El Magazín Cultural
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Caligrama de Francisco Carranza

Estaba cubierto de barro hasta el cuello, sentía cómo su cuerpo estaba totalmente mojado. Tenía mucho frío y tiritaba. Todo estaba oscuro y él intentaba cerrar los ojos para controlar el miedo que le comenzaba a recorrer su cuerpo.

Manuela Cano Pulido
12 de agosto de 2020 - 08:00 p. m.
Francisco Carranza cubriendo una Vuelta a Colombia.
Francisco Carranza cubriendo una Vuelta a Colombia.
Foto: Francisco Carranza

Para cubrirse por completo, se tapaba la cabeza con el morral en donde llevaba sus cámaras. Era lo único que sobresalía de ese vallado en que se había lanzado y que se encontraba al costado de las pistas de aterrizaje del Aeropuerto El Dorado. Eran cerca de las tres de la mañana y sentía muy cerca las pisadas de los perros guardianes que vigilaban el lugar. Olfateaban todos los rincones, sin excepción. “El agua no deja que los perros detecten mi olor”, se decía una y otra vez Francisco Carranza para intentar convencerse de que la locura en la que se había metido iba a salir bien.

Todo comenzó muy temprano en la mañana del 26 de abril de 1980. Carranza había llegado puntal, como de costumbre, al periódico El Espectador. Trabajaba como reportero gráfico y en ese entonces estaba bajo la dirección de fotografía de Fernando Cano. Él y su primo Ricardo Cano lo llamaron para asignarle una tarea. “Usted tiene esta misión” le dijeron. Ya habían pasado dos meses desde el día en que los guerrilleros del M-19 se tomaron la embajada de República Dominicana en Bogotá. Después de múltiples negociaciones y diálogos, todo parecía indicar que ese día partiría un avión camino a Cuba en el que viajarían los guerrilleros y sus rehenes. “Usted tiene que meterse a las pistas del aeropuerto”, le dijeron sus jefes a Carranza. Parecía realmente una hazaña imposible.

Aun así, el fotógrafo obedeció y de camino al aeropuerto pensaba cómo iba hacer para meterse en unas pistas totalmente custodiadas por el ejército. “Se me iluminó el coco”. La respuesta, algo inverosímil, estaba en el famoso programa del Chavo del 8. El reportero recordó que hace unos años le había regalado al comandante de bomberos del Aeropuerto El Dorado unas fotos con el elenco. Lo llamó. “Terminando el aeropuerto había un restaurante que se llamaba Doña María dónde íbamos a tomar aguardiente. Ahí le puse cita.” Se tomaron unas cuantas cervezas y le dijo directamente: “Necesito que usted me meta a las pistas”.

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Carranza recuerda la mirada incrédula del comandante, la duda y la posterior aceptación. El recorrido hasta los talleres de Avianca en el baúl de su carro, luego su camino solitario y sigiloso hasta las pistas y la interminable espera. El escepticismo de sus jefes cuando les comunicó que estaba en el lugar de los hechos por medio de un escáner que le habían dado, sus “¿cómo es posible?”, sus “no jodás que lo logró”. Recordaría los pasos de los perros y el momento en que no tuvo alternativa más que entrarse al vallado repleto de barro, su necesidad de mover el cuerpo en la mañana para recuperar una temperatura normal. Y, sobre todo, ver decepcionado cómo el avión que supuestamente se dirigía a El Dorado se desviaba a la base aérea militar de Catam. En ese preciso momento, Carranza supo que se les había ido “la chiva”. Pero su experiencia como fotógrafo lo llevó a buscar un plan B.

-Cuando se pierde “la chiva” hay que buscar alternativas y puede resultar una noticia mucho mejor a la que usted perdió. Llamé a uno de los laboratoristas del periódico y nos fuimos en su moto.

Nacho, el laboratorista con el que se había comunicado, se metió en contravía para alcanzar la caravana en la que iba el M-19.

-Saqué mi cámara y tomé el momento en el que los guerrilleros comienzan a sacar la “v” de la victoria desde las ventanas del carro. Esas fueron nuestras fotos exclusivas. No hicimos el embarque de la guerrilla, pero sí hicimos la memorable foto de cuando bajaron las ventanas.

Eso dice Francisco Carranza treinta años después del suceso. Está sentado en la sala de su casa en Niza, en el norte de la capital.

-Son historias que nadie va a creer.

