El Magazín Cultural

En nombre de Dios

Científicos, pensadores, poetas, artistas de toda índole, escritores y ciudadanos del común han sufrido las consecuencias del absolutismo religioso.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
27 de febrero de 2019 - 03:54 a. m.
Ilustración: Vigo
Ilustración: Vigo

En nombre de Dios, sus creyentes, sus devotos, se tocaron en la vanidad, en la soberbia y los absolutos, en la sangre y en la muerte, en el poder y en la injusticia. Como le explicaba el Dios de Judea a Jesús en un pasaje del Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, cuando le hablaba del poder que tendría: “Es, por ejemplo, ver, siempre, cómo te veneran en templos y altares, hasta el punto, puedo adelantártelo ya, de que las personas del futuro olvidarán un poco al Dios inicial que soy yo, pero eso no tiene importancia, lo mucho puede ser compartido, lo poco, no”.

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Todos fueron ambiciosos por los siglos de los siglos. Los dioses y sus discípulos, o aquellos que se hicieron pasar por sus discípulos. “¿Ayudar a qué?”, le preguntaba Jesús a su creador, de nuevo según Saramago, en una barca alejada de las orillas, de los humanos y sus miserias. Hablaban sobre la razón de ser de Jesús, sobre el porqué de su sacrificio. Él, Jesús, quería saber. Dios le respondió: “A ampliar mi influencia para ser Dios de mucha más gente (…) Si cumples bien tu papel, es decir, el papel que te he reservado en mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos, aunque tengamos que luchar, yo y tú, con muchas contrariedades, pasaré de dios de los hebreos a dios de los que llamaremos católicos, a la griega”.

Luego le explicó que su papel en el gran plan sería el de mártir. “El de mártir, hijo mío, el de víctima, que es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar una fe”. Después le dijo que moriría de la forma más dolorosa e infame, “para que la actitud de los creyentes se haga más fácilmente sensible, apasionada, emotiva”, y por último, le confirmó que fallecería en la cruz. Jesús quiso renunciar a su destino. Fue rebelde ante Dios, su padre, quien le explicó, “Todo cuanto la ley de Dios quiera es obligatorio”.

Después, derrotado, indefenso, preguntó por qué lo necesitaba a él: “Con el poder que sólo tú tienes sería mucho más fácil, y éticamente más limpio, que fueras tú mismo a la conquista de esos países y de esa gente”. Dios le respondió: “No puede ser, lo impide el pacto que hay entre los dioses, ese sí, inamovible, de nunca interferir directamente en los conflictos, ¿me imaginas acaso en una plaza pública, rodeado de gentiles y paganos, intentando convencerlos de que el dios de ellos es un fraude y que el verdadero Dios soy yo?”.

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Pese a sus rivalidades, todos ellos, los dioses, dioses de altos intereses, supieron hacer tratos para seguir manteniendo sus poderes. No les convenía, jamás les convino, que los simples mortales se les opusieran, porque esos mortales podrían pecar, y pecar era matar, robar, blasfemar, atropellar, defraudar, mentir, herir, y mientras más lo hicieran, mejor, pues luego buscarían a Dios para redimirse, pero que no dudaran de Él. Jamás. Por eso, quienes los negaron terminaron quemados, como Bruno Giordano, quien entre el fuego escupió la cruz, o fueron excomulgados, como Voltaire, quien fue encarcelado por decir cosas como “me gustaría poder amar a este Dios en que busco a mi padre, y a quien me presentan como un tirano al que no tengo más remedio que odiar”.

En el nombre de Dios, quienes renegaron de él terminaron vilipendiados por quienes tenían que estigmatizarlos para borrarles su credibilidad, y así, mantener su poder. Nietzsche, Schopenhauer, Marx, Baudelaire, Rimbaud, Saramago y tantos otros, finalizaron sus vidas, con sus obras, en lo más profundo de los infiernos, o infinitamente heridos de amor-muerte, como el rey portugués Pedro El Severo, quien vio a su padre asesinar a su amada, Inés Pirez de Castro. Luego, irónico, le prometió que en el cielo vería de nuevo a Inés. El rey le respondió: “Además de canalla y criminal, padre, eres un mentiroso, pues si Dios existe no permitiría que víboras como vosotros existieran”.

