El Magazín Cultural

Breve memoria de Zapata Olivella

Se cumplen quince años de la muerte del escritor cordobés y un juicioso lector de su obra desgrana su legado.

José Luis Garcés González / Especial para El Espectador
19 de noviembre de 2019 - 03:09 p. m.
La mirada de Zapata al esclavismo en ‘Changó el gran putas’ sigue vigente.   / Archivo
La mirada de Zapata al esclavismo en ‘Changó el gran putas’ sigue vigente. / Archivo

Como el tiempo cuando se encapricha camina con botas de siete leguas, este 19 de noviembre de 2019 se cumplen quince años de la muerte de Manuel Zapata Olivella, escritor, médico, folclorólogo y antropólogo. La memoria lo evoca con sonrisa reciente, instalado en un hotel capitalino, oponiéndose a las secuelas de su enfermedad, luchando empecinadamente por mantenerse útil. Es una certeza: fue Zapata Olivella uno de los escritores hispanoamericanos que abordaron la literatura con entrega total y con la convicción de que la palabra escrita debe estar al servicio de las causas de la libertad y del progreso de los pueblos. Su pasión por la cultura popular no tenía límites. En él, el pensamiento se tornaba acción. Así, este mulato estableció con claridad su arts: la literatura debe tener un objetivo y no es una mera recreación, evasión o un pasatiempo sin connotaciones sociales.

No hay duda de que algunos disienten de esta concepción y están en su pleno derecho. Por ello se puede discutir su opción de literatura comprometida, pero no se puede desconocer que su dedicación al arte de la palabra escrita y a la investigación de la cultura popular merece reflexión y reconocimiento. Desde su primera novela, Tierra mojada, publicada en 1947 y en donde trata la lucha de los campesinos del Sinú por adquirir un pedazo de tierra, un poco de comida y un rasgo de dignidad, problemática que sigue fresca y vigente, hasta ese mural contra el esclavismo intercontinental que es Changó el gran putas, Manuel Zapata Olivella mantuvo una inmodificable línea de conducta: relacionar su literatura con los que Franz Fanon llamó “los condenados de la tierra”.

Este autor, a partir de su adolescencia, manifestó su vocación de aventurero, de “vagabundo”, como él mismo decía. Suspendió sus estudios de medicina en la Universidad Nacional de Bogotá para emprender a pie un viaje por la América central. En 1943, contrariando la voluntad del padre, salió desde Cartagena de Indias y recorrió a pie todo el istmo centroamericano hasta llegar a México; luego pasó a los Estados Unidos. Hizo de todo, desde asistente de un astrónomo ambulante hasta de modelo de Diego Rivera. Desde boxeador noqueado con el nombre de Kid Chambacú hasta periodista free lance. En EE.UU. tuvo contacto con la realidad social del negro norteamericano. Esto, según él mismo lo afirmó, lo llevó a una “toma de conciencia”. Conoció en Nueva York a Langston Hughes y a Ciro Alegría y escuchó sus recomendaciones y sintió su solidaridad. El peruano Alegría le escribió el prólogo a Tierra mojada.

Viajero incansable, Manuel Zapata Olivella, que no les tenía temor a los accidentes, realizó periplos por distintas regiones del mundo. Su actividad fue incesante. Por algo la tía Estebana, cuando niño, le aplicaba emplastos sobre las rodillas y lo bendecía, lo mismo que a sus otros hermanos, contra el mal de ojo. Una noche la misma Estebana enterró en el suelo a la entrada de la casa un pañuelo negro con tres clavos y una pequeña cerradura con llave. Cuando le preguntaron para qué hacía eso, respondió: para que el sobrino Manuel no sufra y se le abran todas las puertas.

Quizá no hay en la literatura colombiana una vida más rica en osadías, en experiencias, en aventuras, que la de este escritor nacido en Lorica el 17 de marzo de 1920. Caminó por las carreteras y los espíritus. Por selvas y despeñaderos. Por mar y ríos. Por dentro y por fuera de la discutible condición humana.

Acumuló vida. Después escribió y siguió acumulando vida. Como lo hicieron sus maestros Jack London, Panai Istrati y Máximo Gorki. Su literatura, en consecuencia, procede de la sangre y del ajetreo de la vida como quería Nietzsche y pregonaba el mismo Manuel. A él le encajaban, perfectos, los memorables versos de Langston Hughes:

“He contemplado ríos,
viejos, oscuros, con la edad del mundo,
y con ellos tan viejos y sombríos,
el corazón se me volvió profundo”.