Del techo cuelga un ventilador que parece inservible para los días grises tan comunes en la ciudad de Bogotá. Carranza tiene 67 años, y viste una camiseta del Barcelona. No le gusta el fútbol, pero le tiene “cariño”. Desaparece unos segundos de la cámara web por la que estamos hablando, y reaparece con un objeto negro en sus manos. Es una cámara, pequeña, compacta, anacrónica. La carga con cuidado y sutileza, como si con cualquier movimiento esta pudiera resbalar y romperse en pedazos. La acerca a su ordenador, la pasea por enfrente y la muestra por todos lados.

-Esta es una réplica de la verdadera, me la trajo mi hijo de Estados Unidos.

La original había llegado a su vida cuando era un niño, como un símbolo de su primer acercamiento a la fotografía. “Resulta que nosotros vivíamos en Monguí, Boyacá, y a mí me bautizaron a los 18 días de nacido, mi padrino que era muy amigo de mi papá y era el fotógrafo del pueblo, como regalo de bautizo me dio esta cámara”. Recuerda que era una cámara americana de referencia Baby Brownie. Como era aún muy pequeño, su padrino le hizo prometer a su papá que se la daría en su sexto cumpleaños. Llegado el esperado día su padre se la entregó y él, emocionado, gastó su primer rollo. Era tanta la emoción que el ‘Patojo’, como lo llamaba su abuela y como lo reconocerían sus colegas en el futuro, decidió destruir la cámara para ver cómo funcionaba su magia de congelar momentos en el papel. Nunca más volvió a servir.

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Unos años después ocurrió un suceso que lo haría buscar dentro de sus cajones esa cámara que reposaba dañada y en el olvido. “Vivíamos en el barrio San Fernando y cerca de allí encontraron un muerto en el río”. La curiosidad lo llevó a la escena de los hechos y escuchó que la gente reunida comenzó a gritar “¡llegó El Espectador!”. Carranza no logra recordar quién era el fotógrafo que fue a cubrir la noticia, pero la manera en que se movía y fotografiaba los hechos cautivó sus ojos de niño. “Me vine para la casa y cogí la cámara. Me fui a ‘tomar’ fotos. Me paré e hice exactamente lo mismo que el fotógrafo”. Y aunque la cámara no tuviera rollo, ni sirviera, sintió la emoción, la pasión y la entrega de un fotógrafo por primera vez.

-Todo son premoniciones, pero luego vienen otras cuestiones que me pasaron, como la separación de mis padres.

El ‘Patojo’ recuerda ese momento un poco nostálgico y le da un sorbo a uno de los tantos vasos de agua que toma entre anécdota y anécdota para refrescar la garganta. La separación y el éxodo de Boyacá a la capital lo llevaron a dejar sus estudios. Comenzó a “rebuscar”, por donde fuera, “unos pesos”. Se convirtió en ayudante de mecánicos, vendedores de muebles, fue lazarillo y lustrador de zapatos, hasta terminó por montar un pequeño negocio dentro del local de su abuelo donde revendía frutas que compraba en la plaza de mercado. Sin embargo, todos esos trabajos estaban llenos de violencia, de insultos e ilusiones frustradas. “Me pegaban y me trataban de bruto”. Carranza aguantaba y se movía. Era un inquieto y saltaba de trabajo en trabajo. Pero un día una señora lo vio sucio y desarreglado. Lo llevó a su casa, lo peinó, le dio ropa nueva y le regaló un espejito.

Los espejos cambiarían la vida del ‘Patojo’. Ese y el que se sitúa dentro de la cámara le darían un vuelco a su camino. “Me miraba en el espejo y me daba cuenta de que yo no era el feo o ‘jetón’ como me decían, sino que me miraba y ahí mismo me sonreía. Empezó a cambiarme la vida, ya no quería volver a donde los mecánicos, ni a la fábrica de muebles, ni a los procesadores de madera, porque era muy fuerte y eso no estaba conmigo”. Buscó alternativas. Le preguntó a su abuelo, quien le dio el contacto que lo llevó a donde Jorge Velasco, consejero de Estado, y de allí salió con una carta de recomendación y un papel que le indicaba una dirección: Avenida 68 con calle 22 A.

