turismo revolucionario’: no conozco Cuba. En más de 35 años mi exilio se había perfeccionado: de beneficiario de un exilio perpetuo me transformé en flamante apátrida por obra y gracia de la dictadura perpetua que impera en el Paraguay: el único 'honor' que las dictaduras pueden dispensar a los que no transigen con ellas”.

En ese mismo año España, que con su literatura del Siglo de Oro le había ayudado en uno de sus varios nacimientos, el más perenne, el de escritor, le concedió, a través de su gobierno en consejo de ministros, su cuarto nacimiento: el de ciudadano español, que ostenta con una enorme gratitud y orgullo. Agotado su periplo de diez años en Francia, de cuya Universidad de Toulouse ha sido profesor de guaraní y literatura hispanoamericana durante estos años, tiene en mente, una vez finalice su última novela, El fiscal, radicarse en España. Mientras tanto, desde su ira tranquila y suprapersonal, no para de reflexionar: el acto de pensar es para él, como el de ficcionar, un acto de comunión con los demás, una permanente preocupación por la suerte de esos millones de compatriotas que les ha tocado la peor suerte: el exilio interior.

“Mucho he reflexionado sobre la naturaleza y los alcances de este terrorismo del poder que dispone como una instancia suprema de la vida y del destino de los ciudadanos que aspiran a la democracia y a la libertad de sus pueblos y que se baten por ellas. No solo del exilio externo, de la diáspora de millones de seres humanos; también de los exiliados dentro. Creo que fui uno de los primeros en reflexionar sobre la atrocidad del exilio interior, de los que quedan como rehenes en esta suerte de lento genocidio que las tiranías producen. Un exilio infinitamente peor que el de los que han tenido que expatriarse. He combatido sin cesar la pretensión orgullosa y falaz de los que pontifican en foros y coloquios que con ellos se ha exiliado toda la cultura y la vida útil de su país, y que los que quedan dentro no son más que sobrevivientes cuya salvación mesiánica depende del retorno de los externos. Nada más falso y más injusto. Hoy el concepto de exilio en el interior ha ganado afortunadamente el lugar que le corresponde en la comprensión global del complejo fenómeno social, cultural, político y económico de nuestras sociedades sometidas al despotismo”.

“Está claro que no soy un político profesional. No milito en ningún partido político, pero creo que soy un militante visceral de la lucha por la libertad humana, sobre todo a través de una actividad enteramente volcada a la defensa de los derechos humanos y del ciudadano. No soy más que un narrador de ficciones no comprometido con ninguna consigna política: solo comprometido en todo caso a muerte con el sentido de mi obra en función de la realidad social y humana de la que formo parte. Detesto las sectas; por lo tanto, todas las formas de sectarismo y de beata aceptación de lo establecido. Toda mi obra de escritor es, bajo el signo de mi maestro Cervantes, un embestir solitario y obstinado contra estos molinos de viento: sobre todo contra el viento que los mueve y que sopla donde quieren los imperios”.

* Novelista colombiano radicado en España. Autor de “El viaje a la semilla”, biografía de Gabriel García Márquez.
La reedición de "
Yo el Supremo" fue publicada en 2017 por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, con motivo del centenario del nacimiento de Augusto Roa Bastos.

Por Dasso Saldívar * / Especial para El Espectador

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