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                                                                                                                              El poeta que quiso dejar la poesía

                                                                                                                              El escritor canadiense, que sumó 80 años, publicó obras como 'Durmiendo con un ojo abierto', 'Razones para moverse' y 'Casi invisible', con el que se retiró de la poesía hace dos años. Sus trabajos, de lenguaje sencillo y sintaxis compleja, recogen situaciones en medio de la melancolía y el humor.

                                                                                                                              Juan David Torres Duarte

                                                                                                                              Mark Strand durante un encuentro de Casa de América (Madrid) en marzo de 2013. / Flickr – Casa de América

                                                                                                                              La portada de la última colección de poemas que Mark Strand publicó en vida tiene una portada irónica: es el dibujo de un gran sí con un par de ruedas que baja a toda velocidad por una colina. En medio de su camino, poco más allá, se ve un gran pero, más grande y determinante —imposible de eludir— que el sí. La fuerza del sí será interrumpida, de manera perturbadora y dolorosa, pero también cómica, por el pero. La metáfora es, en muchos sentidos, útil: toda afirmación siempre encontrará un obstáculo. Toda seguridad conllevará una incertidumbre.

                                                                                                                              Este pensamiento —con su humor y melancolía— atraviesa parte de la obra de Strand, quien nació en Canadá en abril de 1934, hijo de una familia judía proclive al viaje y al movimiento. Por esa razón, desde su juventud, Strand vagó por Norteamérica y luego, cuando ya sumó años, por América del Sur y Centroamérica. Aprendió español, conoció a poetas mexicanos y españoles: Octavio Paz, Rafael Alberti. A ellos dedicaría, tiempo después, traducciones y ensayos. En 1959, Strand obtuvo un título en Bellas Artes como pintor en la Universidad de Yale. Su objeto, hasta los 23 o 24 años, era ser pintor; le atraían los paisajes, las escenas en la naturaleza, ese modo en que la luz se cruza con la oscuridad para otorgar las formas. En su juventud había leído algunos autores de prosa como Thomas Wolfe, pero nunca le había atraído como una forma de vida. Como un modo de existencia.

                                                                                                                              La poesía llegó cuando tenía 24 años. No ocurrió por una suerte de desencantamiento de la pintura: seguiría pintando, hasta hace apenas unos meses inauguró una exposición con sus collages. El encuentro con los versos fue, a pesar de todo, algo azaroso: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, fue el libro esencial para esa transformación. Luego diría que Neruda era un poeta con un arte poético singular, pero con pocas ideas. Luego se entregaría a las elegías cotidianas de T.S. Eliot y luego, cuando Eliot dejó de entregarle verdades, a Wallace Stevens. "Cuando uno es joven y lee a otros poetas —dijo en una entrevista en enero de 2013 en la revista Letras Libres—, todo el tiempo trata de ver por qué hicieron tal cosa o tal otra, y por qué el poema suena como suena. Yo estudiaba los poemas de mis poetas preferidos, examinaba verso por verso, analizaba el metro y esas cosas. Todo eso es parte del oficio de la poesía, que los poetas aprenden solos, de leer a otros poetas".

