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                                                                                                                              El bien y el mal, las dos caras de una cambiante moneda llamada moral

                                                                                                                              Presentamos la primera entrega de una serie de cinco sobre la creación del bien y del mal, su evolución a través de los milenios, la utilización que de la moral surgida de esos conceptos ha hecho la humanidad, el surgimiento del castigo y del premio, y de la ley.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura
                                                                                                                              Ilustración alusiva al bien, el mal y las guerras.
                                                                                                                              Foto: Eder Rodríguez

                                                                                                                              Aquellos finos y estilizados pasos de John Travolta sobre el suelo de parqué de una discoteca en Nueva York, que podría haber sido Studio 54 u otra cualquiera, eran un retrato de los últimos años 70 del siglo XX. Eran música, ritmo, un estilo de vida sustentado en un baile, y una o varias modas reunidas en una imagen, y eran la música de aquel momento, el sonido de los Bee Gees, las voces de Barry, Maurice y Robin Gibb y su creación. Y eran, sobre todo, la síntesis de una evolución cultural que se había iniciado miles de miles de años atrás, basada en una casi infinita suma de costumbres, soluciones, debates, contradebates, guerras, religiones, dioses y demonios, y un reguero de largos, profundos y polémicos etcéteras que seguirían multiplicándose con los años.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Ilustración alusiva al bien, el mal y las guerras.
                                                                                                                              Foto: Eder Rodríguez

                                                                                                                              Aquellos finos y estilizados pasos de John Travolta sobre el suelo de parqué de una discoteca en Nueva York, que podría haber sido Studio 54 u otra cualquiera, eran un retrato de los últimos años 70 del siglo XX. Eran música, ritmo, un estilo de vida sustentado en un baile, y una o varias modas reunidas en una imagen, y eran la música de aquel momento, el sonido de los Bee Gees, las voces de Barry, Maurice y Robin Gibb y su creación. Y eran, sobre todo, la síntesis de una evolución cultural que se había iniciado miles de miles de años atrás, basada en una casi infinita suma de costumbres, soluciones, debates, contradebates, guerras, religiones, dioses y demonios, y un reguero de largos, profundos y polémicos etcéteras que seguirían multiplicándose con los años.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Travolta encarnaba a un muchacho llamado Anthony Manero, que vivía y moría por el baile, en una película que tuvo por título Fiebre de sábado en la noche. Desde su estreno, y por aquel filme, los sábados en la noche pasaron a ser una fiebre, y la fiebre, un baile, y el baile, un contrato sin firma de un hombre y una mujer, y una pequeña sociedad que mezclaba la danza, la innovación, el ritmo, la pasión y el sudor sobre una pista de 10 por 10 en un modo de ser y vivir que quedaría marcado con el nombre de “disco”. La fiebre era el disco, y el disco era el baile, y bailar era un modo de vida, y los sábados eran una especie de ritual de libertad que comenzaba con las vestimentas y acababa en la madrugada de los domingos.

                                                                                                                              Para quienes habían nacido a comienzos del siglo, toda aquella parafernalia, los colores, las canciones, el modo de ser y de cantar y, por supuesto, de amar y bailar eran una locura, una muestra muy clara de que la humanidad estaba perdida. Ellos, que habían pasado de la música en vivo, si acaso, al gramófono y, más tarde, a la radiola, que habían vivido su infancia solo con los sonidos de la naturaleza, y tal vez, de algún amigo o hermano que se había aprendido una canción, y que conocieron los automóviles ya en la adolescencia, y los aviones algo más tarde, y se deslumbraron cuando fueron a ver una película por vez primera en sus vidas y entendieron el amor como un sacramento para toda la vida, solían considerar que únicamente había un bien y un mal, y que esos bien y mal eran los que habían aprendido.

                                                                                                                              “¿En qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado? ¿Y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, empobrecimiento, degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro?”. Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Por aquellos bien y mal, o por el bien y el mal que fueron transformándose casi desde que surgieron, la humanidad se enfrascó en millares de guerras, con sus consecuentes muertos, con su sangre, el odio desparramado, los vencedores y los vencidos y sus herencias, convertidas en más herencias y en más odios, y en otras guerras y más muertes. Por la moral, por el dominio de la moral, por defenderla o por atacarla, por difundirla, por poseerla o incluso por ignorarla, la humanidad creó mandamientos, dioses, pecados y virtudes, infiernos y paraísos, y se aferró al más allá, a un más allá de donde procedían el bien y el mal, la mayoría de las veces sin preguntarse qué era la moral, por qué había surgido, y si había surgido en algún momento o siempre había existido.