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Allá llegó esperanzado y con algo de incertidumbre. Era una construcción blanca y gigantesca. Sobre ella estaba escrito: “El Espectador. Diario de la mañana”. Lo recibieron advertidos por Velasco. No sabían muy bien qué poner a hacer a ese niño de 14 años. Sin embargo, Fernán González lo llevó a la cafetería y le preguntó: “Muchacho, ¿usted qué tal es para lavar loza?”. Con esa pregunta se abrió su extensa historia en el periódico. De lavar platos con una blusa que le ganaba en tamaño, pasó a ser todero, a llevar tintos y aprenderse los gustos específicos del personal. Se enfrentó a la redacción, que intimidaba a todos los jóvenes con los que trabajaba, con su carácter y humor llevó a que los redactores lo quisieran y hasta se ganó unas inusuales propinas. De la redacción, pasó al departamento de fotografía, fue laboratorista y después de años de trabajos extensos, de estudios y de acompañar a los fotógrafos comenzó a desempeñarse como reportero gráfico en el año 1972.

-Es que yo me las creía todas, me dice Carranza en medio de una carcajada.

Sonríe y esa sonrisa cubre casi todo su rostro. Además, deja entrever un hueco que predomina entre sus dientes. Se las creía tanto, que algún día en esa búsqueda constante de mejorar en su reportería gráfica, uno de sus maestros le aseguró que para ser como los fotógrafos que admiraba debía “tocarlos”. Carranza se lo tomó literalmente. Viajó a Francia y allí se topó con uno de sus ídolos, Henri Cartier-Bresson, un famoso fotógrafo francés. “Entonces yo salgo con mi francés de alcantarilla y lo toco, y le digo: ‘maestro, yo lo toco porque quiero ser como usted’”. La repuesta fueron risas, algo de confusión, pero dentro de esa locura encontró un sabio consejo: “Mire muchacho, utilice la circunferencia, los 360º, ahí encontrará todo, no hablemos nada más”. Así como a Cartier-Bresson, el ‘Patojo’ también “tocó” a muchos de sus maestros: a Carlos Caicedo, a Chacon Soto, a de Narváez, a Enrique Benavides, a Hernando Morales, a Sady González, a Abdu Eljaiek y a Nereo López, entre tantos más que se le escapan a la memoria. Muchos lo tildaban de loco, pero gracias a esos acercamientos, Carranza obtuvo enseñanzas que lo ayudaron a formar su propio estilo. Así, se convirtió en un “estratega”.

-Yo me convierto en una persona con estrategias, y comprendo que lo que importa es la prontitud.

Para la época, un buen reportero era quien lograba “chiviar” a su competencia, quien encontraba la mejor foto en el menor tiempo posible, era quien sabía narrar lo acontecido desde imágenes. Por eso, Carranza se ideó una técnica a la que nombró “Movimiento aplicado de la economía del tiempo”. Mezcló el consejo de Cartier-Bresson con su experiencia personal y le sumó los consejos de sus otros maestros. Este consistía en imaginarse todo el escenario al que iría a tomar sus fotografías, pensar en atajos, ángulos, maneras de obtener la mejor foto antes de estar en el lugar. Así dejó de improvisar. Lo aplicó en un partido de la Copa Libertadores en el estadio Palogrande de Manizales. Jugaba Chilavert, el arquero paraguayo, y era la gran estrella. El ‘Patojo’ quería acabar con esa aburrida nota de los periódicos que decía siempre: “Al cierre de esta edición, el partido iba…”. A pesar de las negativas de sus directores, él decidió rentar una “piecita” al frente del estadio. Montó todo su set fotográfico allí, pues “lo único que necesitaba era un baño privado y una línea telefónica”. Se fue al estadio y ocurrió el gran escándalo. Chilaver se descontroló. “El tipo se emberracó, se agarró a pelear con los jugadores, se paralizó el partido. Entonces, yo tomé todas esas fotos, cuando se tiró al piso e insultó al árbitro. Me salí del estadio y ya tenía todo montado, revelé rápido, copié 4 fotos y las transmití”.

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Al día siguiente, por todo el territorio nacional circuló el periódico El Espectador con la exclusiva del partido, era algo nunca antes visto. “Compré el periódico y ¡juepucha! estaba en primera página. Miro el Tiempo que decía ‘Al cierre de esta edición hubo un inconveniente con Chilaver’, pero nada de fotos”, relata el ‘Patojo’ sonriente y se frota las manos como si en ellas tuviera otra vez ese rollo que escondía un tesoro. Así lo hizo muchas veces, no solo en el fútbol, sino también en el ciclismo, en la política y en cualquier tipo de acontecimiento noticioso.