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              "No soy un poeta de la naturaleza —dijo Strand—, no ahondo en el aspecto de las cosas, sino más bien en su comportamiento. Para mí, el paisaje es un mero decorado, las montañas de Utah eran un decorado, el mar del Atlántico Norte cerca de Nueva Escocia es un decorado, lo que me interesa es lo que se desarrolla frente al telón de fondo de las montañas o del mar". Una imagen en movimiento: una pintura con personajes, con ritmo. Eso era —eso es— un poema. En esos años, además de la observación y el estudio de sus poetas más queridos, Strand se levantaba cada mañana a escribir. Escribía media jornada, y la otra mitad la dedicaba al estudio. Se fue a Italia —a estudiar poesía italiana, o ése era en principio el objetivo— y entonces retornó a Estados Unidos y regentó varios puestos académicos en universidades como Columbia y John Hopkins. Fue profesor invitado en Harvard y Wesleyan, y se lo conoció de allí en adelante como uno de los poetas oficiales —Poeta Laureado de la Librería del Congreso de Estados Unidos, ése era su título completo— y galardonado con premios como el Pulitzer de poesía.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Aunque existan la ausencia y la muerte, también existe la felicidad y —sobre todo— la comedia. Por eso, la poesía de Strand tiene matices que permiten reírse de una realidad aunque parezca demasiado fuerte, demasiado punzante. "Creo que se piensa, erróneamente a mi entender, que la poesía es algo serio y oscuro... Hay muchas cosas perturbadoras en el mundo, y hay tantas cosas absurdas y tanta locura en el mundo que me parece que sería un error ignorarlas. Cuando leo los diarios, me río y me angustio en igual medida”. Por eso, en medio de sus versos más profundos, Strand se permite detenerse y decir en Algunas palabras finales: “Si tú crees que lo bueno ya viene / Y que el mundo va a mejorar, no te detengas. / Sólo ve al cementerio y pregunta". Sin embargo, nunca pierde cierta certeza profunda de que algo, más allá de toda experiencia humorística, tiene tintes demasiado oscuros: "Que las mentiras que les digo son diferentes / a aquellas que me digo a mí mismo / Que al estar aquí y allá a un mismo tiempo / Me estoy convirtiendo en un horizonte".

                                                                                                                              Hasta 2012, cuando salió Casi invisible —el libro con que Strand declaraba su retiro, aunque ya lo había hecho en varias ocasiones—, el autor canadiense publicó títulos como Elegía por mi padre, La hora tardía, Nuevos poemas, El monumento y Hombre y camello. Entonces tomó otro rumbo: volvió a pintar, aunque de un modo distinto, a través de recortes, los paisajes que había iniciado en su juventud. Dejó la poesía: dejó de escribirla, por lo menos. "No quiero rechazar la poesía, no quiero expulsarla de mi vida solo porque dejé de escribirla. Quería que mi identidad encontrara otro punto de apoyo, o que se viera obligada a modificarse. Quería dejar de ser Mark Strand el poeta, quería ser Mark Strand el que hace collages o Mark Strand el que prepara ricas cenas en Madrid". Fue por ese tiempo, cuando ya lo aquejaba un cáncer que lo obligó a volver a Nueva York desde Madrid —donde vivía desde hace años con su esposa—, cuando también dijo: "Me siento casi invisible. Soy un viejo. Me siento un poco irrelevante".

                                                                                                                              Mark Strand durante un encuentro de Casa de América (Madrid) en marzo de 2013. / Flickr – Casa de América

                                                                                                                              La portada de la última colección de poemas que Mark Strand publicó en vida tiene una portada irónica: es el dibujo de un gran sí con un par de ruedas que baja a toda velocidad por una colina. En medio de su camino, poco más allá, se ve un gran pero, más grande y determinante —imposible de eludir— que el sí. La fuerza del sí será interrumpida, de manera perturbadora y dolorosa, pero también cómica, por el pero. La metáfora es, en muchos sentidos, útil: toda afirmación siempre encontrará un obstáculo. Toda seguridad conllevará una incertidumbre.

                                                                                                                              Este pensamiento —con su humor y melancolía— atraviesa parte de la obra de Strand, quien nació en Canadá en abril de 1934, hijo de una familia judía proclive al viaje y al movimiento. Por esa razón, desde su juventud, Strand vagó por Norteamérica y luego, cuando ya sumó años, por América del Sur y Centroamérica. Aprendió español, conoció a poetas mexicanos y españoles: Octavio Paz, Rafael Alberti. A ellos dedicaría, tiempo después, traducciones y ensayos. En 1959, Strand obtuvo un título en Bellas Artes como pintor en la Universidad de Yale. Su objeto, hasta los 23 o 24 años, era ser pintor; le atraían los paisajes, las escenas en la naturaleza, ese modo en que la luz se cruza con la oscuridad para otorgar las formas. En su juventud había leído algunos autores de prosa como Thomas Wolfe, pero nunca le había atraído como una forma de vida. Como un modo de existencia.

