El Magazín Cultural

El holandés errante (Cuentos de sábado en la tarde)

Vicente se removió incómodo en la pequeña butaca que Carola le había prestado. Ya eran suficientes las habladurías que se habían suscitado alredededor de la muerte de la prostituta.

Juliana Vargas @jvargasleal
27 de abril de 2019 - 08:16 p. m.
Cortesía
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Las ciudades no se construyen, a las ciudades se les imprime vida. A unas las mueven  los artesanos, a otras los sastres, otras son tan belicosas que sólo conocen del arte espartano, y otras se mueven a ritmo de orgasmos. En estos lugares las costas son quienes marcan las horas, el número de embarcaciones en la orilla es la medida de la felicidad y los marineros se pierden con cada sirena que encuentran tras un ventanal.

Nadie es Venus, pero las prostitutas de estos lugares nacen de una concha noche tras noche, envelven a los hombres, y al finalizar su trabajo, se convierten en la primavera que los marineros esperaban después de un largo invierno. Por esta razón, cuando una prostituta muere en uno de estos sitios no se comete un homicidio, se comete un deicidio. 

—¿Sabes qué es lo único que me alegra de esto, Vicente? Por fin te tomas el trabajo de mirarme a los ojos. Al fin aceptas que no puedes vivir sin mí.

Carola estaba sentada cómodamente sobre la toalla que cubría la cama de su oficina. Estiró su pierna antes de cruzarla, cerciorándose de que su entrepierna se desvelara. Vicente no desvió la mirada. Eso era una buena señal, Carola lo necesitaba concentrado.

—¿Debes sentarte sobre esa toalla llena de semen? —preguntó Vicente, enarcando una de sus cansadas cejas.

—No desvíes el tema de conversación. Mantengo sobre esta toalla más de lo que tú mantienes sobre…bueno, tu vida es demasiado aburrida como para servir de punto de comparación. —Carola descruzó las piernas y se acomodó el vestidito de seda escarlata que cubría su cuerpo—. Y sobre esta misma toalla le haré justicia a la muerte de Esperanza.

Vicente se removió incómodo en la pequeña butaca que Carola le había prestado. Ya eran suficientes las habladurías que se habían suscitado alredededor de la muerte de la prostituta. Una vengativa persecusión sólo aumentaría el sentimiento de inseguridad que empezaba a respirarse. La situación ya apestaba tanto como los canales de agua encallada que atravesaban la ciudad como venas dilatadas.

—No quiero espantar el comercio que llega aquí con los navíos que embarcan semana a semana —dijo Vicente al fin.

—Te olvidas que nosotras somos la mercancía más apetecida. Somos quienes mantenemos despierta a la ciudad. Nos pierdes, y pierdes tu poder. Este crimen no puede quedar impune a menos que desees que tu barco se hunda, Vicente. Tu mojigatería disfrazada de moral te impide expresarlo, pero ambos sabemos que la muerte de Esperanza te afecta tanto como a mí —sentenció Carola. 

Sí, le afectaba, le afectaba tanto que quemaba. Vicente respiró hondo, y rindiéndose, preguntó: 

—¿Qué necesitas de mí?

—Lo que siempre has hecho. Sólo que, durante un tiempo, cambiarás un poco tu método de trabajo. Cualquier confesión que creas importante, me la comunicarás.

—¡Lo que me estás pidiendo es infame! —saltó Vicente, enrojeciendo de ira.

—Sí, sí. —Carola extendió su mano y la agitó dos veces, dando a entender qué poco le importaba—. Ya que Vicente el mojigato expresó su indignación, ya puedes volver a ser el hombre práctico que en verdad eres. Mis chicas te seguirán enviando clientes arrepentidos por su infidelidad y fornicación, y tú continuarás confesándolos. Cualquiera que confiese homicidio, así se trate de leones en Argelia, me avisarás. 

Vicente asintió lentamente, siendo consciente de cómo la muerte de Esperanza volvía a quemarlo por dentro.

—¡Muy bien! —dijo Carola guiñándole un ojo—. Sé que lo harás bien, detective.

Dos meses después, Vicente se encontraba en la misma butaca. Cumpliendo con su palabra, le había enviado a Carola marinero tras marinero. Ya era hora de averiguar hasta cuándo debía seguir en pecado.

