Cuando el actor Marlon Brando era criticado por el redactor Gabriel García Márquez
A propósito de celebrarse hoy el centenario del natalicio del actor estadounidense, rescatamos una de las críticas que le hizo el entonces periodista de El Espectador en su columna “El cine en Bogotá”, en 1955.
Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador
EL CINE EN BOGOTÁ. ESTRENOS DE LA SEMANA
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EL CINE EN BOGOTÁ. ESTRENOS DE LA SEMANA
«La amante de Napoleón»
Es fácil entender por qué Marlon Brando –sin duda el mejor actor norteamericano– declaró en relación con su trabajo en esta película que «el maquillaje no lo había dejado actuar». Después de haber sido dirigido por Elia Kazan en Un tranvía llamado deseo y ¡Viva Zapata!; por Joseph Mankiewick en Julio César, y por Laslo Benedek en El salvaje, no podía esperarse que un director convencional como Henry Koster –autor de El manto sagrado– pudiera dominar y amoldar a un personaje difícil y manoseado el vigoroso temperamento de Marlon Brando. (Recomendamos: Cuando la vida de García Márquez era de película, crónica de Nelson Fredy Padilla).
Por otra parte, el magnífico actor no debió de sentirse en su papel, metido en un compromiso que lo obligaba más a parecerse físicamente a Napoleón para no defraudar a los productores, que a recrear el formidable personaje histórico. La falla principal del film, desde el punto de vista cinematográfico, es el desgano, la absoluta indiferencia del primer actor, que no hizo otra cosa que cumplir con su contrato, salvo en la escena en que Bernardotte solicita permiso para cambiar de nacionalidad.
En ese instante hay un destello de vigor dramático, debido exclusivamente a Marlon Brando. El resto del film es una sucesión de frías y coloreadas tarjetas postales, que no suscitan en ningún momento la emoción en los espectadores más ingenuos. En este caso la historia de Napoleón ha sido falseada, pero no –como ocurre casi siempre– para aumentar su carga dramática, sino para que el público tenga noventa motivos para bostezar.
El Cinemascope ha inaugurado la era de los decoradores. Griffith, en su mamotreto histórico, Intolerancia, construyó los escenarios artificiales más grandes y espectaculares de la historia del cine, pero no por eso se ha considerado aquella época como el gran momento de los decoradores. Ese momento lo ha originado el Cinemascope, un curioso sistema que ha menospreciado todos los valores primordiales del cine y ha colocado en cambio en el primer plano de la atención los valores secundarios. En La amante de Napoleón, como en El príncipe estudiante, lo único apreciable es la decoración.
Suponiendo que el libro de la escritora austríaca Annemarie Selinko no haya sido adulterado en la versión cinematográfica –como lo aseguran quienes conocen el libro–, habría que admitir honorablemente que los realizadores de Désirée no son responsables intelectuales de lo que parece ser una protuberante desfiguración histórica. Pero son responsables materiales al poner en circulación, aprovechando la avasallante popularidad del cine, una serie de hechos dudosos y sobre todo una tesis histórica que puede considerarse como la apoteosis del traidor.
Pero hay más: lo alarmante, desde un punto de vista estrictamente cinematográfico, es la prosa insustancial e insignificante en que se ha contado la historia, la superficialidad del drama debida principalmente a la absoluta falta de dominio y penetración de un guionista y un director que ocuparon todo su tiempo en atender a los arreglos técnicos, con lamentable menoscabo de la intensidad y la fuerza de convicción del film.
Quienes consideran que la pérdida del close-up en el Cinemascope es lamentable apenas para la literatura especializada, no encontrarán explicación a la frialdad de la escena en que Désirée sorprende a Napoleón en la casa de Josefina, o a la absoluta falta de emoción de la autocoronación. Esas escenas –en las que resaltan las fallas típicas del film– son el resultado de haber echado por la borda, a cambio de unas cuantas innovaciones técnicas, las grandes conquistas del cine como medio expresivo.
La amante de Napoleón podría bastar para poner término al formidable y merecido prestigio de Marlon Brando, si no se conocieran los motivos que obligaron al grande actor a participar en este film infortunado.
* Publicado originalmente en El Espectador el 26 de febrero de 1955, página 10.