El Magazín Cultural

Consagración y condena de Truman Capote

Se cumplen 60 años de los asesinatos que originaron “A sangre fría”, la célebre novela de Capote, considerada por muchos como la primera obra sin ficción.

Alejandro Moreno
16 de noviembre de 2019 - 02:00 a. m.
Truman Capote, autor de “A sangre fría”, “Plegarias atendidas” y “Desayuno en Tiffany’s”. / AP
Truman Capote, autor de “A sangre fría”, “Plegarias atendidas” y “Desayuno en Tiffany’s”. / AP

Hasta la mañana del 15 de noviembre de 1959 muy pocos hubieran podido decir una palabra sobre Holcomb, un pequeño pueblo de Kansas en el que nunca pasaba nada. Menos hubieran podido decir sobre Herbert Clutter, el segundo hombre más rico de la región, cabeza de una familia que apareció asesinada esa mañana sin que nadie pudiera lanzar hipótesis al respecto, sin una escena del crimen que ofreciera pistas sobre un hurto o una venganza, o cualquier motivo que explicara la irrupción de la violencia en la cotidiana tranquilidad del pueblo, en su feliz anonimato.

Precisamente el efecto de un acontecimiento tan disruptivo en una comunidad que hasta entonces solo había temido a Dios, fue lo que Truman Capote propuso a William Shawn, editor de The New Yorker, como tema para un artículo que siete años después terminaría convertido en su gran obra, A sangre fría. Un libro que desde su publicación -a pesar de los comprobados antecesores en su naturaleza- se tuvo como la inauguración de un nuevo género: la novela sin ficción.

Capote llegó a Holcomb tras una conferencia en la Universidad de Kansas, que dictó como moneda de cambio para ganar contactos en la zona. Varias veces declaró que si hubiera podido prever lo que le depararía el futuro, jamás habría puesto un pie en ese lugar que sacudiría su vida para siempre. Ahí llegó acompañado de una amiga de la infancia, una escritora que estaba por publicar su primera novela y a quien sus amigos llamaban Nelle, pero que muy pronto el mundo conocería como Harper Lee.

A diferencia de Capote, que había encontrado en Nueva York y Europa el mundo ideal para dar rienda suelta a su sofisticada personalidad, Harper Lee seguía siendo una mujer de Monroeville, un pueblo de Alabama que compartía con Holcomb su carácter pastoril. Fue ella quien supo lidiar con los granjeros, abordar a los sheriffs y acercarse a los adolescentes aterrados por el asesinato de sus compañeros de clase.

Desprovistos de grabadoras o libretas de apuntes para obtener los testimonios más espontáneos, Capote y Lee reconstruyeron las últimas horas de Herbert y Bonnie Clutter, y de sus hijos Nancy y Kenyon. Como Capote sospechó desde la noticia, el crimen de los Clutter había causado estragos en la vida de los habitantes del pueblo, a quienes encontró con escopetas junto a sus camas y durmiendo con las luces encendidas toda la noche. Un mismo pensamiento rondaba por las mentes de todos: “Puede volver a ocurrir”.

Muy pronto la extrañeza que Capote provocaba en el pueblo se convirtió en encanto. Él y Harper Lee fueron invitados de honor a todas las mesas de las familias de mediano prestigio en el condado. Entretener a aquel hombre que hablaba de París y de Italia, y de sus fiestas con estrellas de Hollywood, se había convertido en la atracción principal del pueblo. Tiempo después, en Manhattan, contaría en fiestas que al principio el proceso había sido difícil, pero que luego prácticamente se le trataba como al alcalde.

La noche del 30 de diciembre de ese año, cenando en la casa de Alvin Dewey, agente del Kansas Bureau of Investigation encargado del caso de los Clutter, Capote y Lee presenciaron el momento en el que una llamada desde Las Vegas anunciaba el arresto de dos sospechosos. Como un giro tan improbable que solo podría asimilarse bajo las formas de la novela, Capote supo entonces que la minuciosa investigación que había adelantado constituía apenas la mitad de su trabajo, y que debía reconstruir al mismo grado de detalle las vidas de los asesinos como lo había hecho con las de las víctimas.