—Nada —dijo Carola—. El asesino no ha vuelto a la ciudad.

—¿Y si nunca vuelve?

—Todo marinero habla con sirenas. Tarde o temprano, todos vuelven al puerto, incluso el “Holandés Errante”. 

Vicente ladeó la cabeza.

— Es el único cliente de Esperanza que no ha vuelto. Mejor dicho, nunca hemos descubierto quién es —Carola suspiró—. Conoces la leyenda, ¿cierto? El Holandés Errante fue un barco que se hundió en el cabo de Buena Esperanza y ahora su capitán está maldito.

—“Bordearé este cabo una y otra vez, incluso si debo navegar hasta el día del Juicio Final” —susurró Vicente como si de un rezo se tratara.

—Exacto. Estos meses he estado recogiendo información. Enlisté a todos los clientes fieles a Esperanza, incluí a nuevos hombres que, si bien hoy en día acuden a otras chicas, pudieron verse atraídos por Esperanza en su momento. Pregunté qué le gustaba a Esperanza durante su trabajo y qué no, averigüé todos sus fetiches, miedos e ilusiones. Comparé a quienes me enviabas con los hombres de mi lista y no encontré nada.

Carola se levantó de la cama, haciendo que la toalla se resbalara y cayera al suelo. Vicente vio un manchón que se desprendía de la toalla y empapaba la alfombra. Intentó mantenerse impasible, pero algún gesto instintivo debió despertar la atención de Carola. En lugar de recogerla, Carola la pisó y la restregó aun más, a lo que Vicente levantó la vista y fijó sus ojos en Carola. No entraría en su juego.

—Precisamente ayer vino Hermia —continuó Carola pisando por última vez la toalla y dejándola sobre el suelo, hecha un barullo—. Se disculpó de antemano y me juró que había creído que era algo sin importancia. Luego, me confesó que hubo una vez en que Esperanza estaba más borracha que el marinero más empedernido. Entre lágrimas, risas e hipos, Esperanza le habló de un hombre que la hacía feliz hasta el orgasmo cada vez que venía, y tan triste como las sirenas cada vez que se iba. Era el “Holandés Errante”, un hombre que decía estar condenado a permanecer sobre las aguas eternamente, pero que, cada cierto tiempo, tenía permiso de tocar tierra durante una hora.

—¿La hora en que tomaba los servicios de Esperanza? Eso es una estupidez. Seguro Esperanza se lo inventó para darle un toque místico a su…trabajo. Todas las demás, en su afán por darle gusto, se creyeron el cuento. No existe ningún “Holandés Errante”, y si existe, me da más razones para creer que el asesino no volverá a la ciudad. Si soy un detective, doy por cerrado el caso.

Carola lo miró confusa, luego frunció el ceño y finalmente le dedicó una mirada severa, o al menos eso le pareció a Vicente. Su cabello ya era tan plateado como la luna y su piel tan blanca como la nieve, pero después de tantos años dedicada a su oficio, había hecho de la seducción una rémora atada a su cuerpo. Sus ojos brillaban con un gris nácar que penetraba la piel de Vicente y le ocasionaba una descarga eléctrica. No le gustaba admitirlo, pero esa mirada lo revitalizaba, no lo amilanaba.

—Querido padre, hablas como hace tantos años lo hacías, cuando nos despreciabas y hasta intentabas expulsarnos de la ciudad.

—¿A qué te refieres?—preguntó Vicente torciendo el gesto.

—Esta ciudad era un desfiladero cuando no teníamos espacio, cuando intentabas condenarnos al infierno. Lo comprendo, eras un joven sin experiencia. Cuando el comercio empezó a crecer, cuando viste cada vez más embarcaciones encalladas, cuando nosotras comenzamos a salir a las calles sin pena, te percataste de tu falta de poder. Pude haberte aplastado, pude haberte echado y decirte “nosotras podemos gobernar la ciudad por nuestra cuenta”, pero tuve compasión. El acuerdo al que llegamos hace años fue lo mejor que te ha ocurrido en la vida. Nosotras nos obligamos a encauzar los clientes para que tú pudieras confesar a más penitentes. Nos diste legitimidad y nosotras te dimos dinero.

