Günter Grass y su metáfora de la memoria
“El recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella”, afirmó el alemán en Pelando la cebolla, su libro autobiográfico.
Andrés Osorio Guillott
Qué paradójico recordarlo a cinco años de su muerte. Ahora estamos en la cocina pelando la cebolla de recuerdos que no nos pertenecen, o que fueron prestados por medio de la literatura. Y ello termina por llevarnos a descubrir que lo misterioso y sublime de la escritura está en ello, en que finalmente los recuerdos propios terminan siendo prestados a otros, y los otros lo toman porque el asombro de sentirnos en la pluma de los que están ahí y no vemos nos hace comprender que en medio de tantas diferencias terminamos siendo tan humanos como el que erró y acertó escribiendo esas palabras.
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Qué paradójico recordarlo a cinco años de su muerte. Ahora estamos en la cocina pelando la cebolla de recuerdos que no nos pertenecen, o que fueron prestados por medio de la literatura. Y ello termina por llevarnos a descubrir que lo misterioso y sublime de la escritura está en ello, en que finalmente los recuerdos propios terminan siendo prestados a otros, y los otros lo toman porque el asombro de sentirnos en la pluma de los que están ahí y no vemos nos hace comprender que en medio de tantas diferencias terminamos siendo tan humanos como el que erró y acertó escribiendo esas palabras.
“Al recuerdo le gusta jugar al escondite como los niños. Se oculta. Tiende a adornar y embellecer, a menudo sin necesidad. Contradice a la memoria, que se muestra demasiado meticulosa y, pendencieramente, quiere tener razón”, decía Grass en Pelando la cebolla, su libro autobiográfico.
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A Grass lo consideraron por muchos años la conciencia moral de la posguerra. De la Trilogía de Danzig –que lleva el nombre por la ciudad en la que nació en 1927, y que está compuesta por El tambor de hojalata (1959), El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963)- surgen esos recuerdos que se esconden y que luego aparecen con una hoja en blanco y un personaje para que el portador de esas memorias termine construyendo una historia desde la imaginación y la propia experiencia.
“¿Por qué recordar la infancia y su final tan inamoviblemente fechado, cuando todo lo que me ocurrió, a partir de los dientes de leche y después de los definitivos, hace tiempo ya que, incluidos los comienzos escolares, las canicas y las rodillas con costras, los primeros secretos de confesión y las posteriores cuitas de fe, se ha convertido en notas garabateadas y desde entonces atribuidas a un personaje que, apenas llevado al papel, no quiso crecer, rompió, cantando, vidrio en todas sus formas, tenía a mano dos palillos de madera y, gracias a su tambor de hojalata, se hizo un nombre que, en adelante citable, viviría entre tapas de libro y pretende ser inmortal en no sé cuántos idiomas?”.
El alemán fue un vencedor de su propia historia. De sus reminiscencias tejió el dolor de todos sus contemporáneos. De alternar el dibujo y la escritura surgieron trazos opacos y reflexiones que auscultaron en el inconsciente de una generación que vio lo impensado. En sus pequeños cuartos y con la pipa de siempre que expulsó el humo de todo su tiempo logró ver que si sus escritos no lograban plasmarse en sus dibujos no pasarían a la imaginación de sus lectores, y que por ende no lograrían su pretensión de superar su época y todo lo que ella trajo bajo un brazo manchado de pólvora.
“A los 15, me puse el uniforme, a los 16 aprendí a tener miedo, a los 17 fui hecho prisionero de guerra americano, a los 18 estaba libre y me dedicaba al estraperlo y, finalmente, aprendí la profesión de cantero y escultor, me ejercité en academias artísticas, escribía y dibujaba, dibujaba y escribía versos de pie ligero, hinchados por el viento y piezas de teatro grotescas”.
Fue primero el dolor. Cuando confesó que había hecho parte de las Waffen SS (escuadras de protección de Heinrich Himmler), la opinión pública le cayó encima. Tal vez por lo inverosímil de la experiencia olvidaron que por el contexto, y también por la edad, era difícil tener otra opción. Y que como todo ser humano lo cambiante, paradójicamente, también lo define. Y del dolor de la guerra, que después entendió en la literatura existencialista, en el Mito de Sísifo de Albert Camus, resultó por comprender que el trasfondo de toda grandeza está atravesado por el sufrimiento.
De Oskar Matzerath también dicen que es metáfora de su tiempo. De un siglo que no fue capaz de crecer en medio de tantas ideologías, que terminó incrustado en un capitalismo que es visto como un monstruo depredador de conciencias y voluntades. Y así como Matzerath, los demás personajes de su literatura no son necesariamente él, pero sí son espejos de sus memorias, de una Danzig desaparecida por la guerra, de una adolescencia deshilachada por la violencia que destapó los rudimentos de nuestra naturaleza.
Exhalando los últimos suspiros de vida logró ser consciente de aquello que quiso ignorar por muchos años: la mortalidad. Ensayos, poemas y dibujos que se distancian de la nostalgia de la muerte y se acercan a esa sabiduría De la finitud cumplen con el mejor de los finales en el paso y obra de un hombre que luchó toda su vida contra sus secretos, haciéndose pues, como dijo Bertolt Brecht, imprescindible.