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Dostoievski y su vida tortuosa, según el nobel J. M. Coetzee

Fragmento del ensayo “Los años milagrosos”, del libro “Costas extrañas”, en el que el nobel de Literatura sudafricano revisa la vida y obra del escritor ruso, de quien hoy se celebran 200 años de su natalicio.

J. M. Coetzee * / Especial para El Espectador
11 de noviembre de 2021 - 04:03 p. m.
Fiódor Dostoievski es considerado uno de los escritores más influyentes de la historia de la literatura. Nació el 11 de noviembre de 1821 en Moscú, Rusia, y murió el 9 de febrero de 1881, en San Petersburgo. Imagen de una de las estampillas con las que se le recuerda.
Fiódor Dostoievski es considerado uno de los escritores más influyentes de la historia de la literatura. Nació el 11 de noviembre de 1821 en Moscú, Rusia, y murió el 9 de febrero de 1881, en San Petersburgo. Imagen de una de las estampillas con las que se le recuerda.
Foto: Getty Images

Desde el decenio de 1950, Joseph Frank ha estado trabajando tenazmente en uno de los grandes proyectos bibliográficos de nuestro tiempo: la vida de Fiódor Dostoievski en cinco volúmenes. La lectura de cada uno de ellos, independientes unos de otros, es apasionante. El cuarto volumen, que apareció en 1997, tiene un interés especial y cubre los «años milagrosos» de 1865-1871, los años de los grandes logros ininterrumpidos de Dostoievski, la época en que escribió Crimen y castigo (1866), El idiota (1868) y Los demonios (1871-1872). (Recomendamos: Ensayo sobre el factor autobiográfico en la obra de Coetzee, por Nelson Fredy Padilla).

En 1864 murieron tanto la primera esposa de Dostoievski como su querido hermano mayor, Mijaíl. Dostoievski era un hombre consciente de sus deberes familiares. Asumió sin vacilar (pero también sin saber en qué compromisos se metía) la responsabilidad de cuidar de la esposa y los hijos de Mijaíl y de hacerse cargo de las enormes deudas que Mijaíl había dejado, así como del hijo de la esposa fallecida de un matrimonio anterior. Estas personas que dependían de él se aprovecharon sin clemencia de su sentido del deber, por lo que tuvo que dedicar los siguientes siete años de su vida a esforzarse en ganar lo suficiente con su pluma para procurarles las comodidades a las que estaban acostumbrados. (Más: Los 200 años de Dostoievski, por Leopoldo Villar Borda).

Al tener que escribir a diario para ganarse el pan, Dostoievski estuvo siempre bajo la presión de cumplir con los plazos. Fue uno de estos plazos lo que le condujo a casarse por segunda vez. Obligado a escribir una novela completa en un plazo muy breve, tuvo que contratar los servicios de una taquígrafa, una mujer llamada Anna Grigorievna Snitkina. Le hizo pasar una prueba de dictado y luego le ofreció un cigarrillo, que ella rechazó, gracias a lo cual pasó sin saberlo la segunda prueba, ya que con ello demostraba que no era una mujer liberada y que probablemente no era una nihilista.

Al cabo de un mes, gracias a la ayuda de esta taquígrafa, Dostoievski había dictado y revisado El jugador y podía retomar el proyecto que había interrumpido, Crimen y castigo. Tres meses más tarde habían contraído matrimonio. Él tenía cuarenta y cinco años y ella veintiuno. A Dostoievski no le gustaba vivir solo. Aunque Anna no lo sabía, en los últimos tiempos, llevado por su necesidad de compañía y de vida doméstica, había cortejado sin éxito a varias mujeres. Tampoco se había repuesto aún de su enamoramiento de Apollinaria Suslova, la joven radical con quien tuvo una tormentosa relación en 1863.

Como marido, Dostoievski no era un gran partido: un viudo que no se sabía comportar en sociedad y llevaba a cuestas a un montón de parientes hambrientos, un convicto subversivo que había pasado diez años en Siberia; un escritor que, a juicio de los lectores, nunca había conseguido estar a la altura de las expectativas que había despertado su primera novela: Pobres gentes, publicada hacía más de veinte años. Anna, sin embargo, aceptó su oferta y demostró ser una excelente compañera, soportando junto a él las enfermedades y la pobreza y, después de su muerte, guardando con celo su memoria.

El matrimonio no parece haber sido apasionado, al menos al principio. Dostoievski cumplía a rajatabla con su rutina cotidiana, que era totalmente opuesta a la que habría deseado cualquier joven esposa y madre: se sentaba en su despacho desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana, dormía toda la mañana y por la tarde daba un paseo que incluía una parada en un café para leer los periódicos. Cuando sus amigos del mundo literario lo visitaban, se encerraba con ellos y dejaba a Anna las obligaciones de la familia, que por otra parte, no la admitía porque la consideraba una intrusa. Los acreedores de Mijaíl le presionaban cada vez más.

Dostoievski propuso a Anna que dejaran San Petersburgo y se marcharan a vivir al extranjero. A ella le pareció bien, aunque solo fuera para alejarse de la familia de su marido. Durante cuatro años (1867-1871) los Dostoievski vivieron en Alemania, Suiza, Italia y, después, de nuevo en Alemania, en hoteles o apartamentos de alquiler. Fue un período de penurias sin tregua. Apenas tenían lo suficiente para comer, y su supervivencia dependía siempre de los adelantos que les enviaba M. N. Katkov, el siempre comprensivo editor de Dostoievski.