—¿Vas a contar toda esa historia ahora? —la interrumpió Vicente, irritado—. ¿Qué pretendes sacar con eso? Está bien, no tenía más que tres piedras para alabar a Dios antes de aceptar a las prostitutas. Gracias a ustedes, hace dos meses terminé la catedral más imponente del país. Los gritos de placer me despiertan en la noche, y hasta eso me aguanto con tal de honrar a Dios como se debe. —Vicente se levantó de la miserable butaca y se paró a un palmo de Carola. Acercando sus labios al oído de la prostituta, susurró—: Ahora dime qué tiene que ver eso con el Holandés Errante y Esperanza.

—Hace dos meses no te habrías expresado de esa manera —le murmuró al oído sonriendo, casi lamiéndole la oreja—. Nadie “toma nuestros servicios” y tampoco tenemos la necesidad de imprimirle misticismo a nuestro trabajo, Vicente. Se rinden a nosotras, hacen de nosotras su magia.

Su mano arrugada y extrañamente sensual bajó por su sotana. Vicente dio un respingo cuando la mano alcanzó su entrepierna

—Ustedes revelan desde sus pulpitos como entes extraños; nosotras revelamos desde adentro, nos hacemos uno con ustedes —continuó Carola mientras lo liberaba de la sotana. Para entonces, ya Vicente hiperventilaba—. Tú eras el único que no lo comprendía en aquel entonces. Afortunadamente, con cada piedra que le adicionabas a tu iglesia ibas cediéndonos terreno, hasta que al fin te entregaste a nosotras —Carola lo besó en la boca. Vicente mantuvo los labios cerrados a pesar de que su alma se agitaba con violencia—. De un día para otro, tus comentarios insultantes y tu actitud ajada murieron. Al comienzo pensé que era por los resultados que estabas obteniendo del acuerdo. Poco después descubrí que era otra cosa.

Vicente no aguantó más y abrió la boca para recibir a la mujer con la que había estado vinculado desde hacía años. La abrazó como se aferra un naúfrago a un trozo de madera. Se olvidó de su papel sagrado en la Tierra. Fue tal su desborde que asumió que el calor que de súbito sintió en el vientre era producto de la pasión.

—Dime, Vicente ¿En qué momento te enamoraste de Esperanza? —preguntó Carola mientras lo besaba en el cuello. 

Fue entonces cuando Vicente sintió el dolor agudo que lo quemaba y se desplomó sobre la alfombra, no sabía si de dolor o de sorpresa.

—…Carola… —fue lo único que logró mascullar.

—Capitenabas el barco que es esta ciudad aparentando ser un santo sacerdote. No obstante, había noches en que cedías a tu naturaleza bestial y girabas en derredor de tu cabo. —Carola se sentó sobre él y empezó a cabalgarlo. Vicente no podía gritar, gemir, concentrarse en el placer u olvidar el dolor. La prostituta lo había dominado—. ¿De verdad creíste que los marineros eran nuestros únicos clientes? Nosotras también debemos honrar el secreto profesional, pero no hay que ser un genio para saber que los hombres religiosos también necesitan amor. Pronto aprendí a distinguir en tus ojos la misma mirada que encontraba en los demás monaguillos y monjes. Quién iba a creer que era Esperanza. Dime, Vicente ¿terminar la catedral te despertó la culpabilidad?, ¿supiste entonces que no podrías vivir sin ella y por ello decidiste matarla? —Carola entonces se agitó sobre él con mayor fuerza—. La mataste para enviar un mensaje. Pensaste que nos arrepentiríamos de nuestros pecados y acudiríamos a tu catedral para salvarnos. Era un buen plan, te concedo eso, lástima que no hayas calculado bien. Lo que hiciste con ese asesinato fue hacer que los dioses volvieran a tomar partido en la Tierra. Y créeme, no dejarían que Venus se desangrara sin ser vengada.

Carola dejó de cabalgarlo, y con sus últimas fuerzas, Vicente se giró. La toalla empapada y pisoteada fue la última imagen que vio antes de morir.

 

Por Juliana Vargas @jvargasleal

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