                                                                                                                              "Por el bien y el mal que fueron transformándose casi desde que surgieron, la humanidad se enfrascó en millares de guerras, con sus consecuentes muertos".
                                                                                                                              Foto: Eder Rodríguez

                                                                                                                              Entre una y otra guerra, o en ocasiones entre algunos diminutos instantes de laboriosidad o de descanso, o de amor o desamor, lo bueno y lo malo se fueron originando, y después, transformando, y más tarde volvió a transformarse y así se fue repitiendo la historia una y otra y otra vez. La moral era, fue, lo invisible que llevaba a lo tangible. De un concepto, de una idea, se hizo luz u oscuridad, sangre y fuego, tierra y agua, viento, tormenta, astro, universo, y de ser materia, de ser lo tocable, mudó a volverse lo intocable e indefinible pero siempre presente: sed, hambre, deseo, pulsión, pasión, bondad, generosidad y demás. Y se fueron sucediendo los hechos, y fueron pasando los años, los siglos, los milenios.

                                                                                                                              “Vi Romeo y Julieta, una obra en sí misma lo peor que he oído en mi vida. El sueño de una noche de verano, que no había visto, ni volveré a ver, pues es la obra más insípida y ridícula que he visto en mi vida. Noche de Epifanía, bien actuada, aunque no es más que una tontería”. Samuel Pepys, Los diarios de Samuel Pepys.

                                                                                                                              En un principio, la moral, aquello invisible que aún no tenía nombre, era la mejor manera de conservar a un grupo de personas y preservarlo de una posible pérdida. Luego sirvió para aquello, y también, para mejorar las condiciones de vida de cada quien y lograr que se mantuvieran algunas cualidades que el grupo había logrado forjar. De allí en adelante, aquella ingenua y primigenia moral, aquellos bien y mal que habían surgido esencialmente como protección, cinco, 10.000 o 100.000 años atrás, fue llenándose de matices, o fue desprendiéndose de decenas y decenas de pequeñas consecuencias, que con el tiempo fueron aterradoras e inmensas consecuencias. Lo humano, demasiado humano, para citar a Nietzsche, se apoderó de la moral.

                                                                                                                              En ocasiones, lo hizo convencido, inocentemente· convencido de que era un paso hacia adelante. En otras, lo logró basándose en falsas promesas, falsas tierras de prosperidad y, ante todo, un eterno, invisible y poco comprobable más allá. Desde Zoroastro, quizás el primer dios que habló de salvación y condena, y por lo mismo, de bien y de mal, hasta hoy, la historia de la humanidad ha estado determinada, potenciada, bendecida y condenada por la moral. Cada supuesto avance, cada gota de progreso, llevó consigo sus respectivas contracaras. Cada bien arrastró a un mal o a varios, y viceversa. Se crearon mutuamente, se alimentaron, incluso en tiempos en los que no existían las monedas, la escritura, los códigos ni las leyes.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El bien y el mal fueron siempre dos caras de una misma moneda. Desde cuando los integrantes de las primeras tribus, dos o tres millones de años atrás, se domesticaron entre sí para defenderse de los enemigos y sacar provecho de la unión que hacía la fuerza, hasta siglos más tarde, cuando surgieron el Código de Hammurabi, las leyes de las tablas de Moisés y el derecho romano, la modernidad o la Ilustración. En un principio, según algunos hallazgos como los de los fósiles del desierto de Yurab, norte de Chad, los de África oriental, Kenia, Tanzania y Etiopía, o los de Sterkfontein, Gladysvale, Drimolen y Malapa, en Sudáfrica, los humanos que se habían alejado de los homínidos tuvieron que bajarse de los árboles.

                                                                                                                              “La humanidad no hace nada si no es a través de las iniciativas de los inventores, grandes o pequeños, y la imitación de todos los demás. Son personas individuales las que abren caminos y fijan pautas. La rivalidad entre estas pautas es la historia del mundo”. William Jones (1908).

