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El novelista como historiador de las emociones

¿Por qué el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán está lejos de ser un caso cerrado para los colombianos? Juan Gabriel Vásquez intenta responder en “La forma de las ruinas”.

Camila Pinzón / Juana Restrepo
12 de febrero de 2016 - 04:08 a. m.
Juan Gabriel Vásquez vivió en Europa durante casi 15 años y regresó al país tras el nacimiento de sus dos hijas. / Cortesía
Juan Gabriel Vásquez vivió en Europa durante casi 15 años y regresó al país tras el nacimiento de sus dos hijas. / Cortesía

“¿Cómo yo, que nací 25 años después del asesinato de Gaitán, sigo cargando con este crimen?”, reflexionaba en silencio Juan Gabriel Vásquez, mientras sostenía entre sus manos una de las vértebras de Jorge Eliécer Gaitán. Esa misma vértebra que hacía parte de la columna del líder liberal fue mostrada al escritor una tarde de 2005 en la casa de un médico forense, quien la guardaba, casi como un tesoro, junto con una de las balas que lo mataron. “¿Cómo heredamos, generación tras generación, los crímenes que han ocurrido en el pasado?”, se cuestionó, esta vez en voz alta. Esta es la reflexión que cruza la última novela de Vásquez, La forma de las ruinas. Seguía observándola con una terrible fascinación cuando de repente lo sobrecogió un único pensamiento: “¿Cómo heredarán mis hijas (recién nacidas) este legado de violencia?”.

Los hechos alrededor del asesinato de Gaitán han sido una obsesión literaria y personal para Vásquez. El escritor creció rodeado de este tipo de historias, casi siempre contadas desde el lado conservador; el gobernador de Boyacá que el 9 de abril de 1948 envió refuerzos militares para controlar a la Policía bogotana que, en su mayoría gaitanista, se sublevó tras el magnicidio, era José María Villarreal, el tío abuelo de Vásquez.

Digamos que desde que empezó a escribir con cierta vocación, este tema ha formado parte central de sus preocupaciones, pero fue cuando leyó las memorias de García Márquez, en 2002, que comenzaron a generarse preguntas e inquietudes acerca de lo imparcial e incompleta que podía ser la versión que circulaba en su familia. En estas memorias, García Márquez llamaba a su tío “godo de tuerca y tornillo” —cosa que, según el propio Vásquez, se quedaba corta— y hablaba con cierta seriedad de una posible conspiración, de un hombre elegante que hubiera incitado a la muchedumbre a linchar al asesino para ocultar la identidad del verdadero responsable. “Ahí empecé a notar que lejos de ser un caso cerrado para los colombianos, la mitología del caso Gaitán seguía abierta y la incertidumbre seguía muy presente en nuestra conciencia nacional”.

Para nadie es un secreto que los conflictos sociales que viven los países producen literatura: Dostoievski, Tolstói, Chéjov y Gógol coinciden, más o menos, en el mismo siglo, porque experimentaron una violenta transformación de la sociedad antes de la caída del zarismo; el boom latinoamericano fue, en parte, la expresión de varios novelistas de una misma generación porque en América Latina se estaba dando una transición alrededor de la Revolución cubana; en el caso de Colombia, la capacidad histórica de la violencia de reinventarse —desde las guerras civiles y activistas hasta el conflicto armado y narcoterrorista— se ha convertido en una fuente de preocupaciones literarias que han acabado en novelas.

Para Vásquez, la novela es la herramienta que nos hemos inventado los seres humanos para explorarnos y para echar luz sobre los rincones comunes de nuestra experiencia. Lo ciertamente difícil ha sido encontrar cómo escribirla. En Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia, García Márquez analiza el impulso de toda una generación de escritores que, durante los años de la violencia bipartidista, se lanzó a escribir sobre lo que estaba viendo, con tanta presteza y rapidez que no aprendió primero cómo escribir novelas —produjeron interesantes reportajes desde un punto de vista documental, pero incapaces de sobrevivir desde un punto de vista literario—.

“Autores como Joseph Conrad y Philip Roth me han revelado diversos mecanismos y estrategias para transformar mis inquietudes y preocupaciones en ficción”. Una manera que respeta la naturaleza de la literatura, en cuanto está más interesada en hacer preguntas complejas sobre el ser humano que en responderlas, es la que ha ido afinando Vásquez en sus novelas. “Es necesaria una cierta comprensión del género para analizar nuestro legado de violencia, abrirse a todas los niveles sociales y posiciones ideológicas, y explorar con la generosidad y neutralidad que hemos heredado de Cervantes”.

Para Vásquez, la razón por la que los novelistas se empeñan en seguir recurriendo a la ficción como manera de explicar el mundo es muy contundente: “La novela mira el mundo desde adentro y dice cosas que sólo este género es capaz de decir; explora esas partes que podemos llamar el alma y la conciencia humana”, asegura.

“Ese lugar donde nadie intenta convencernos de nada, ese espacio único de libertad moral, emocional e ideológica que, cuando está en buenas manos, nos puede llevar a lugares a donde no habíamos ido”. Por eso recalca la importancia de las novelas de Coetzee, Kenzaburo Oe, Roth y Vargas Llosa.

“Cuando uno tiene una disputa con los otros hace retórica y cuando uno tiene una disputa con uno mismo hace poesía”, decía Yeats, el poeta irlandés. “Yo creo que cuando uno tiene una disputa consigo mismo y con el mundo al mismo tiempo hace novelas”, dice Juan Gabriel. “Esa es la relación que tengo con mi país”.

Por Camila Pinzón / Juana Restrepo

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