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El Sonido

Parecerá mentira, pero no lo es. Cuando escucho el sonido que hacen las lagartijas (salamandras) siento algo así como saudade; una sencilla, calmada y muy bonita alegría teñida de nostalgia.

Domingo José Bolívar Peralta
30 de junio de 2020 - 12:38 p. m.
"El sonido de la lagartija era dicha para mí, sobre todo en los momentos de desdicha".
"El sonido de la lagartija era dicha para mí, sobre todo en los momentos de desdicha".
Foto: Archivo Particular

Este temperamento melancólico que me acompaña desde niño, hasta donde me llega la atrofiada memoria de mis primeros años, lo tengo para bien y para mal. Es que desde cierta edad infantil, atravesando toda la adolescencia y hasta pasada la edad de veinte años (22 o 23, pues hasta en Corozal y en Barranquilla aquel sonido me seguía intrigando) creí, al oír aquel sonido repetido y no ver ni saber qué lo producía, que se trataba de algo raro, una especie de fantasma o criatura inmaterial que me seguía a donde fuera.

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Cuando no estaba solo en alguna habitación, sala, cocina… y, de repente, aparecía aquel sonido distinguiéndose claramente, para mí, de entre otros menos “sobrenaturales”, a nadie parecía llegarle esta idea. Ese sonido como chasquido hecho con la parte media de la lengua al frotarla entre las muelas superiores y el paladar, nadie manifestaba haberlo oído, en nada variaban los demás su charla ni se modificaba de manera alguna la corriente de lo que estuvieren haciendo; mientras que yo, algo alterado, pero disimulando, intentaba hallar con los ojos, rastreando con las orejas, la fuente de aquel sonido.

Ese sonido, salido de la nada, causaba en mí, ciertamente, no temor sino inquietud. Porque nunca me hizo mal oír el sonido, pero nadie más que yo podía oírlo. Hasta llegué a creer que debía tener cualidades de psíquico, que el “Maestro Lagar” se asombraría de conocer a un parapsicólogo, un médium tan veraz como llegaría a ser yo. Sin embargo, a nadie le comentaba esto porque suponía (y en esto no creo haberme equivocado) que se burlarían de mí. Si fueron capaces de burlarse cuando de niño lloré por la muerte del abuelito búho de Banner y Flappy… Así que pasé tantos años creyendo que tenía un fantasma, una criatura inmaterial que me acompañaba a todas partes y se comunicaba conmigo mediante aquel sonido.

Llegué a cogerle cariño a mi fantasma, mi criatura inmaterial, y su sonido era dicha para mí, sobre todo en los momentos de desdicha, cuando me consolaba el chasquido hecho con la parte media de la lengua al frotarla entre las muelas superiores y el paladar.

Pero la fantasía tenía que acabar. Una tarde, sin proponérmelo, estando de huésped en el pequeño apartamento de un amigo, quinto piso de un vetusto edificio, oí el sonido y miré a la ventana que daba a la calle. Era de noche, solo quise congraciarme con su etérea ubicuidad, salir del apartamento con ese vistazo a la noche exterior; ser como mi fantasma, mi criatura inmaterial. Lo que ocurrió fue que caí de la ensoñación a la realidad. Caí desde el quinto piso de mi deseo de fantasmalidad y aterricé de golpe en el muy concreto, material pavimento de la verdad: no era ningún fantasma, ninguna criatura inmaterial; se trataba de lagartijas, salamandras; ellas están en todas partes. Pude ver cómo produce ese sonido, inflando el tramo que hay entre su boca y tórax (¿si se puede considerar pescuezo?). No obstante, ello no me decepcionó. Más bien, me hizo reír interiormente de mi candidez. No solamente he sido melancólico desde niño, a eso súmese lo imaginativo, la tendencia a la ensoñación, a inventarme otras realidades cuando la realidad me cansa o me hiere.

De mi niñez rescato, con entrañable simpatía, los recuerdos de mis juegos con muñequitos. Podía estar en medio de la sala, con gente trajinando alrededor y, sin embargo, no estar ahí; marginarme de aquella realidad siendo yo mismo introducido por mi imaginación en el mundo que habitaban los muñecos: el mundo de mi juego.

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Todavía tengo la capacidad de hacer eso, inventarme otras realidades cuando la realidad me cansa o me hiere. Ahora no me vengan con que soy un cobarde evasor, no les he contado toda mi vida (la que recuerdo) y aun si me conocen desde niño. Solo saben de mí lo que exteriorizo, mas no saben, como no habían sabido hasta ahora lo de las lagartijas, lo que hay en mi interior y no revelo. No pueden juzgarme y condenarme (cobarde evasor), porque no sienten como yo siento ni sueñan como yo sueño. Porque vivir lo que he vivido como lo he vivido, de eso no tienen ni idea.

En fin, volviendo a las salamandras, no me lo tomé a mal descubrir que son ellas las que emiten tal sonido. Al fin de cuentas, las salamandras abundan en los cuentos de brujería. Tal vez ellas, las que me han acompañado en los sitios donde he morado, las que he visto donde he transitado, con su sonido, ese chasquido hecho con la parte media de la lengua al frotarla entre las muelas superiores y el paladar, me dicen que soy parte de su mundo mágico brujeril y que los cuentos de besos negros al diablo y calderos burbujeantes en los que ellas son ingrediente importante en la sopa de bebé, son mentiras; las barbaridades de toda esa gente incapaz de hacer magia, la gente que se hubiera burlado de mí si les hubiese dicho que tenía un fantasma o criatura inmaterial que me seguía a donde fuera, la gente que hoy dirá de mí que soy un cobarde evasor porque tengo la tendencia a la ensoñación, a inventarme otras realidades cuando la realidad me cansa o me hiere.

Amo a las salamandras, lagartijas; nunca estoy solo si oigo su sonido, me llenan de saudade, de misterios y de magia.

Por Domingo José Bolívar Peralta

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