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Enormes, profundas y trágicas evoluciones del clima del planeta habían creado distintos quiebres como el del Gran Valle del Rift, que expulsaron a los homos de los árboles hacia los valles. De repente, los humanos de aquellas épocas se vieron en el medio de kilómetros y kilómetros de planicies, uno al lado del otro, y por lo mismo, uno, protegido por el otro, o amenazado por el otro. Los enemigos eran un innumerable y casi infinito todo compuesto de feroces y hambrientos animales, árboles, arbustos, matas, hojas, flores y frutos, ríos casi secos, lagunas que eran prácticamente arena, y montañas y cuevas, y de grupos de otros humanos, y del Sol, la Luna, las estrellas. El hombre, las mujeres, los niños de aquel tiempo, se vieron de repente a sí mismos solos, frágiles, a merced de...

                                                                                                                              "El bien y el mal fueron siempre dos caras de una misma moneda. Desde cuando los integrantes de las primeras tribus, dos o tres millones de años atrás, se domesticaron entre sí para defenderse de los enemigos y sacar provecho de la unión que hacía la fuerza, hasta siglos más tarde, cuando surgió el Código de Hammurabi".
                                                                                                                              Foto: Eder Rodríguez
                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “Vivíamos en un mundo duro y peligroso”, como escribió el filósofo Hanno Sauer en su libro La invención del bien y del mal. “La amplia extensión tipo sabana que había surgido como consecuencia de la fractura del Gran Valle del Rift —que desde ese momento modificó por completo la zona oriental del continente— nos hizo vulnerables a los depredadores, de los que, en aquella región que se estaba convirtiendo en una estepa, ya no podíamos protegernos trepando rápidamente a las copas de los árboles”. Las montañas que comenzaron a surgir por el occidente cortaron casi por completo el paso del viento y de las lluvias que llegaban desde los milenios de los milenios del océano Atlántico, irrigando la tierra.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Entonces fue cuando el hombre se unió por vez primera al hombre, y a la mujer y al niño. Solos, casi sin agua, a disposición de animales mucho más feroces y grandes, los antepasados de nuestros antepasados comprendieron la importancia de juntarse, de hallar entre todos la fuerza y la protección que podían requerir. Y empezaron a colaborar, entre tantas otras cosas que aprendieron desde la debilidad y por ella, sin hacer alarde de algo que ni siquiera hacía parte de su lenguaje, pues el lenguaje tampoco lo conocían. No existían la palabra ni el concepto, y sin embargo, ante la llanura del todo, expuestos ante la muerte y a ella, frente el inminente peligro de cada día, los homos de aquel tiempo comenzaron a transformarse física y mentalmente. Se irguieron.

                                                                                                                              “Nuestra crítica moral de edades pasadas puede con facilidad estar equivocada, porque transfiere al pasado aspiraciones del tiempo presente. Juzga a los personajes por una serie de principios fijos y deja, además, escaso margen para los imperativos del momento”. Carl Jacob Christoph Burckhardt, Reflexiones sobre la historia universal (1865)

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Como escribió Peter Watson en Ideas, “El ancestro humano que mejor ilustra la cuestión de la locomoción bípeda es el Australophitecus afarensis, conocido como Lucy, debido a que la noche en que fue descubierto sonaba en el campamento de los paleontólogos la canción de los Beatles ‘Lucy in the Sky with Diamonds’”. Después de centenares de pruebas, los pedacitos de huesos del esqueleto de aquel hallazgo determinaron que entre tres, cuatro y 2,9 millones de años atrás los homínidos empezaron a andar a pie, y con aquel andar a pie liberaron las manos y los brazos, y los utilizaron para llevarles comida a sus compañeros de vida a los pocos árboles que aún quedaban. Luego, muy poco a poco, fabricaron uno que otro utensilio de piedra.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Con las nuevas herramientas, cambiaron su manera de comer y lo que comían, y se volvieron carnívoros. Por la carne, se nutrieron de mayor energía, y aquella energía hizo que su cerebro creciera. En palabras de Watson, “Hubo una segunda consecuencia importante: la postura erguida propició el descenso de la laringe, cuya ubicación en la garganta es más baja en los seres humanos que en los simios. En esta posición la laringe está en mejores condiciones de producir vocales y consonantes”. El cuerpo del hombre cambió, igual que su mentalidad. Cambiaron sus necesidades, costumbres, prioridades, hábitos... Poco a poco, fue respirando de otra manera, moviéndose de otra forma y comiendo otros alimentos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El aire y la carne lo fueron transformando en un ser menos burdo. Lo estilizaron, le volvieron mucho más finos el rostro, la quijada, la nariz, las manos, y las piernas, y así lo fueron convirtiendo en un sujeto que podía emitir distintos sonidos articulados. Cada sonido era un mensaje de algún modo, un principio de mensaje, y cada mensaje contribuía a una prehistórica idea de unión. La unión fue haciendo la fuerza, y fue creando una larga y profunda evolución. En Ideas, Peter Watson decía que Merlin Donald, profesor de Psicología de la Universidad de Queens, de Toronto, consideraba que el período comprendido entre 50.000 y 400.000 años atrás era quizás el más trascendental de la historia.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “El surgimiento del arte fue tan repentino (en términos paleontológicos) y tan generalizado, que muchos científicos piensan que tuvo que ser reflejo de un importante cambio en el desarrollo mental del hombre primitivo. Fue, en palabras de Steven Mithen, ‘cuando tuvo lugar el último gran rediseño de la mente’. Una vez más nos encontramos con una brecha temporal, entre la aparición de los humanos anatómicamente modernos, hace 100 o 150.000 años, y la explosión creativa de 40 o 60.000 años atrás. Una explicación para ese hiato nos la proporciona el clima”. Peter Watson, Ideas (2005)