                                                                                                                              La poesía llegó cuando tenía 24 años. No ocurrió por una suerte de desencantamiento de la pintura: seguiría pintando, hasta hace apenas unos meses inauguró una exposición con sus collages. El encuentro con los versos fue, a pesar de todo, algo azaroso: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, fue el libro esencial para esa transformación. Luego diría que Neruda era un poeta con un arte poético singular, pero con pocas ideas. Luego se entregaría a las elegías cotidianas de T.S. Eliot y luego, cuando Eliot dejó de entregarle verdades, a Wallace Stevens. "Cuando uno es joven y lee a otros poetas —dijo en una entrevista en enero de 2013 en la revista Letras Libres—, todo el tiempo trata de ver por qué hicieron tal cosa o tal otra, y por qué el poema suena como suena. Yo estudiaba los poemas de mis poetas preferidos, examinaba verso por verso, analizaba el metro y esas cosas. Todo eso es parte del oficio de la poesía, que los poetas aprenden solos, de leer a otros poetas".

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              "No soy un poeta de la naturaleza —dijo Strand—, no ahondo en el aspecto de las cosas, sino más bien en su comportamiento. Para mí, el paisaje es un mero decorado, las montañas de Utah eran un decorado, el mar del Atlántico Norte cerca de Nueva Escocia es un decorado, lo que me interesa es lo que se desarrolla frente al telón de fondo de las montañas o del mar". Una imagen en movimiento: una pintura con personajes, con ritmo. Eso era —eso es— un poema. En esos años, además de la observación y el estudio de sus poetas más queridos, Strand se levantaba cada mañana a escribir. Escribía media jornada, y la otra mitad la dedicaba al estudio. Se fue a Italia —a estudiar poesía italiana, o ése era en principio el objetivo— y entonces retornó a Estados Unidos y regentó varios puestos académicos en universidades como Columbia y John Hopkins. Fue profesor invitado en Harvard y Wesleyan, y se lo conoció de allí en adelante como uno de los poetas oficiales —Poeta Laureado de la Librería del Congreso de Estados Unidos, ése era su título completo— y galardonado con premios como el Pulitzer de poesía.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Aunque existan la ausencia y la muerte, también existe la felicidad y —sobre todo— la comedia. Por eso, la poesía de Strand tiene matices que permiten reírse de una realidad aunque parezca demasiado fuerte, demasiado punzante. "Creo que se piensa, erróneamente a mi entender, que la poesía es algo serio y oscuro... Hay muchas cosas perturbadoras en el mundo, y hay tantas cosas absurdas y tanta locura en el mundo que me parece que sería un error ignorarlas. Cuando leo los diarios, me río y me angustio en igual medida”. Por eso, en medio de sus versos más profundos, Strand se permite detenerse y decir en Algunas palabras finales: “Si tú crees que lo bueno ya viene / Y que el mundo va a mejorar, no te detengas. / Sólo ve al cementerio y pregunta". Sin embargo, nunca pierde cierta certeza profunda de que algo, más allá de toda experiencia humorística, tiene tintes demasiado oscuros: "Que las mentiras que les digo son diferentes / a aquellas que me digo a mí mismo / Que al estar aquí y allá a un mismo tiempo / Me estoy convirtiendo en un horizonte".

                                                                                                                              Hasta 2012, cuando salió Casi invisible —el libro con que Strand declaraba su retiro, aunque ya lo había hecho en varias ocasiones—, el autor canadiense publicó títulos como Elegía por mi padre, La hora tardía, Nuevos poemas, El monumento y Hombre y camello. Entonces tomó otro rumbo: volvió a pintar, aunque de un modo distinto, a través de recortes, los paisajes que había iniciado en su juventud. Dejó la poesía: dejó de escribirla, por lo menos. "No quiero rechazar la poesía, no quiero expulsarla de mi vida solo porque dejé de escribirla. Quería que mi identidad encontrara otro punto de apoyo, o que se viera obligada a modificarse. Quería dejar de ser Mark Strand el poeta, quería ser Mark Strand el que hace collages o Mark Strand el que prepara ricas cenas en Madrid". Fue por ese tiempo, cuando ya lo aquejaba un cáncer que lo obligó a volver a Nueva York desde Madrid —donde vivía desde hace años con su esposa—, cuando también dijo: "Me siento casi invisible. Soy un viejo. Me siento un poco irrelevante".

                                                                                                                              Por Juan David Torres Duarte

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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