El Magazín Cultural
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‘El viaje de Mina’

El Oronsay acoge a jóvenes que terminarán su ciclo de estudios en Inglaterra, profesores que sueñan con la cultura londinense, millonarios confinados tras las rejas de una maldición, misteriosos botánicos, artistas de circo, un preso y toda clase de personas que hormiguean en sus entresijos.

Diego Niño
23 de septiembre de 2012 - 09:00 p. m.
La novela ‘El paciente inglés’ (1992), de Michael Ondaatje , fue adaptada al cine en 1996. / EFE
La novela ‘El paciente inglés’ (1992), de Michael Ondaatje , fue adaptada al cine en 1996. / EFE

Lo que promete ser un viaje agobiante para Michael (el narrador), se transforma, una vez la embarcación leva anclas, en una aventura por el simple capricho de ser ubicado en la mesa número 76, a la cual, por su posición marginal, casi condenatoria, denominan “mesa de gato” (Cat’s Table, el título original de la novela).

Con este panorama inicia la última obra de Ondaatje. Los primeros capítulos son cortos, inconexos, incluso podría decirse que pecan de rudimentarios. No podría, sin embargo, ser de otra manera: los once años, la edad que tenía Michael cuando aborda el Oronsay, es un período en el que los remanentes de niñez impiden ser visto como un adolescente y en la que, simultáneamente, se es demasiado grande para ser tomado por niño. Es, por tanto, una temporada precaria, difícil de transitar por cuenta de la doble marginación, las exigencias que suponen una madurez incipiente y los privilegios que quedan intrincados en las hebras de la infancia. A este hecho, fragmentario en sí mismo, deben agregarse las limitaciones de la memoria cuando retrocede a esta edad que, por su condición limítrofe, se escabulle fácilmente por las arrugas del olvido.

La novela, entretanto, avanza a la misma velocidad con la que la barca embiste la mar. Lentamente, con paciencia sólo atribuible a un hombre maduro, el autor lleva a Mina (apodo que recibe Michael durante el viaje) al Canal de Suez. Al entrar en él, el Oronsay navega entre aguas fatigadas y rumores de voces que se ven superadas por los gritos de vendedores sonámbulos que se pierden en las tinieblas del amanecer en el que Michael, en un giro imprevisto, arriba a los treinta años. Esta ruptura en la narración es la razón por la que asistimos a este viaje: las personas que pululan en los corredores y comedores del buque serán, por absurdo que suene, quienes definirán el futuro del niño. El autor afirma, para respaldar esta conjetura, que nuestra vida se desarrolla “gracias a desconocidos interesantes con quienes cruzaríamos sin que se produjera ninguna relación personal”..

La historia, entonces, no es un relato juvenil, como sugieren algunos críticos, sino una metáfora de la vida en la que el Oronsay hace las veces de este planeta vagabundo que peregrina en torno a un sol igualmente errático y al cual se aferran los humanos con sueños y fantasías, quejas y dolores que son en apariencia insignificantes, pero que afectarán, siguiendo la hipótesis sobre la que Ondaatje construye la novela, a los demás miembros gracias a que la humanidad es una red nodular en la que la perturbación de uno de sus miembros incidirá, finalmente, en los nódulos restantes.

En este punto no puedo dejar de pensar que estas palabras, las que lees en este momento, son producto de uno de aquellos “conocidos interesantes” de El Espectador que decidió elegirme entre los cincuenta y tantos para ser quien reseñara esta novela. Acaso, dejándome llevar por la algarabía de la imaginación, fue aquella muchacha de sonrisa luminosa que me entregó el libro o, quizás, nunca se sabe, fue un señor de ceño fruncido que tomó la resolución en un escritorio que naufragaba entre hojas y libros. El caso es que su sentencia impulsa en este momento mis dedos sobre el teclado y tus ojos sobre estas líneas, de tal suerte que éstas, quizás, te impulsen a obsequiar la novela a una compañera de universidad que, a la vuelta de circunstancias y años, se transforma en tu esposa o, quién sabe, en la hermana de tu esposa. La decisión de aquella muchacha de sonrisa luminosa, o de aquel hombre de ceño fruncido, sería, en ese caso, la responsable de esa unión, de ese porvenir con hijos y casas a quince años, de ese futuro de vaivenes sobre este planeta que transita sobre los flujos y reflujos de la eternidad.

Por Diego Niño

 

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