El Magazín Cultural
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Divagación de la sustancia sin prisa

Hay algo en la piel que no distingue. En cada poro y en el tacto. Nos supera, nos sobrepasa. No sucede siempre y sin embargo sucede.

Manuela Saldarriaga Hernández
17 de agosto de 2015 - 02:23 a. m.

Antes de tocar, aunque pase fugaz por mi cabeza —inútilmente racional con cada cosa—, pienso en la comprensión y definición que hay con lo tocado. El término sin el término.

¿Qué pasaría si tomo una copa llena de agua y sin cerrar los ojos me olvido de que es una copa? No habría por qué ejercer fuerza para sostenerla, no haría falta, me detendría en la mano o en la extensión inerte de la misma. Tal vez se caiga, se rompa de golpe y se riegue el líquido, sencillo. Pasaría algo semejante si toco a una mujer ignorando que se trata de una, pues de antemano sé que se trata de alguien, porque respira y lo veo en su pecho que se levanta, calmo. Si ocurre con encanto, también ella se derrama. Es como acariciar a un animal o a una planta: la cópula del todo, el universo en constante comunión.

¿Qué hace una gente sentada, corbata atada al cuello, resolviendo lo que es lícito o no en asuntos del amor? No tiene importancia. Es una simple entretención sumada a una avidez excedida por imponer una opinión en quienes lo permiten. Para persignarse basta una dosis fascinante; dejarse convencer por nada. Hay quienes juzgan, dogmáticos y estériles, faltos de encanto, un beso entre dos falos. ¡Qué maravilla! ¿Y del amor, dije, de qué estoy hablando?

Tuve un amante de corto aliento cuyo corazón se agitaba y sus latidos resonaban en la cama como un bello silencio acompasado, pálpitos con ritmo de galope. A oscuras pensaba —una vez más— que en mí algo disminuía, consumido en éxtasis luego de haber gozado, así como entre sus piernas descansaba algo. ¿Qué había de distinto en ambos, tan vegetales y vivos, desnudos, tumbados, con falos disímiles tan sólo en el tamaño? Además del compás del pulso, la función del órgano, el fascinante “obstáculo” del goce: la concepción. A propósito, una palabra etimológicamente no lograda y salvada, protegida y amparada por la religión: familia.

Hasta finales del siglo XVII los botánicos negaban la sexualidad de las plantas. ¿Galenismo? Se reproducían: ¡vaya hallazgo! Era manifiesto, un milagro ante los ojos. Linneo, por ejemplo, fue juzgado al proponer la relación copulativa entre animales y plantas, habiendo catalogado más adelante, entre otras, la especie criptógama: sin flor es casi imposible descubrir la estructura reproductiva. Así pues, hay un montón de seres que van por ahí marchitos. Otro montón, deshojados. Otro más… una congregación de criptógamas.

Falacias suspicaces. Alguna vez leí que el primer hombre “homosexual” de la historia había sido descubierto en Praga; realizaron estudios con un esqueleto hallado en excavaciones y, según decía, se trataba de alguien que probablemente vivió entre 2900 y 2500 antes de Cristo. Me pregunto qué pensaría si estuviera a mi lado y yo le leyera justo ahora: “Mirá lo que te corresponde post mórtem, están hablando sobre la orientación sexual de tu cadáver”. —¿Orientación?

La cosa es que la clasificación sucede ahora, a pesar de que años atrás observadores incansables de huesos llenos de savia advirtieron ese cohabitar prolífero. Pongo otro ejemplo, un absurdo más a lo demás: el liquen barba de viejo (Usnea barbata), ese musgo gris que alimenta la biodiversidad boscosa y se adhiere con tanta belleza a un árbol como la barba a los viejos, que me encantan. ¿Cómo sostienen una relación generacional las plantas? ¿Cuál y cómo es su diálogo?

La masculinidad o feminidad en el reino vegetal es un buen ejemplo —entre un infinito de belleza— de que un fruto nectarífero nos sabría igual de exquisito aun si olvidamos que es un fruto el que es besado y mordido por nuestra boca.

“Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y la persecución de esa integridad”, escribió Platón en El banquete, refiriéndose a la eterna búsqueda de los seres andróginos que Zeus dividió a la mitad, con un rayo, cuando se acercaron al Olimpo. Desde entonces buscamos ese trozo semejante al que tenemos o uno contrario, que también nos integra. Hay algo en la piel que no distingue, nos hace falta más sed y menos prisa.

Por Manuela Saldarriaga Hernández

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