Richard Hickock y Perry Smith fueron condenados al poco tiempo de su captura. El veredicto parecía inevitable: la horca fue programada para el 13 de mayo de 1960. Capote pudo acercarse a los dos, y evidenció que Hickock y Smith habían tenido vidas rotas desde la infancia, llenas de episodios de abandonos y maltratos. Eran vidas vividas como “una horrenda y solitaria carrera de un espejismo a otro”.

Capote descubrió en Perry su propio lado oscuro, la carga de la ira y del dolor que habían marcado sus primeros relatos; mientras que Perry encontró en Capote al artista, al hombre que quiso y nunca pudo llegar a ser. Sin embargo, la relación no dejaba de ser tensa. Cuando Perry le revelaba las heridas de su infancia, casi como una justificación de sus actos, Capote exponía las suyas propias, que no eran menores, sin que eso lo hubiera llevado a matar a una familia.

La Corte Suprema de Kansas concedió una suspensión de la ejecución mientras revisaba la solicitud de un nuevo juicio. Perry inició una huelga de hambre que a la sexta semana lo tenía alucinando. “Es realmente horrible. Solo lo mantienen vivo para colgarlo”, escribiría Capote a Don Cullivan, un amigo lejano de Perry que reapareció en ese momento aciago. Pero la huelga no adelantó la ejecución. Por el contrario, las delaciones judiciales tomaron una tortuosa frecuencia para todos los involucrados.

Junto a Jack Dunphy, su pareja, Capote se instaló en Palamós, un pueblo de la Costa Brava donde se dedicó a convertir en prosa las miles de notas que había acumulado en su investigación. Para comienzos de 1963 tres cuartas partes del libro estaban listas, sin que pudiera escribirse una sola palabra sobre el desenlace. Hickock y Smith fueron trasladados al corredor de la muerte de la penitenciaría estatal de Kansas, a celdas iluminadas por un bombillo que nunca se apagaba, y de las que solo podían salir una vez por semana para un baño de tres minutos y un cambio de ropa. Los presos estaban a un paso del cadalso, y Capote a un capítulo de terminar su novela, sin que nadie supiera cuándo el primer movimiento desencadenaría el segundo.

Tras su estancia en Europa, Capote regresó a Brooklyn Heights, donde retomó la correspondencia con los presos. En sus visitas -con un permiso especial obtenido mediante un soborno- Capote les suministró libros. Perry pedía diccionarios y obras de Freud y de Thoreau, mientras condenaba las preferencias de Hickock, best-sellers de Harold Robbins que calificó como literatura para degenerar mentes que “ya están degeneradas y pervertidas”.

En Nueva York, tanto Capote como los editores se encargaron de anunciar que un gran libro venía en camino. Capote estaba convencido de que A sangre fría sería su Madame Bovary, y que realmente estaba a punto de marcar un hito en la literatura de su siglo, en la que pronto reclamaría un lugar preferencial. “Si fallo -escribió a Newton Arvin-, créeme, de todas formas habré triunfado”. Pero en el encierro Hickock y Smith empezaron a preocuparse por el libro. Tras haber confiado en Capote, no querían ser recordados como unos sociópatas. Muy pronto descubrieron el título de la novela que todo el mundo estaba esperando, y que en solo tres palabras contradecía lo que negaban en sus alegatos: que el crimen había sido planeado. Al ser confrontado, Capote les dijo que estaba lejos de terminar el trabajo, y sostuvo hasta el día de la ejecución que podía que nunca lo hiciera.

Cinco suspensiones de la ejecución -una por cada año desde la sentencia- fueron necesarias para que se fijara una fecha definitiva. Comprendiendo que Capote no se presentara, Perry escribió una carta agradeciéndoles a él y a Harper Lee por su amistad durante esos últimos años. Pero Capote finalmente sí se presentó en la prisión de Lansing, donde pudo hablar con los condenados por última vez.

El autor tenía su desenlace. La escritura de A sangre fría dejó como saldo dos muertos y un herido, que terminaría pagando las lápidas vecinas de sus personajes, sepultados en un cementerio cerca de la prisión sin otro epitafio que las dos fechas de rigor.