“Uno sabía que con Carranza iba a la fija, él era una garantía total de que iba a salir bien”, afirma Fernando Cano, quien además de ser su jefe, se convirtió en uno de sus amigos más entrañables. “¿A quién mandaba uno?, pues a Carranza”, repite convencido. “Ese ojo tan educado y tan formado para descubrir y para lograr la foto periodística, esa facilidad que tenía para encontrarla en media hora que tenía uno para cubrir una noticia, era impresionante. Yo creo que no lo tiene mucha gente, ni en Colombia ni en el mundo, yo creo que esa es la virtud de Francisco”. Además, afirma que ‘Pachito’, como él lo llama con cariño, tenía otra cualidad muy importante en medio del duro campo periodístico de la época: el humor.

Un día los dos, a manera de broma, se estaban haciendo pasar por los guerrilleros del M-19, mandando fotos encapuchados a la redacción y ganándose el regaño de los editores del periódico. Al otro, Carranza estaba disfrazado de doctor. Hacía pasar a su consultorio de mentira al nuevo personal que entraban al periódico y que debía pasar por el departamento de fotografía a sacarse la foto para el carné. Les tomaba la tensión en las rodillas, usaba un estetoscopio a manera de teléfono o para cualquier función diferente a la original, y los hacía reír con sus ocurrencias. Un tiempo después se cambiaba su disfraz por uno de cura e iba por El Espectador confesando a pecadores, luego se ponía en la piel de un escolta de Paola Turbay para adentrarse en reuniones privadas y exclusivas sin ser visto. Él quería dar una dosis de alegría en medio de la violencia, las bombas, las amenazas y la censura que debió enfrentar el periódico durante décadas.

-Yo siempre era el primero que llegaba a “mamar gallo”.

Carranza lo admite y pone una cara de niño travieso. Detrás suyo está Alcira, su esposa. De vez en cuando se refiere a ella como ‘Nena’ y le pide, de nuevo, un vaso con agua. Van para los 45 años de casados el próximo “glorioso” 21 de junio. Él tuvo dos amores a primera vista: su cámara y su ‘Patoja’. Un homenaje organizado por el Banco de Bogotá a El Espectador fue el escenario de esa primera mirada. Cuando aún era laboratorista, al ‘Patojo’ lo enviaron con una tarea sencilla: tomar una foto panorámica del evento. Lo que no imaginó era que a través de esa foto poco extraordinaria conocería a quien se convertiría en su esposa unos años después. Alcira había salido en las páginas del periódico y por eso se la presentaron a ese joven “reportero” que había asistido a un almuerzo de agradecimiento por su publicación. “Yo me quedé mirándola, ella se acercó y me dio las gracias”. Después fueron pequeños acercamientos y un amor que ha permanecido durante más de cuatro décadas.

“Ya tenemos tres hijos y cuatro nietos”, dice Carranza. Se queda callado y un tiempo después agrega: “yo soy el papá que tiene más hijas en el planeta, tengo aproximadamente unos 3 millones de hijas. Son fotografías, porque son concebidas por mi sensibilidad. Todas tienen un valor, pues en el momento en que se hizo la concepción hay emociones, tristezas, seguridades, inseguridades, infinidad de cosas”. El ‘Patojo’ es sensible, no solo con la imagen, sino también como esposo. Sin embargo, esas dos sensibilidades chocaron durante su carrera, pues no pudo estar tan presente en la crianza de sus hijos. Andaba de viaje en viaje y a veces salía durante meses. La vida familiar así era difícil, pero Alcira fue comprensiva y entendió la pasión de su esposo por su trabajo.

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“Yo siempre le digo al hogar el ‘oasis’, donde cualquiera puede tener mil problemas, pero es ese sitio que tiene uno para refrescarse”, afirma Alcira con una sonrisa tierna y dulce. Sin embargo, no todo fue como un paraíso. Al contrario, hubo momentos complicados y muy duros. Ella califica al medio periodístico como uno de los más difíciles y absorbentes. Y culmina diciendo: “Todavía me pregunto cómo pudimos”. Quizás al hacerse esa pregunta está pensando en cuando su marido fue declarado como persona “no grata para el gremio”. Cuando lo rechazaban al momento en que lo veían, cuando lo ignoraban y no le cruzaban ninguna palabra, cuando se sentaba en alguna parte y observaba cómo las personas se corrían de su lado porque era considerado como una persona “poco digna” para el gremio. O quizás, por su mente pasan imágenes como la de su esposo cubriendo la toma del Palacio de Justicia ese 6 de noviembre de 1985.