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “Donald identifica tres etapas en el desarrollo de la mente moderna, cada una de las cuales implica una transición. La primera etapa consiste en lo que denomina pensamiento ‘episódico’, ejemplo del cual son los grandes simios. Su comportamiento, afirma, consiste en respuestas inmediatas a su entorno, y viven su vida ‘completamente en el presente’, como una serie de episodios concretos, con una memoria específica para acontecimientos específicos en contextos específicos”. La segunda manera de pensar, de proceder, fue por mímesis y estuvo centrada en el Homo erectus. De acuerdo con Donald, “el mundo del Homo erectus era cualitativamente diferente de todo lo que le precedió y es ello lo que lo hace tan importante”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Importante, esencial, decisivo. El homo que se había erguido, que se había tenido que bajar de los árboles, aprendió a comunicarse, aunque aún no hubiera creado la palabra. Sus palabras eran la imitación de gestos y sonidos. Eran el aviso con la mirada, y el hacer de unos y de todos. Aquella era una “sociedad en la que la cooperación y la coordinación social de las acciones era central para la estrategia de supervivencia de la especie”, según Donald. Una sociedad en la que empezaban a aparecer la intención, la creatividad, la coordinación y la referencia, “y acaso, por encima de cualquier otra cosa, la pedagogía, la aculturación de los jóvenes”, como lo sintetizó Peter Watson. En otros términos, la cultura y el acumulado cultural.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El Homo erectus ya no era como sus parientes, que tenían que aprender todo cada vez que nacían. Había un legado. Precario, ríspido tal vez, pero un legado. Una memoria para hacer las cosas, para unirse, para transmitir por medio de gestos y sonidos lo que había aprendido. Quienes llegaron luego ya tenían un camino recorrido, y esos que llegaron luego, cientos de miles de años después, fueron llamados los Homo sapiens, que según varias pruebas recogidas en Eurasia, África, Siberia y América, ya habían aprendido a coser, se habían dispersado por lo que luego sería Europa y habían cruzado el estrecho de Bering para bajar hacia las Américas, muy poco a poco, o mejor, muy milenio tras milenio, y ya habían descubierto el fuego.

                                                                                                                              “Los grandes genios del pasado todavía nos dominan desde la tumba; aún acechan y corretean por el presente, equivocando a los vivos, congestionando misteriosamente el tráfico, confundiendo los valores del arte y las costumbres; una brillante cohorte de seres mortales que, en posesión de la tierra, deciden no morirse”, Wyndham Lewis (1915).

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Gracias al fuego y al camino, al clima y los años y la búsqueda, aquellos homos eran un inmenso y complejo grupo de grupos de Homo sapiens que pasó de vivir casi bajo la tierra, en cuevas o excavaciones tentativas y aisladas, a construir algunas estructuras más elaboradas, cuyas paredes, muros y techos estaban hechos de huesos de mamut, pieles de diversos animales y arbustos, lo que significó, según algunos arqueólogos, paleontólogos e historiadores, que eran lugares relativamente estables, semipermanentes. De ahí, dedujeron que “estas sociedades primitivas podían resolver conflictos y contaban con una primitiva estratificación social”, según Watson. Por lo mismo, ya tenían algún tipo de lenguaje, de colaboración, y más allá del lenguaje y la colaboración, de moral. De bien y de mal.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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