De vez en cuando, Anna tenía que empeñar su ropa y sus joyas para pagar deudas. Vivir fuera de su país no hizo más que afianzar una veta de lo que Frank llama, en uno de los escasos juicios de valor de su obra, la «furibunda xenofobia» de Dostoievski, cuyos prejuicios se dirigían especialmente contra los alemanes: «¡No hay ningún límite en absoluto para el odio que les tengo!».

Detestaba Florencia porque los florentinos cantaban en las calles cuando él deseaba dormir; en Ginebra refunfuñaba porque las casas suizas no tenían doble cristal. Incluso le disgustaban los círculos de emigrados rusos porque no tenía nada en común con los aristócratas reaccionarios que, indignados, habían abandonado Rusia tras la abolición de la servidumbre.

Por Iván Turgueniev, el más famoso de los literatos emigrados, albergaba un desprecio indesmayable después de que este le hubo dicho que, una vez establecido en Alemania, se consideraba alemán y no ruso. A riesgo de exagerar, Frank llama a Dostoievski «literato proletario obligado a escribir a sueldo». Dostoievski se sentía bastante amargado por las circunstancias que lo mantenían bajo el yugo de la literatura.

Incluso tras escribir Crimen y castigo —que tuvo un enorme éxito de ventas— y, a continuación, El idiota, seguía albergando un sentimiento de inferioridad respecto a Turgueniev y Tolstoi, escritores rivales que gozaban de mayor consideración entre los críticos (y a los que les pagaban más por página) que a él. Gracias a las fortunas que habían heredado, gozaban de un tiempo libre y de una tranquilidad que él envidiaba, y esperaba que llegara un día en el que podría abordar un tema de mayor envergadura y demostrar que estaba a la altura de ambos.

Esbozó bastante minuciosamente una obra ambiciosa, titulada en un principio Ateísmo y más tarde La vida de un gran pecador, con la que pretendía obtener reconocimiento como escritor serio, pero estos esbozos fueron canibalizados por Los demonios y la gran obra fue aplazada de nuevo. Dostoievski había reconocido la importancia capital de Padres e hijos, de Turgueniev, cuando apareció en 1861, pero su opinión sobre las últimas obras de Turgueniev estaba teñida de antagonismo político y personal (Turgueniev es satirizado en Los demonios como el vanidoso y afectado literato Karmazinov). En cuanto a Tolstoi, Dostoievski y él mantuvieron siempre una distancia respetuosa y nunca llegaron a conocerse personalmente.

En privado, Dostoievski tachaba las obras de Tolstoi y Turgueniev de «literatura terrateniente», literatura de una época que ya había pasado. Durante los años que vivieron en el extranjero, Anna dio a luz a dos niños. La muerte del primero de ellos a los tres meses de vida destrozó a sus padres. Compartir el dolor los acercó más el uno al otro. El apoyo incondicional de Anna también empezó a causar una viva impresión en Dostoievski.

La epilepsia que padecía había producido consternación y perplejidad a su primera esposa, pero Anna, pese a su juventud, cuidaba de él cuando sufría un ataque y soportaba con buen humor las secuelas de irritación y tendencia a armar broncas que dejaba en su carácter. Poco a poco fue creciendo en él el respeto por sus opiniones y empezó a hacerla partícipe de su escritura. Sin embargo, la carga que más le costó llevar a Anna no fue la epilepsia de su marido, sino su obsesión por el juego.

La afición de Dostoievski por el juego no solo empobreció a Anna, sino que además la sometió a diversas degradaciones morales, entre otras, tener que desconfiar de alguien a quien amaba, y tener que soportar las mentiras y los engaños para, acto seguido, oír el compungido golpearse el pecho y los reproches que se hacía a sí mismo, reproches que, a fin de cuentas, no eran sinceros, o al menos no lo bastante sinceros.

Anna solía reservar una parte del presupuesto doméstico para las partidas de su marido. Ella recuerda en su diario que, cuando este perdía el dinero, volvía diciendo que «no se merecía a alguien como yo, que él era un cerdo y yo un ángel, pero que necesitaba más dinero». Normalmente, Anna cedía porque tenía miedo de que, si se oponía, él se excitaría y sufriría uno de sus ataques. El carácter afable de Anna no la llevaba a ningún sitio porque Dostoievski le echaba en cara que no mejoraba porque no tenía a una esposa que le regañase: «Para él era verdaderamente doloroso que mi modo de ser fuese dulce». (Frank dice que la dulzura inhumana del príncipe Mishkin en El idiota, que Dostoievski escribía por esa época, produce el mismo efecto exasperante en las personas que lo rodean).

Aunque Dostoievski no se excusaba por jugar, estaba dispuesto a censurarlo únicamente a su manera: como una manifestación de su tendencia a ir «en cualquier situación y momento … hasta el límite». No es necesario subrayar que una afirmación como esta en boca del hombre que ya había creado a Marmeladov y que pronto crearía a Stavrogin era tanto un alarde como un autocastigo. Anna, sin embargo, no quería juzgar a su marido.

Al igual que prefería entender que los malos tratos que su marido le infligía eran la voz de la epilepsia que hablaba a través de él («Cuando me grita es por la enfermedad, no debido a su mal carácter»), parece que consiguió —al igual que el propio Dostoievski, como observa Frank— «separar su obsesión por el juego de su personalidad moral, y considerar a aquella como algo externo a su auténtico carácter»). Frank se abstiene de formular la correspondiente pregunta dostoievskiana: si el diablo de Dostoievski no era él mismo, si no era él el responsable, ¿quién lo era?

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.

Por J. M. Coetzee * / Especial para El Espectador

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Pathos(78770)12 de noviembre de 2021 - 05:08 p. m.
Es un buen retrato q revela aspectos poco conocidos
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