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COVID-19, el virus que nos convierte en mosquitos humanos

Artículo que hace parte de una investigación sobre el coronavirus en el mundo, sus razones y su posible desenvolvimiento.

Ludwing Cepeda
30 de junio de 2020 - 02:10 p. m.
La distancia social parece ser más difícil para Occidente, y aún más para Latinoamérica, que ve en tal medida un fenómeno radical, ajeno a su realidad.
La distancia social parece ser más difícil para Occidente, y aún más para Latinoamérica, que ve en tal medida un fenómeno radical, ajeno a su realidad.
Foto: Archivo Particular

Asia, a diferencia de Latinoamérica y África, posee una cultura menos dada al contacto físico innecesario. Aunque este factor casi no ha sido tenido en cuenta, resulta muy significativo respecto al ritmo de propagación del virus, y al impacto psicológico y emocional del aislamiento social. En Corea del Sur y Japón el saludo tradicional es una inclinación de cabeza. Los besos, abrazos y apretones de manos son menos frecuentes que en Occidente. Igualmente, por razones culturales, en países como Corea del Sur, China y Japón el uso de la mascarilla es normal, y durante el COVID-19 se ha utilizado con absoluto rigor. En Corea del Sur, incluso, la familiaridad con las mascarillas es tal que para muchos de sus habitantes resulta extraño que en otros países desestimen su importancia en plena pandemia. Este factor ha sido absolutamente decisivo en la prevención del virus. No en vano, este fue uno de los pocos países que pudo darse el lujo de no decretar un aislamiento obligatorio.

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Aparte de Corea del Sur y China, Hong Kong y Taiwán, también Vietnam, Japón y Tailandia, otros países de la región tienen cierta tradición en el uso de mascarillas, en parte debido a la polución, fenómeno que sucede cada año a inicios de la primavera. Estas culturas también son menos dadas al contacto físico. Tales costumbres les permitieron a los asiáticos sobrellevar mejor la pandemia, mientras que en Occidente el virus ha sido más difícil de contener. Los occidentales no estamos acostumbrados al uso de mascarillas, a establecer distancia siquiera en una fila, ni tenemos la disciplina característica de otras culturas.

El éxito de algunos países en la lucha contra la pandemia estuvo determinado por muchos factores, además del uso de mascarillas y de estrategias de distanciamiento. Cuando surgieron los primeros contagios, Corea del Sur empezó a tomar cerca de 15.000 pruebas de detección del COVID-19 al día, muchas más de las que podía efectuar cualquier otro país en ese momento. Esta medida proyectó un aura de rigor por parte del régimen surcoreano, aunque realizar numerosas pruebas de detección no es sinónimo de vencer al virus. Para finales de abril y comienzos de mayo de 2020, Estados Unidos, España, Italia, Ecuador y otros países realizaban muchas más pruebas que Corea del Sur, y hoy Colombia procesa entre 12.000 y 16.000 test al día. Aun así el virus continúa propagándose con preocupante frenetismo.

Llama la atención que los países con tradición de usar mascarillas y de un menor contacto físico tiendan, a su vez, a presentar rasgos de regímenes disciplinarios, con una orientación dada al acatamiento de normas y obediencia al Estado. En Occidente no sucede así. Convivimos con numerosas infecciones, muchas de ellas mortales, que se transmiten a través de picaduras de insectos, como el dengue, el zika y el chikunguña. Estos virus ejemplifican el referente más inmediato en nuestros imaginarios de prevención sanitaria. Se trata de infecciones que, salvo excepciones como la tuberculosis, el sida u otros, no se propagan inicialmente entre humanos, de ahí que un agente como el coronavirus, que exige guardar distancias y un régimen disciplinario de aislamiento social, nos exponga a una situación novedosa y difícil de asimilar.

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A diferencia del Sars-Cov-2, los gérmenes a los que estamos acostumbrados no se transmiten por abrazos o por la cercanía y afecto con otras personas, sino habitualmente a través de la picadura de mosquitos, de manera que afectan menos el contacto entre humanos y no nos convierten en potenciales portadores que tuviésemos que protegernos de infectar a otros o ser infectados por otros. Por ende, la lógica de contagio y propagación de aquellos patógenos, así como la estrategia de respuesta, son muy diferentes —como la esterilización de mosquitos— a la nueva amenaza pandémica, en la que los agentes de transmisión viral somos nosotros mismos, verdaderos mosquitos humanos, de quienes debemos tomar distancia y desconfiar.

Quizá estamos menos equipados psicológica y emocionalmente para resistir el encierro y el aislamiento físico que los orientales. El encierro, la distancia social y el uso de mascarillas parecen ser más difíciles para Occidente, y aún más para Latinoamérica, que ve en tales medidas un fenómeno radical, ajeno a su realidad. Convertir a todos los demás en “terroristas potenciales del virus”, para emplear una expresión del filósofo Byung-Chul Han, o en mortíferos mosquitos humanos, es un desafío para el que este continente no está preparado, de ahí que las secuelas psicológicas de una inmunología segregacionista posiblemente resulten más difíciles para nosotros que para otras culturas.

Por Ludwing Cepeda

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