“¿Leen los dioses?”, se preguntaba tiempo atrás Cees Nooteboom en una de sus Cartas a Poseidón. “Mi pregunta no pretende ser impertinente, sólo que de repente caí en la cuenta de que no recordaba ninguna imagen de un dios leyendo”. Más adelante les preguntaba, directo, desafiante incluso, luego de haber relatado parte de las preocupaciones de Tales de MiIeto y de Anaximandro, su discípulo, por el origen de todo. “Y vosotros, dioses, ¿leísteis algo sobre eso? ¿Pensábais en esas cosas? ¿O acaso vivíais cómodamente recluidos en vuestros propios mitos, arropados por la adoración de los mortales y sus ofrendas, seguros de vuestros asuntos?”. Después de que hubiera recordado que Pitágoras “vio el alma de Hesíodo gritando amarrada a una columna de bronce y el alma de Homero colgando de un árbol rodeado de serpientes, condenados ambos al sufrimiento por todo lo que habían dicho sobre los dioses”, Nooteboom concluía: “Tal vez tu inmortalidad se deba a eso, a las obras de los grandes poetas, gracias a las cuales seguimos sabiendo de ti”.

Los poetas escribieron sobre Dios, y en nombre de Dios lo perpetuaron, en forma de condena o en medio de infinitas reverencias. Unos fueron ubicados hasta la eternidad “a la diestra de Dios padre”. Los otros fueron proscritos y enviados a ese mundo de lenguas de fuego que describió James Joyce, uno de esos condenados: “Nuestro fuego terrenal, nuevamente, no importa cuán violento o extendido esté, siempre tiene un alcance limitado; el lago de fuego del infierno, en cambio, no tiene fronteras, ni riberas, ni fondo. Está escrito que el diablo mismo, cuando un soldado le preguntó, estuvo obligado a confesar que si una montaña fuese arrojada al océano ardiente del infierno, sería consumida en un instante como un trozo de cera. Y este terrible fuego no afectará los cuerpos de los condenados solamente en lo externo, sino que cada alma será un infierno en sí misma, el ilimitado fuego debatiéndose en sus centros más vitales. Oh, ¡qué terrible es la masa de esos seres infelices! La sangre hierve y bulle en las venas, los sesos hierven en el cráneo, el corazón en el pecho se vuelve incandescente y a punto de explotar, los intestinos como una masa al rojo vivo de pulpa ardiente, los delicados ojos en llamas como esferas derretidas”.

En nombre de Dios fue creado ese infierno, letra por letra, sufrimiento tras sufrimiento. El miedo como arma letal para que se hiciera “su” voluntad y la de unos cuantos. El miedo como una bomba para obedecer, para detener, para convencer. En la Biblia dice, dijeron una semana atrás unos mineros y recordaron que con oro se había construido el altar al señor. En la Biblia dice, gritó un mes atrás un congresista para censurar a los gays. En la Biblia dice, repiten todos los días y hasta la saciedad aquellos que pretenden dominar, decidir, controlar, obligar, someter.

En la Biblia dice, dijeron los sacerdotes de la Santa Inquisición luego de haber quemado a decenas de decenas de inocentes, acusados de brujería por no rezar el santo rosario, y dijeron los cruzados después de haber regado las tierras santas de guerras, de sangre, de muerte y odio. En el Corán dice, dijeron quienes estrellaron sus aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del año 2001. En el Corán dice, dijeron también quienes condenaron a muerte al escritor Salman Rushdie por haber escrito sus versos satánicos, pues sólo ellos, y nadie más que ellos, eran los poseedores de la verdad. Ellos, los inquisidores, los cruzados, los censores, los terroristas, las voces de Dios.

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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