A pesar de que durante años Capote estuvo a la espera de que se cumpliera la condena, y a pesar de que A sangre fría se presentó como una novela estrictamente ceñida a la realidad, la escena final es enteramente ficticia. Capote fabricó una escena en la que Alvin Dewey y Susan Kidwell, quien descubrió los cadáveres, sostienen una conversación frente a las tumbas de los Clutter, en la que se da cuenta de que después de la tragedia, y pese a ella, la vida continuaba. La decisión fue un recurso estilístico para no acabar la novela con la imagen de la horca, pero también un recurso personal para Capote. Jack Dunphy lo consoló tras la ejecución: “Están muertos, Truman. Tú estás vivo”. Y acaso él necesitaba asimilarlo.

En enero de 1966 fue publicada A sangre fría. Pocas semanas antes Capote había firmado con Random House un contrato millonario para una nueva novela que debía entregar en dos años, y que se titularía Plegarias atendidas, según una supuesta cita de Santa Teresa: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”.

En ese momento todos entendieron que el autor necesitaba un descanso y disfrutar del enorme éxito que cumplía con todas las expectativas anunciadas durante el largo proceso de escritura.

Capote fue portada de revistas y A sangre fría encabezó las listas de libros más vendidos. En noviembre de ese año organizó la célebre “Black and White Ball”, una enorme fiesta en el salón del Hotel Plaza a la que asistieron personajes como Frank Sinatra, Tennessee Williams, Andy Warhol, Lee Radzwill y Rose Kennedy. Un evento que recibió el cubrimiento mediático que merecería un acontecimiento internacional.

Los flashes iluminaban su rostro en cada evento social, y no dejaba de hablar de su próxima novela, un retrato de la sociedad de su tiempo escrita bajo el influjo proustiano. Y aunque todos estaban enterados de su proyecto, sus editores seguían sin recibir un manuscrito.

El contrato original de Plegarias atendidas se prorrogó ante cada incumplimiento, cada uno con su respectivo aumento económico, que para 1981 alcanzó el millón de dólares. Todo lo que Capote publicó en ese tiempo correspondía a material escrito en años anteriores a la noche definitiva de los asesinatos en Holcomb. Solo Música para camaleones, una recopilación de cuentos y textos sin ficción ofrecía novedades que para pocos estaban a la altura de su obra.

En el prólogo de aquel libro, Capote confesó que había releído cada una de las palabras publicadas bajo su nombre, y en cada texto descubrió haber dado mucho menos de lo que estaba en capacidad de escribir. Las altísimas expectativas que él mismo se encargó de construir para Plegarias atendidas se convirtieron en un sofocante laberinto del que solo podía escapar mediante la mentira y la evasión. Tampoco ayudó que, contra toda recomendación, años antes publicara adelantos del libro en Esquire, cuando uno de sus capítulos, “La Côte Basque”, era una clara referencia a los entresijos de muchos de sus influyentes invitados a la “Black and White Ball”, que desde entonces le retiraron el saludo.

Pero Capote, convencido del valor de su oficio, negó que esto afectara su proceso creativo. Seguía hablando públicamente del libro, y dos veces declaró en entrevistas haber entregado la versión final a Random House, cuyos teléfonos terminaron colapsados por los reclamos de sus lectores ansiosos. Mientras tanto, juraba a los editores tener listos capítulos que podía recitar con elocuencia, pero desaparecía al momento de enviar los borradores mecanografiados.

Entre el tormento de sus propios fantasmas, el autor de la novela sin ficción libró sus últimos años defendiendo una vida sostenida por la imaginación. Con una desarrollada adicción al alcohol y a los barbitúricos, Truman Capote murió el 25 de agosto de 1984 sin que nadie supiera sobre los capítulos faltantes de un libro que sin vacilaciones comparaba con En busca del tiempo perdido. En el prólogo de Música para camaleones, publicado cuatro años antes de su muerte, aseguraba continuar en la búsqueda de la técnica necesaria para llevar a buen destino su proyecto. “Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio”.

Por Alejandro Moreno

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