En una incompleta y rápida mirada puede señalarse que Manuel, después de Tierra mojada (1947), publicó, entre otros, los siguientes libros: Pasión vagabunda, He visto la noche, Hotel de vagabundos (teatro), China 6 a.m., producto de un viaje a Pekín como invitado a la Primera Conferencia de Paz de los Pueblos de Asia y África, el cual, a su vez, le produjo un carcelazo en los calabozos del SIC, al considerar el gobierno de Laureano Gómez que las declaraciones de Zapata Olivella en China contrariaban la política internacional del régimen.

Luego, publica La calle 10. Idea y funda la inolvidable revista Letras Nacionales, alrededor de la cual estableció un verdadero núcleo cultural, que incluía conferencias, tertulias, concursos y exposiciones de plástica. Chambacú, corral de negros logra en 1962 el Premio Casa de las Américas. Más tarde, En Chimá nace un santo es finalista en 1963 en el Premio Seix Barral, de Barcelona, después de luchar durante varias votaciones con la novela La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa.

Por otra parte, su novela Detrás del rostro obtiene el premio literario Esso (1963). Publica también tres cuentarios: Cuentos de muerte y libertad, El galeón sumergido y ¿Quién dio el fusil a Oswald?, en donde aparecen narraciones escritas con una técnica de vanguardia, algo que los críticos nunca han mencionado. Luego, dramas y comedias: Los pasos del indio, Las tres monedas de oro, El retorno de Caín, Caronte liberado, Mangalonga el liberto. Su argumento El siete mujeres fue llevado a la televisión nacional.

En 1983 publica Changó, el gran putas, su máximo esfuerzo escritural, que es una novela que sintetiza en 600 páginas la experiencia, el sufrimiento y la expoliación del trasteo desde África a América de diez o quince millones de negros (no hay datos precisos). Es un canto en el que trabajó 10 años y para el que elaboró 15 mil fichas. Es un paneo depurado pero exacto de la lucha por la libertad, la cultura y la vida. Esta obra se encuentra estructurada en cinco capítulos, los cuales relatan, en forma consecutiva, la aventura aciaga del hombre negro desde el siglo XVI hasta el XX.

Vale decir que Changó, el gran putas, su libro más trabajado y más ambicioso, obtuvo en 1985 en São Paulo, Brasil, el premio Francisco Matarazzo Sobrinho; y por Levántate, mulato: por mi raza hablará el espíritu, la Asamblea de Francia le concedió en 1988 el premio literario Nuevos Derechos Humanos.

Más tarde, en 1986, El fusilamiento del diablo, novela escrita desde el grito de rebeldía del negro chocoano, es una historia que estimula a los que deciden abandonar la condición de explotados o de modernos esclavos. Allí, un poco a lo Hemingway, queda la certeza de que el hombre, en este caso Saturio Valencia Carabalí, puede ser vencido pero no derrotado, pues solo sobreviven “los que no se entregan ni mendigan”.

Manuel fue un robusto investigador y ensayista, faceta que, en forma injusta, muy poco se conoce. Allí están, para mencionar algunos, sus textos Nuestra voz, El hombre colombiano, Las claves mágicas de América, Etnografía colombiana, Por mi raza hablará mi espíritu y Tradición oral y conducta en Córdoba. En la Radiodifusora Nacional mantuvo durante varios años los programas Identidad colombiana y Norte y sur del vallenato. Por motivos de salud, Manuel tuvo que someterse a varias intervenciones quirúrgicas. Soportó momentos críticos. Estuvo sin hablar y sin moverse durante muchos meses. Fijo y silencioso, él, que era palabra y movimiento. En forma estoica aguantó su situación. Pero no se amilanó. Poco a poco fue recuperándose. El cuerpo, de abajo hacia arriba, se le fue despertando. Luego, empezó a recobrar la movilidad y el habla. Cuando logró levantarse, su caminar y su escribir se tornaron difíciles: fue golpeado, pero no vencido. Aunque con secuelas de este doloroso proceso, reinició sus viajes. Estuvo, de nuevo, en los Estados Unidos como profesor invitado y se paseó como conferencista y expositor por toda la geografía del país. Y de nuevo en la brega preparó otras novelas y nutrió su savia con otros planes, con otras tareas por realizar, ya fuese aquí o en cualquier otro lugar del mundo. Hasta que, por voluntad de Changó, falleció en Bogotá el 19 de noviembre de 2004. Debe estar en el paraíso que le tenían asignado los orichas de la mitología yoruba.


 

Por José Luis Garcés González / Especial para El Espectador

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