Él había sido uno de los primeros fotógrafos en llegar al lugar, pues tenía una cita cerca de la Plaza de Bolívar. Sacó unas fotos que se convirtieron en insignia de ese momento tenso que se vivió en la ciudad, pero comprometió su vida, como ya lo había hecho muchas veces antes. Lo hizo en unos encuentros clandestinos en los que le había sacado unas fotografías a Pablo Escobar. Y también en Armero un año después del desastre, o la Revolución Sandinista en Nicaragua en la que estuvo perdido por más de una semana.

-Lo de Nicaragua fue muy fuerte, a mi casi ‘se me corre la teja’, porque yo vi cosas horribles, muy duras.

Viajábamos hacia la muerte, fue el titular que salió con las fotos que logró hacer Carranza quien presenció la caída de Somoza; estuvo a punto de ser fusilado en Nandaime junto con un grupo de periodistas y vio con sus propios ojos la crudeza de la violencia que permeaba a Nicaragua. El fotógrafo sintió miedo muchas veces, sobre todo cuando se enteró de que asesinaban a periodistas que se involucraban en retratar el conflicto. “En esas misiones el miedo se siente, pero hay algo muy bonito que es el escudo de protección y es cuando uno siente que está haciendo algo por el mundo”.

Atrás quedaron sus misiones peligrosas y sus incursiones en territorios de guerra. Sin embargo, su compromiso con la imagen sigue intacto. Ahora se dedica a la macrofotografía, a retratar lo más pequeño del planeta. Dice que ahí ha encontrado nuevos mundos, que suelen ser imperceptibles a la vista sin una cámara. Ese aparato lo sigue llevando a plasmar en imágenes aspectos increíbles e irreales. Critica la manera en que se hace reportería gráfica en la actualidad, porque en su opinión carece de sensibilidad. En la actualidad, afirma, cualquiera puede ser reportero, solo tiene que sostener una cámara. “Cuando uno hace ese tipo de fotos se pierde la esencia de la sensibilidad, el tipo ya no siente nada, porque la que hace el trabajo es la cámara”. Añora el desafío que significaba mandar unos rollos con el piloto de algún vuelo que se dirigiera a Bogotá, la dificultad de lograr una gran foto en solo treinta y un poco más de intentos, la creatividad que implicaba lo caro y complicado que era hacer reportería gráfica en su época.

También trabaja en el colegio Claustro Moderno, donde toma fotografías acompañado de Alcira. Le gusta la energía de los niños, su entusiasmo por la vida y también sus propios mundos imaginarios. Pero en sus tiempos libres recuerda su vida en El Espectador, porque fue “toda una vida”. Treinta y seis años en los que vivió en carne propia las transformaciones del medio, el cambio de directores, de sedes, de formatos. Su trayectoria en el periódico lo llevó a ser premiado con una medalla que tiene guardada en su estudio. Me la muestra. Está en un estuche café y su color dorado brilla. Está intacta. Ya lleva 16 años de pensionado y cuando relata su despedida de El Espectador su expresión alegre de siempre se desvanece, se tensiona y su cara se entristece.

-Salí pensionado de El Espectador en julio de 2003.

Pronuncia esa fecha y se le escurren las lágrimas. Intenta seguir con el relato, pero le tiembla la voz. De El Espectador aprendió lo que es vivir: las decepciones, las emociones, los triunfos y las derrotas. De las palabras y el ejemplo de don Guillermo Cano entendió la importancia de la independencia. A él se dirige como “mi papá”. Porque fue él quien lo crió, le enseñó mucho de lo que sabe y por eso dice que el 17 de diciembre de 1986 quedó huérfano. Los dos aprendían en silencio y hasta el día de hoy Carranza guarda muchos secretos que compartió con su director. Cuando el cuerpo del periodista descansaba en el Jardín de los Recuerdos, el ‘Patojo’ madrugaba a llevarle flores de manera incógnita, y una vez más compartían en silencio. Allí el fotógrafo retomaba fuerzas y convicciones para seguir adelante. Y así, continúa viviendo por y para la fotografía. Continúa siendo un devoto de la imagen. Su vida, como las fotografías, discurren su memoria a blanco y negro, o a veces a color, al recordar su trayectoria como reportero gráfico.

Por Manuela Cano Pulido

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